La República Oriental del Uruguay contaba hacia 1830 con apenas 75.000 habitantes, de los cuales 14.000 vivían en el departamento de Montevideo. Al norte del Río Negro apenas existían 7.000 almas. Según un viajero francés, salvo algunos funcionarios, el “resto respiraba bandidaje por todos lados”. Vale recordar que Charles Darwin hizo un comentario parecido al referirse a los habitantes de la otra orilla del Plata. Los funcionarios del ex virreinato también habían heredado la corrupción propia del imperio español y el científico consignó por escrito su experiencia en el trato de estos personajes.
Don Frutos no fue una excepción a las costumbres. A fin de cuentas, él era emergente de una sociedad, y desde ese lugar actuó como un caudillo que confundía Estado con Gobierno, continuando la más remota tradición del colonialismo español. Al igual que los antiguos funcionarios virreinales, el erario público se confundía con los bienes privados, otra herencia de un imperio donde los burócratas estaban siempre dispuestos a incrementar su patrimonio. El poder convirtió a Rivera en el patrón de una gran estancia, y éste gobernó al país con desprendimiento e ineficacia, como lo hubiese hecho con una propiedad de su hacienda.
Por eso no era dable esperar que Rivera y los suyos respetasen a pie juntillas la Constitución, un librito que más de una vez lo metió en problemas que bien se hubiesen resuelto de otra forma. A la Constitución la respetó, aunque siempre expresó sus discrepancias.
Unido a la oligarquía —que años antes se había opuesto a la hegemonía de Artigas— más un amplio apoyo de las masas populares, Rivera ejerció la primera magistratura de la nación de una forma muy particular. Ocupaba el lugar del Protector en el alma de los paisanos y a su vez se erigía como el conductor legal de una nación. En su figura se amalgamaban patricios con gauchos. Para los primeros era el presidente Rivera, general de la nación, héroe de las Misiones; para los últimos, era Don Frutos, el caudillo disipado y dicharachero que apadrinaba a sus hijos en las desperdigadas iglesias de la campaña.
“El clan de Obes” o “Los cinco hermanucos” fueron su apoyo técnico. Justamente habían sido ellos los que al acercarse a Rondeau habían despertado el recelo de Lavalleja.
Cuatro de estos hombres estaban casados con las hermanas de Lucas Obes, un economista opositor a Artigas, que en tiempos de la anexión portuguesa fue diputado oriental en Lisboa. Con el pasar de los años se había convertido en un consejero de Rivera, un hombre al que Don Frutos escuchaba desde el tiempo de las Misiones aunque nunca estuviese seguro de sus intenciones. Su axioma era “lo que es útil es lícito”, frase maquiavélica responsable de haber creado un sin número de problemas para el país.
Los otros miembros del clan eran Nicolás Herrera, quien había asesorado a los portugueses durante la toma de la Banda Oriental, y sus cuñados Julián Álvarez, José Ellauri y Juan Andrés Gelly. Al primero los periódicos lo llamaban, con razón, “Maquiavélico”, y a Ellauri le decían “licenciado Farfulla”, dada su habilidad para encontrar soluciones legales impensadas. Por su parte, Julián Álvarez tenía una notable cultura jurídica, y Gelly era un hombre de experiencia y consejo. A este grupo se sumó Santiago Vázquez, uno de los redactores de la Constitución. José Ellauri fue designado ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores; Nicolás Herrera, senador; Lucas Obes, fiscal de Gobierno y Julián Álvarez, miembro del Tribunal de Apelaciones.
Las caricaturas que les dedicaban los medios gráficos incluían una leyenda que rezaba: “Ya lo veis, ya lo veis, para el robo somos seis”. Muchos de los descendientes de este clan tendrían una destacada actuación en la conducción de la futura República del Uruguay.
Juntos dominaban el poder ejecutivo y el judicial, y pretendieron gobernar con recursos —leyes y decretos— que muchas veces sorteaban los mandatos constitucionales.
Por su lado, Don Frutos se aseguró la comandancia del ejército, verdadera fuente de poder en un país sumergido en la beligerancia. Esta condición, más su natural carisma, le ganó el prestigio que lo perpetuó entre los hombres poderosos de la nación.
El accionar de los cinco hermanos convirtió la primera presidencia en una oligarquía, favoreciendo los derechos del puerto, reconstruido gracias a los recursos del Gobierno, en evidente beneficio de la burguesía de mercaderes montevideanos. Se emitió moneda y se vendieron grandes extensiones de tierras fiscales, incurriendo en severas irregularidades que le acarrearían más de un problema en el futuro.
Se fundó la Escuela Normal de Montevideo, pero solo se construyeron tres colegios primarios, todos vecinos a la gran ciudad.
La administración se caracterizó por sus desmanejos y derroches. La responsabilidad cívica se abandonó a favor de la defensa particular; la interpretación constitucional fue una bandera de parcialidades, y la polémica se hizo diatriba teñida de personalismo.
Aunque la Constitución prohibía la entrada de esclavos a la nueva república, de esta norma estaban exceptuados los negros escapados del Brasil, que de ser capturados en Uruguay[1] debían ser devueltos a sus amos. De todas maneras y a pesar de las leyes, los esclavos ingresaron bajo la denominación de “colonos sometidos a patronato”, un excelente eufemismo que ponía de manifiesto el ingenio para infligir las leyes, haciendo abuso de los vericuetos legales que los cinco hermanos conocían tan bien como Rivera los caminos y senderos de la geografía patria.
Los deberes presidenciales no pudieron contener el ánimo andariego de Don Frutos, que llevaba al Gobierno en las alforjas de su montura, así como antaño había llevado la guerra a los portugos y a los porteños sobre el lomo de su caballo.
“Me sería más fácil sacar el Gobierno a la campaña que desprender un día de todo lo que tengo en manos, que es un mundo”, le escribió Fructuoso a su Bernardina desde Durazno, el pueblo donde Rivera pasaba sus días.
A vuelta de carta, la amante esposa no dejaba de recriminarle sus olvidos y abandonos, pues bien sabía que en Durazno, “ese maldito pueblo”, estaba la otra, esa amiga que subyugaba al presidente.
En Durazno, Rivera podía olvidarse de todo, hasta de mandarle el dinero a Bernardina, “que tanta falta le hacía”. Durazno era el reino de la indulgencia, el lugar en el mundo donde todo le estaba permitido, aunque el tiempo le enseñaría al general que aun el Paraíso puede ser un lugar ingrato.
Bernardina terminaba sus cartas esperando “que no olvides a tu siempre amante esposa que tanto desea verte”, y se despedía de su amado Rivera con un “adiós hasta que tenga el gusto de verte”. Gusto que, a veces, tardaba mucho tiempo en darse.
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Don Frutos, al igual que tantos otros gobernantes americanos, no comprendía (o mejor dicho, no quería comprender) la diferencia entre los dineros públicos y el manejo discrecional de esos recursos. Con ellos asistía a sus partidarios y amigos, usando fondos que muchas veces pertenecían al tesoro público, pero que distribuía con generosidad entre personas afines. Esta prodigalidad populista sembró al país de seguidores incondicionales, como así también de miserias institucionales. Al terminar su mandato, Rivera le dejó a su sucesor una deuda superior a los dos millones de pesos.
El punto de mayor flaqueza de esta administración, por demás endeble, fue el problema de la tenencia de la tierra. El desorden en la gestión se remontaba a los primeros años de la administración criolla, cuando Artigas y el mismo Rivera entregaron tierras a los orientales, sin que estas dadivas constaran en documentos fehacientes. Todo se hizo de palabras o en frágiles papeletas que no todos guardaban, y en el caso de hacerlo, muchas veces sembraban más dudas que certezas.
Los portugueses también recurrieron a la distribución de tierras entre los orientales fieles, política que contó a Don Frutos entre sus beneficiados. Pero ellos habían tomado el recaudo de registrar las cesiones. De allí la paradoja: los Gobiernos constitucionales fueron más proclives a reconocer la documentación del invasor que la entregada por los mismos orientales.
Existían tierras usufructuadas por hacendados que no tenían los títulos de propiedad de esas fracciones, y propietarios que no explotaban la tierra concedida. Ante semejante desorden el Estado decidió comprar estas tierras a sus dueños en los papeles y negociarlas con aquellos que sí las hacían producir. El tema no era tan simple, porque los que ofertaban eran también quienes demandaban, por ser tíos, primos o parientes del dueño.
Los historiadores que estudiaron el tema, señalaron que el Gobierno era “a la vez Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, el aparente diálogo de la oferta y la demanda era apenas un soliloquio del cohecho”. En un modelo liberal pretendieron ser jueces y gendarmes al mismo tiempo. Muchos vieron lesionados sus derechos y este descontento fue aprovechado por Lavalleja (víctima a su vez de discutibles expropiaciones) para alentar la confrontación con su compadre.
A pesar de las Comisiones de Catastro, de la Comisión Topográfica y la Ley de Enfiteusis de 1833, poco se pudo avanzar. Don Frutos se quejaba de la falta de colaboración del Poder Legislativo y el peso burocrático de “los dotores” que retrasaba el ya lento camino de la justicia, arbitraria, parcial y tuerta.
[1]. Lo mismo había pasado con las Provincias Unidas y la Asamblea de 1813, que debió modificar su prédica por las quejas de Brasil.
Extracto del libro La Patria Posible (Olmo Ediciones).