Estos decretos (en definitiva eso es lo que eran), que limitaban y en algunos casos directamente rescindían los derechos de seiscientos mil judíos en Alemania y más tarde de los millones de judíos de los países ocupados por Alemania, representaron la primera fase de la atroz “solución final” de Hitler.
Las dos primeras medidas fueron la ley de los derechos civiles y la ley para la protección de la sangre y el honor alemanes (ya la denominación produce escalofríos). Bajo estos y otros decretos complementarios, los judíos fueron despojados de la ciudadanía alemana, se les prohibió tener una profesión liberal y se les prohibió casarse o mantener relaciones con personas que no fueran judías. Las leyes (por llamarlas como ellos las llamaron) afectaban también a los que tenían una parte de sangre judía (inicialmente de abuelo para abajo). Los matrimonios ya existentes entre judíos y no judíos fueron anulados, y las parejas que no querían divorciarse podían ser encarceladas.
En los tiempos que siguieron, pocos alemanes protestaban cuando los judíos fueron obligados a vender sus casas y sus negocios a precios irrisorios. Tampoco alzaron la voz cuando familias judías comenzaron a desaparecer.
Y llegó La Noche de los Cristales Rotos. La gota que rebalsó el vaso.
Ernst Vom Rath era un diplomático alemán, secretario de la embajada alemana en París; Herschel Grynszpan, un estudiante judío polaco cuyos padres habían vivido en Alemania desde 1914. Dos días antes de la noche del 9 de noviembre de 1938, las hasta entonces separadas vidas de ambos convergieron, y las consecuencias de ese encuentro derivaron en el inicio de la Kristallnatch (“La noche de los Cristales Rotos”, en referencia a las vidrieras que se rompieron). A partir de esa noche, la violencia y los hechos sangrientos no harían más que aumentar durante los siete años siguientes.
En tan solo 24 horas murieron 91 judíos y otros 36 fueron gravemente heridos. Treinta mil judíos fueron arrestados y enviados a campos de concentración en Buchenwald, Dachau y Sachsenhausen, donde lo que les esperaba era espantoso: fueron golpeados con palos y látigos entre otras cosas, y algunos más murieron a causa de esas golpizas. Muchos de los judíos que no fueron deportados a dichos campos fueron acorralados en las sinagogas quemadas, donde fueron golpeados y obligados a recitar pasajes de Mein Kampf (Mi lucha).
Esta locura colectiva fue el comienzo de una locura más prolongada: se había establecido el marco previo para la atroz “solución final de la cuestión judía”, tal el nombre del repugnante plan de exterminio ideado por los nazis poco después.