Es difícil definir exactamente cual era el espíritu de la época a finales del siglo XIX, pero si alguien lo supo encarnar, esa persona fue el poeta nicaragüense Rubén Darío.
Él llegó al mundo en Metapa (hoy Ciudad Darío), ciudad a la que había escapado su madre – harta del alcoholismo y las infidelidades de su marido – poco antes de su nacimiento el 18 de enero de 1967. Desde que pudo leer y escribir se destacó, llegando a alcanzar la fama en León, donde pasó la mayoría de su infancia, como un poeta precoz. Su intelecto y su talento lo llevaron a aspirar a más y, durante los primeros años de la década de 1880, Darío circuló por Centroamérica buscando su lugar, familiarizándose con la literatura francesa que tanto lo inspiraría y publicando algunos de sus primeros poemarios. Finalmente, terminó por convencerse de que el entorno era limitante y de que si quería progresar debía abrirse y partir, y zarpó hacia Chile.
Darío llegó a Valparaíso en junio de 1886 y, gracias a los auspicios de algunos conocidos, pudo vivir entre esa ciudad y Santiago durante los próximos dos años. Las condiciones materiales que experimentó en esta etapa no fueron las mejores, pero fue en este momento en el que se decidió a experimentar más seriamente en la literatura. En un esfuerzo por romper con la rigidez de la métrica y de la lengua española, tomó las enseñanzas del parnasianismo y el simbolismo francés que admiraba y las adaptó a su idioma en los textos en prosa y en verso que recopiló en Azul… (1888). El libro que significaría su consagración tardó en generar un impacto, pero cuando el crítico español Juan Valera lo leyó, quedó encantado con él y se lo hizo saber a través de artículos y cartas laudatorias que se publicaron en varios periódicos y que diseminaron el nombre de Darío, para bien o para mal, por el mundo.
El reconocimiento le valió todo tipo de propuestas – como la contratación del diario argentino La Nación, para el que escribiría más de 600 crónicas periodísticas por las próximas dos décadas – pero terminó decidiendo retornar a Centroamérica y pasó los siguientes tres años recalando en distintos países y tejiendo redes de contactos. No hay duda de que la vida de Darío era intensa, como atestigua la inmensa cantidad de experiencias que acumuló en poco tiempo. Sólo durante éste período se enamoró, se casó y enviudó, tuvo su primer hijo, viajó a España y a Francia – a donde conoció a su ídolo, Paul Verlaine, y se decepcionó – y finalmente terminó recibiendo la oferta de actuar como cónsul colombiano en Buenos Aires.
Armado de este título honorífico, Darío llegó a la capital argentina en agosto de 1893 y quedó encantado. Para un hombre cosmopolita como él, la ciudad en plena ebullición intelectual era el lugar con el que siempre había soñado. Como en el consulado casi no requerían sus servicios, tenía muchísimo tiempo para circular por los cafés, alimentar su desenfreno, conocer personalidades ilustres y escribir. Durante los casi cinco años que pasó en Buenos Aires Darío publicó dos de sus obras más importantes, Los raros (1896) y Prosas profanas y otros poemas (1896), y se consagró como el líder indiscutible del Modernismo, ese estilo que venía desde el corazón de América a cambiar siglos de literatura española.
Imbuido de esta aura, y gracias a un encargo de La Nación, cuando se cerró la embajada colombiana en Buenos Aires, Darío fue a parar a España. Allí, no sólo documentó las secuelas de la guerra hispano-estadounidense por la cual el país perdió sus últimas colonias (recopiladas en 1901 en España Contemporánea), sino que también se acercó a los jóvenes autores que lo veían como un profeta del cambio. Su influencia se dejó sentir intensamente sobre personajes de la Generación del 98 tan importantes como Juan Ramón Jiménez, Ramón María del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno, entre otros, a los que ayudaría difundiendo su obra por el mundo. Casi como una confirmación y agradecimiento por este intercambio, su tercera gran obra poética, Cantos de vida y de esperanza (1905), se publicó en España.
En esta línea, como bien dejó claro Ruth Lamb en sus investigaciones, a partir de su segundo viaje a Europa, es posible ver a Darío como alguien que media e interpreta las relaciones entre el Nuevo y el Viejo mundo. Ciertamente, experimentó con gran intensidad las posibilidades de la globalización económica y cultural ya que, mientras vivía de las notas que mandaba a Buenos Aires, viajaba por el mundo contribuyendo con su pluma y con su misma persona, a través de contactos y correspondencia, al reconocimiento mutuo de las dos costas del Atlántico.
A partir del 1900, Darío empezó un ciclo que podría leerse como una larga peregrinación por América y Europa con breves retornos a su hogar, que ahora había decidido fijar en París. En los siguientes años actuó como diplomático, cronista y crítico, comentando sobre todo tipo de cuestiones – desde la Exposición Universal de París hasta el imperialismo estadounidense – y dando rienda suelta a los excesos alcohólicos que habrían de matarlo.
En 1914, cansado, enfermo y asediado por el estallido de la Primera Guerra Mundial, envió su última obra poética a imprenta, Canto a la Argentina y otros poemas (1914), y retornó a América, a dónde se esforzó por difundir un mensaje pacifista. Para enero de 1916, previo paso por Estados Unidos y por Guatemala, finalmente retornó a León, el lugar de su infancia, a donde murió de cirrosis a los 49 años tan sólo un mes después, el 6 de febrero.
Su nombre jamás sería olvidado y al día de hoy se lo recuerda como uno de los más grandes escritores y renovadores de la lengua española. A lo largo de su vida produjo una sólida obra poética y cientos de ensayos, críticas y crónicas diseminadas en las páginas de La Nación y de otros periódicos para los que participó, que recién ahora están comenzando a ser estudiadas seriamente.