La realidad espiritual

En 1809, a los cincuenta y dos años de edad, William Blake realizó la primera y única exposición retrospectiva de su vida. Como no podía permitirse alquilar un local, usó la casa de su hermano, que era a la vez una mercería y estaba situada en Golden Square, en el Soho. En las paredes de varias estancias adyacentes, Blake colgó dieciséis obras, entre ellas Los antiguos britones, la pintura más grande que realizó nunca y, según quienes la vieron, su gran obra maestra, hoy perdida. James, el hermano de William, era el encargado de recibir a los visitantes y mostrarles las pinturas. Prácticamente nadie acudió. La entrada costaba media corona e incluía un breve Catálogo descriptivo, del que Blake no imprimió ni cien copias. Durante muchos años, ese pequeño panfleto encuadernado en papel azul grisáceo fue su obra literaria más conocida. El crítico Robert Hunt (hermano de Leigh, el amigo de Keats y Shelley) visitó la muestra y escribió una devastadora crítica en la que insultaba a Blake y calificaba el pequeño Catálogo de “fárrago de sinsentido, ininteligibilidad y egregia vanidad, las locas efusiones de un cerebro trastornado”. Hoy solo se recuerda a Robert Hunt por esa crítica, que Arthur Symons llamó “una de las infamias del periodismo”. Poco después, a raíz de la falta de atención y de la crítica de Hunt, que le afectó profundamente, Blake renunció a triunfar en el mundo artístico o literario. Durante diez años, dio por completo la espalda al público, y no fue hasta 1819 cuando, animado por un grupo de poetas y artistas jóvenes que le profesaban cierta admiración, decidió sacar a la luz su gran obra maestra final, el poema épico Jerusalén, en el que había seguido trabajando.

El Catálogo descriptivo, que es una especie de manifiesto artístico, comienza diciendo, tras un breve prefacio: “La claridad y la precisión han sido los principales propósitos al pintar estos Cuadros”. Para Blake, leemos, la pintura al óleo es sinónimo de imprecisión y oscuridad; él defiende fieramente la acuarela y la témpera (a la que llama fresco), con las que se logran contornos definidos y colores vivos. Condena a Rubens, Anton van Dyke, Tiziano, Correggio y Rembrandt (“los Demonios Venecianos y Flamencos”) y, desde luego, a los más notorios pintores ingleses de su tiempo, sus odiados Joshua Reynolds y Thomas Gainsborough, para él enemigos del arte y, por consiguiente, de la humanidad: “Así como hay una clase de hombres cuyo deleite es la destrucción de los hombres, hay una clase de artistas cuyos arte y ciencia están diseñados con el propósito de destruir el arte”. A la oscuridad e imprecisión de estos, según los estándares de Blake, basadas en la copia servil y mecánica de la naturaleza, él opone a Miguel Ángel, Rafael, Durero y Giulio Romano, sus ideales de claridad, luminosidad, simbolismo y atención a los detalles. A la sombra de Rembrandt, contrapone la línea (“Cada Línea que trazo es Eterna”). La sombra y el borrón del óleo ocultan la forma.

En el Catálogo, Blake afirma haber contemplado, en sus visiones, obras de arte originales, perdidas miles de años atrás, en las cuales cada detalle estaba cargado de “sentido recóndito y mitológico”, e insiste en la realidad y, por encima de todo, en la detallada claridad de esas y otras visiones: “Un Espíritu y una Visión no son, como supone la filosofía moderna, un vapor nebuloso, o una nada: están organizados y minuciosamente articulados más allá de lo que la naturaleza mortal y perecedera puede producir. Quien no imagina en contornos más fuertes y mejores, y en luz más fuerte y mejor, que lo que puede ver su ojo perecedero y mortal no imagina en absoluto. El pintor de esta obra [se refiere a él mismo] asegura que todas sus imaginaciones se le aparecen infinitamente más perfecta y minuciosamente organizadas que cualquier cosa que haya visto su ojo mortal. Los Espíritus son hombres organizados”. Organizado, para Blake, quiere decir poseedor de forma inteligible, es decir, susceptible de ser captado por la imaginación. Poco después de la fallida exposición, escribió un borrador para texto teórico y descriptivo sobre su gran pintura Una visión del Juicio Final, también perdida, que pretendía añadir al final del Catálogo descriptivo, aunque nunca llegó a hacerlo. En el borrador, afirmaba con rotundidad la que fue una de las principales convicciones de su vida: “El Conocimiento General es Conocimiento Remoto; la Sabiduría consiste en los Detalles, y la Felicidad también. En el Arte y en la Vida, las Masas Generales Constituyen Arte en la Misma medida que un Hombre de Cartón es Humano”.

Este énfasis en los Minúsculos Detalles (en el original, Minute Particulars) es una de las claves para entender su obra. Para Blake, todo está en los detalles. El arte se crea a partir de los detalles, jamás mediante generalizaciones; la visión imaginativa, que trasciende el mundo informe de la materia, se alcanza mediante los detalles; el bien que debemos hacer a los demás se lleva a cabo mediante los detalles. Los detalles están vivos (literalmente) y cada uno de ellos importa, como si fueran vidas humanas. Las cosas son reales en cuanto que son percibidas en supremo e infinitamente articulado detalle. En poesía, “cada palabra y cada letra” debe ser estudiada, y en pintura, “cada línea y pincelada”. En el amor, “cada Minúsculo Detalle es sagrado”. Blake camina por Londres y contempla la pobreza y los asilos y talleres de caridad en los que la Virtud Moral ha reemplazado a las reacciones inmediatas, vivas e individuales ante el sufrimiento ajeno: “Vio cada Minúsculo Detalle de Albion degradado y asesinado, / […] y vio cada minúsculo detalle, las joyas de Albion, bajar corriendo / por las alcantarillas de calles y callejas como si estuvieran aborrecidas. / Toda Forma Universal se convirtió en una yerma montaña de Virtud / Moral, y cada Minúsculo Detalle se solidificó en granos de arena, / y toda la ternura del alma fue arrojada como mugre y porquería / en los sinuosos lugares de honda e intrincada contemplación”. Imaginación, arte y amor a los demás seres humanos son para Blake lo mismo. En Jerusalén, leemos: “El que haga el bien a otro debe hacerlo en los Minúsculos Detalles. / El Bien General es el pretexto del adulador, canalla e hipócrita; / pues el Arte y la Ciencia no pueden existir sino en Detalles minuciosamente organizados, / y no en Demostraciones generalizadoras del Poder Racional. / Lo Infinito solo reside en la Identidad Definida y Determinada”. Cada detalle es un individuo, una identidad. Las imágenes de las visiones de la imaginación, para Blake, son infinitamente detalladas e individualizadas y están infinitamente organizadas, en contraste con el caos, la imprecisión y el anonimato a los que tiende la naturaleza entendida como algo separado del hombre.

Toda la obra de Blake es un gran intento de elevar la conciencia humana mediante el arte hasta una realidad perfectamente definida y vívida. El ascenso tiene lugar desde la naturaleza borrosa, caótica e inconsciente, hacia una realidad maravillosamente vívida y detallada, organizada y consciente, es decir, hacia la Nueva Jerusalén, que es la representación simbólica de la libertad y el éxtasis de la conciencia. Para él, esta ascensión es un proceso individual y que, a la vez, abarca a toda la humanidad, pues para Blake no existe diferencia entre fuera y dentro: toda la realidad es espiritual, imaginativa o mental, y la transformación en nuestro interior equivale, en cierto nivel, a la de toda la humanidad. La poesía de Blake intenta una transformación total de la conciencia para restituir al hombre a su estado original. En sus apuntes para la descripción de su pintura El Juicio Final, escribió: “La Naturaleza de mi Trabajo es Visionaria o Imaginativa; es un Intento de Restaurar lo que los Antiguos llamaban la Edad de Oro […] Si el Espectador pudiera Entrar en estas Imágenes con su Imaginación, acercándose a ellas en el Ardiente Carruaje de su Pensamiento Contemplativo, si pudiera entrar en el Arco Iris de Noé o en su pecho, o pudiera hacer una Amiga y una Compañera de una de estas Imágenes de maravilla, que siempre le solicitan que deje las cosas mortales (como debe saber), entonces se levantaría de su Tumba”. Se levantaría de su tumba porque, para Blake, el hombre material es un cadáver, es una sombra borrosa y apenas discernible.

por William Blake (

Precursor de Una visión del Juicio Final. Acuarela representada en la carta enviada a Humphry, por William Blake (DP)

Precursor de Una visión del Juicio Final. Acuarela representada en la carta enviada a Humphry, por William Blake (DP)

El gran enemigo filosófico de Blake fue, sin duda, John Locke. Lo leyó muy pronto y desde un primer momento lo convirtió en el símbolo de todo lo que estaba mal en su época. Locke afirma que hay una realidad material completamente separada del sujeto, la cual, de forma accidental, entra en contacto con este. El sujeto, a través de los sentidos, genera entonces sensaciones y, más tarde, por medio de su intelecto, produce reflexiones, es decir clasificaciones de las sensaciones y desarrollo de estas en ideas abstractas, que nos permiten conocer el mundo. Todo esto es, por supuesto, la visión de las cosas aceptada mayoritariamente hoy día en Occidente. Para Blake, en primer lugar, no hay una realidad independiente del sujeto; la naturaleza se vuelve real al pasar a través de la conciencia humana, que crea imágenes o formas. Estas imágenes o formas son el contenido del conocimiento y no son accidentales o mecánicas, sino conscientes e imaginativas (una visión no imaginativa del mundo sencillamente no produce conocimiento). Samuel Johnson, en parte heredero intelectual de Locke, en sus Vidas de los poetas ingleses más eminentes habla sin cesar de “la grandeza de la generalización”, y dice que “los grandes pensamientos son siempre generales” y que “nada puede dar placer a muchos, y darlo por largo tiempo, excepto justas representaciones de la naturaleza general”. Blake se opone fieramente a esto: “¿Qué es la Naturaleza General? ¿Existe Tal Cosa? ¿Qué es el Conocimiento General? ¿Acaso existe tal cosa? Estrictamente Hablando, Todo Conocimiento es Particular”. Las ideas abstractas son para Blake sombras borrosas y falsas que solo conducen al error (conducen a la guerra, llega a decir en varias ocasiones, así como la religión y la represión sexual conducen a la guerra). “La Harmonía y la Proporción son Cualidades y no Cosas. La Harmonía y la Proporción de un Caballo no son iguales que las de un Toro. Cada Cosa tiene su propia Harmonía y Proporción, Dos Cualidades Inferiores en ella. Pues su Realidad es su Forma Imaginativa”, leemos en sus anotaciones al margen de Siris, de Berkeley. La “reflexión” de Locke solo sirve para apartar al sujeto del objeto, para reemplazar las cosas reales por los sombríos recuerdos de estas, que en la simbología de Blake se llaman espectros. En Blake siempre aparecen oponiéndose la niebla de las abstracciones y la cristalina claridad de los Minúsculos Detalles.

William Blake nació en Londres en 1757 y, salvo tres años pasados en Felpham, en la costa de Sussex, no salió nunca de su ciudad natal. Jamás visitó Italia para ver las obras de Miguel Ángel y de Rafael que tanto admiraba pero que, en realidad, solo conocía por copias grabadas. Su padre era fabricante de medias y posiblemente perteneció a una de las sectas disidentes que abundaban en la Inglaterra de la época. Blake creció, según parece, en un hogar no muy estricto donde se leía la Biblia a menudo y donde la experiencia visionaria no era considerada como una rareza. Fue un niño sano y feliz que caminaba muchos kilómetros al día por la verde campiña inglesa, que estaba entonces muy cerca de la ciudad, y que leía todo lo que caía en sus manos. A los diez años, tras haber demostrado aptitudes, comenzó a estudiar en la escuela de dibujo de Henry Pars, y a los quince años entró como aprendiz en el taller de James Basire, donde, durante los siguientes siete años, aprendió el oficio de grabador, que por entonces experimentaba un verdadero boom en Inglaterra y se consideraba muy lucrativo. Es interesante recordar que Blake no fue, como la posterior generación de artistas románticos, un hombre que despreciara el comercio y se mantuviera retirado del mundo de los negocios; él fue un artesano de clase baja-media que vivió y trabajó durante el primer gran periodo de producción en masa en Inglaterra. Se calcula que en toda su vida completó unas quinientas ochenta planchas de grabado, la mayoría ilustraciones para todo tipo de libros de carácter comercial. En 1779 entró en las Royal Academy Schools y comenzó a compaginar sus estudios con su trabajo como grabador. En 1782 se casó con Catherine Boucher, una muchacha analfabeta a la que enseñó a leer y también los rudimentos del arte de grabar. William y Kate son una de las parejas más inolvidables de la historia literaria. Hay una famosa anécdota según la cual un amigo de la pareja que fue a visitarlos, al entrar en el jardincito de los Blake, los vio a los dos leyendo en voz alta el Paraíso perdido de Milton tan desnudos como Adán y Eva. Nunca tuvieron hijos, pero todo hace pensar que fueron felices.

Aparte de un pequeño libro titulado Poetical Sketches y del poema épico La Revolución francesa, que fueron impresos pero no llegaron a salir a la venta, toda la obra poética de Blake apareció en forma de libros iluminados que producía él mismo de forma artesanal y de los que apenas vendió un puñado de ejemplares. La poesía y la pintura estuvieron unidas en él desde el principio y parece que nunca se consideró a sí mismo más un poeta que un pintor. En su juventud ya rechazó la poesía fría y racionalista de Alexander Pope o John Dryden y prefería a los Graveyard Poets, como Thomas Gray, Edward Young, William Collins o Thomas Percy, verdaderos prerrománticos cuya poesía sentimental, lúgubre, llena de temas góticos y a menudo genuinamente visionaria se encuentra en la base de su obra temprana, así como en la de Wordsworth o Coleridge, los grandes poetas de la primera generación romántica. Chatterton y Ossian (traducido, supuestamente, por James MacPherson), por otra parte, eran dos de sus grandes ídolos, y siempre mantuvo que la poesía de ambos era genuina (Chatterton, antes de suicidarse a los diecisiete años, fue autor de poemas que hizo pasar por obras medievales; y la obra del legendario bardo Ossian fue supuestamente rescatada por James McPherson a partir de 1860, aunque la polémica sobre la autenticidad de esos poemas dura hasta hoy: Blake era, sin duda, consciente de todo esto, pero tenía muy claro que la realidad imaginativa de esos poemas era mucho más importante que la datación constatada de los textos). Sin embargo, sus verdaderos maestros son los grandes poetas épicos ingleses de los siglos XVI y XVII.

Así como la historia de la pintura posterior al Renacimiento le parecía un tenebroso declive y él volvía una y otra vez a los maestros florentinos y romanos del Quattrocento, Blake sentía continuamente, como antes que él Collins y Young, el impulso de regresar a la poesía del Renacimiento inglés. Keats, décadas más tarde, llenaría sus cuadernos juveniles de imitaciones spencerianas, y Blake hizo exactamente lo mismo. Edmund Spencer y John Milton eran para Blake los grandes originales perdidos de la literatura inglesa (ambos eran ampliamente despreciados por la literatura dominante en la época, aunque esto comenzaba a cambiar) y en ellos Blake encuentra la visión, los detalles, la grandiosidad y la música que no podía encontrar en otro sitio y que desde un principio quiso hacer suyos. Spencer, en el cuarto libro de su Reina de las hadas, había hablado de Chaucer como si este hubiera renacido en él; Milton dijo “Spencer es mi original”, y Blake, seguro de su genio desde muy joven, trazaba una línea genealógica ininterrumpida de la poesía épica inglesa: primero, Chaucer; después, Spencer; luego, Milton, y, por último, él mismo, como sucesivas encarnaciones de un mismo dios. Pero Blake representa un rescate del Renacimiento no solo desde el punto de vista estrictamente literario, ya que el Renacimiento es mucho más de lo que habitualmente se entiende. En palabras de W. E. Peuckert, “el Renacimiento es un renacimiento de las ciencias ocultas y no, como se dice habitualmente en las escuelas, la resurrección de la filología clásica y de un vocabulario olvidado. Lejos de ser esto, su lucha apasionada puso sobre la mesa la recuperación de las “ciencias” muertas o caídas en el olvido a causa del racionalismo escolástico”. En la época de Blake, tras un siglo de férreo racionalismo, estaba teniendo lugar una nueva recuperación de esas mismas ciencias ocultas, en una especie de brusca ebullición que parece de alguna forma relacionada con el ambiente de radicalismo político que se respiraba por entonces. Blake leyó ávidamente a los médicos, alquimistas y magos renacentistas Cornelio Agripa y Paracelso, así como los escritos de Jakob Böhme. De Agripa aprendió ciertos términos y relaciones provenientes de la alquimia que perduraron hasta su obra más tardía. En Paracelso encontró, entre otras cosas, un verdadero énfasis en la imaginación que sin duda debió de atraerle: en la filosofía del alquimista de Basilea, la imaginación es el astrum in homine, la “estrella en el hombre”, el hombre astro u hombre verdadero, un concepto en parte relacionado con la divina scintilla (chispa) de los gnósticos. Böhme, por su parte, fue también una influencia importante, y en La triple vida del hombre pudo leer pasajes como este, que parece adelantar su teoría de los Minúsculos Detalles: “Si concibes un pequeño círculo diminuto, tan pequeño como un grano de mostaza, el Corazón de Dios cabe completa y perfectamente dentro: y si naces en Dios, entonces está en ti (en el círculo de tu vida) el completo Corazón de Dios indiviso. […] Estás en Cristo por encima del infierno y los demonios”. También leyó apasionadamente los escritos de Emanuel Swedenborg, cuya influencia es más o menos perceptible a lo largo de toda su obra, aunque en fecha temprana abjuró de él. Una de sus amistades de juventud fue Thomas Taylor, llamado el Platónico, traductor de Platón, Plotino, Porfirio, Jámblico y Proclo, y en la filosofía platónica y neoplatónica, el verdadero núcleo de todo el arte y la poesía renacentistas, encontró sin duda una confirmación de sus propias intuiciones y de lo que ya había asimilado a través de, por ejemplo, Milton y Spencer.

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Ilustración de Gustave Doré para El Paraíso perdido de Milton (DP)

Ilustración de Gustave Doré para El Paraíso perdido de Milton (DP)

Con todo, el texto más importante, fuera de su propia obra, para comprender su poesía en todas sus dimensiones es sin duda la Biblia. Blake, como Milton, es un poeta bíblico y gran parte de sus poemas más importantes está formada por una reutilización y una reinterpretación del material bíblico. Su lenguaje, sus imágenes y sus temas centrales provienen de las escrituras, y determinados libros de estas, en concreto, el Génesis, Ezequiel, Daniel, Job, el Cantar de Salomón y el Apocalipsis, además de algunas obras no canónicas como el Libro de Enoc, contienen en cierto sentido casi toda su materia poética y muchos de sus recursos básicos. Por supuesto, Blake hace una lectura simbólica de la Biblia de principio a fin. Era un hombre profundamente religioso y se consideraba a sí mismo, por encima de todo, un cristiano, a pesar de que muy pocos cristianos de hoy en día compartirían la mayoría de sus convicciones. Para él, la verdadera religión estaba basada en la revelación directa e individual por medio de la imaginación y, más concretamente, a través del arte. Para Blake el arte es “la vida imaginativa en su totalidad”. “Jesús y Sus Apóstoles y Discípulos eran todos Artistas”, escribió, y también: “Benditos aquellos que se muestran estudiosos de la Literatura y de los logros Humanos y refinados. Ellos tienen sus lámparas ardiendo y estas brillarán como las Estrellas”; “La Poesía, la Pintura y la Música son los Tres Poderes en el Hombre para conversar con el Paraíso que no fueron barridos por el Diluvio”; “Pero en la Eternidad, las Cuatro Artes, la Poesía, la Pintura, la Música y la Arquitectura, que es la Ciencia, son los Cuatro Rostros del Hombre”; “Un Poeta, un Pintor, un Músico, un Arquitecto: el Hombre o la Mujer que no es una de estas cosas no es un Cristiano”.

Blake negaba que hubiera un infierno eterno y creía en la apocatástasis, es decir en la salvación universal, como Orígenes, y como este, también creía en la preexistencia de las almas a la creación. El Dios de Blake no es un ser lejano y oscuro, sino que es un Dios que está en el hombre y le acompaña siempre. Tampoco creía en la existencia del mal; lo que otros llaman mal, para él era simplemente error. Creía en el perdón permanente de todos los pecados y le parecía que el cuerpo era una fuente de placer y que el placer no podía ser nunca pecado. Creía que la represión sexual era una consecuencia del racionalismo y la religión, que amenazan la visión imaginativa del mundo, y defendía la libertad sexual y la emancipación de la mujer. Aunque participó, muy brevemente, en la llamada Nueva Iglesia de Jerusalén, dedicada a estudiar los escritos de Emanuel Swedenborg, enseguida renunció a ella, pues creía que el hombre en conjunto, es decir en forma de una congregación o de cualquier club, opuesto al hombre individual, solo manifiesta “las Virtudes Egoístas del Corazón Natural” y que ninguna religión organizada podía hacer otra cosa que aprisionar y destruir la pura actualidad de la energía y de la imaginación, que para él eran la verdadera experiencia religiosa. Fue enemigo de cualquier tipo de religión organizada y, particularmente, del deísmo, lo que llamaba la religión natural, por oposición a la revelada, producto de la Ilustración de finales del siglo XVII. El deísmo, desde la perspectiva blakeana, promulgaba un Dios que, tras crear el mundo, se había retirado de su creación, lo que lo convertía en un ser lejano e inescrutable y al universo en un mecanismo de relojería sin vida. Dentro del hombre, según el deísmo, no había nada que pudiera ponerse en contacto con ese Dios, al cual tan solo se accedía mediante el razonamiento lógico.

Los creadores y precursores de esa nueva religión, racionalista, objetivista y determinista, Francis Bacon, John Locke, Isaac Newton, Hume, Rousseau y Voltaire, eran para Blake terribles enemigos a los que atacó una y otra vez en todos sus escritos, aunque no, por supuesto, por defender modos religiosos tradicionales que pudieran poner en peligro, pues Blake, por una parte, no tiene ninguna paciencia con la tradición y, por otra, es un individualista irreductible. Esta es una exposición concisa de sus ideas religiosas centrales: “No conozco ningún otro Cristianismo ni ningún otro Evangelio que el de la libertad, tanto de cuerpo como de mente, para ejercitar las Divinas Artes de la Imaginación. Imaginación: el Mundo real y eterno del que este Universo Vegetativo apenas es una vaga sombra, y en el que viviremos en nuestros Cuerpos Eternos o Imaginativos cuando estos Vegetativos Cuerpos Mortales ya no existan. […] ¡Oh, vosotros, Religiosos, desaprobad a cualquiera de los vuestros que pretenda despreciar el Arte y la Ciencia! ¡Os conmino en el Nombre de Jesús! ¿Qué es la Vida del Hombre sino Arte y Ciencia? ¿Es alimento y Bebida? ¿No es el Cuerpo una Vestidura? ¿Qué es la Mortalidad sino lo relacionado con el Cuerpo, que ha de Morir? ¿Qué es la Inmortalidad sino lo relacionado con el Espíritu, que Vive Eternamente? ¿Qué es la Dicha Celestial sino la Mejora de las cosas del Espíritu? […] ¿Acaso podéis pensar sin pronunciaros de corazón Que Cultivar el Conocimiento es Construir Jerusalén, y Despreciar el Conocimiento es Despreciar Jerusalén y a sus Constructores?”.

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El anciano de los días, de William Blake (DP)

El anciano de los días, de William Blake (DP)

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