La niñez de Lucio V. Mansilla

A principio del siglo XIX en nuestra primitiva Buenos Aires hubo curanderos y curalotodos al igual que en demás partes del mundo.

En ese entonces se popularizó una panacea que probablemente haya sido utilizada por más de uno de los prohombres y mujeres de la patria: el poco eufónico “Panquinagogo”.

Este producto invadió los hogares porteños hacia 1820, y a pesar de la tesis doctoral del Dr. Molina en 1831 destinada a desacreditarlo, el panquinagogo perseveró hasta bien entrada la década del 40.

Como todo producto que se precie en la mitología popular, fue fruto del genio de un sabio ignoto, “el inmortal Le Roy”, galeno francés -¡cómo podía ser de otra forma en esta ciudad francófila!-, que ya había logrado un sitio entre los benefactores de la humanidad, reconocidos sus esfuerzos con una ¡estatua de oro! en la lejana Habana (total, hasta que alguien constatase su ausencia podían pasar muchos años)

Además sus bondades eran exaltadas en libros, uno escrito por el mismísimo Le Roy y otro por un tal Mr. Renard (si un inglés le daba la razón a un francés, alguna verdad habría), que explicaban a lo largo de casi 400 páginas las múltiples -digamos casi infinitas- aplicaciones y mecanismos de acción de esta droga maravillosa. Estaba indicada desde las apoplejías hasta las enfermedades venéreas, desde los calambres hasta los tumores, pasando -y esta era su acción principal- por la emesis. El panquinagogo era un fuerte vomitivo (algo debieron sospechar nuestros lectores al escuchar este nombre tan poco elegante).

Cuenta Wilde (tío del Dr. Eduardo Wilde, médico y político) en Buenos Aires 70 años atrás, que Pedro -El Físico-, primer médico del puerto de Buenos Aires, tenía tan alta opinión sobre este producto que lo prescribía generosamente entre los marinos de todo el mundo que visitaban nuestro puerto. Circunstancia que no debe haber hecho muy agradable la permanencia de estos rudos hombres de mar en esta lejana y paupérrima ciudad.

Entre las víctimas que recuerdan al panquinagogo con estremecimiento, figura Lucio V. Mansilla, militar, escritor y hombre de mundo, sobrino preferido del omnipotente Don Juan Manuel de Rosas e hijo del defensor de la Vuelta de Obligado.

Lucio V. Mansilla nos cuenta, al referirse a su infancia, sus experiencias con este medicamento…

“…Esto del le Roy requiere un párrafo especial… Es­peculemos un mo­mento. No estaba en boga la medicina ex­pectante. Los flebóto­mos abundaban. San­grías, vomitivos y purgantes hasta que sane o reviente, pa­recía ser el aforisma…

Mi hermana Eduardita antes de los doce, y yo con un record aproximado al de ella, antes de los quince habíamos tomado cerca de ochocientos vomitivos y purgantes. Mi repulsión particularmente por la nauseabunda droga era tan grande, que fue menester que se hiciera una cuchara de plata, de forma especial, para hacerme ingurgitar, tapándome las narices, íntegra, no siempre, que me agitaba como un energúmeno, entre dos o tres sirvientes nervudos, la dosis reglamentaria de la prestigiosa porción”.

… “Le Roy (o Leroy, ha habido varios médicos de este nombre, no se cual de ellos inventó el especifico), teniendo una base de aguardiente, yo no pude sentir el cognac, oporto, jerez y mucho menos beberlos hasta los treinta y ocho años.”

El general Mansilla peleó valerosamente la guerra en los esteros paraguayos. Se enfrentó a los feroces ranqueles casi inerme y se batió en una docena de duelos burlando la muerte. Sin embargo, la sola idea de beber este elixir, lo hacía estremecerse hasta el espanto.

Lo notable de estas barbaridades es que ambos (Lucio y Eduarda) sobrevivieron hasta ser elegantes escritores, lo que el Dr. Le Roy omitió incluir entre los beneficios del fármaco. Para cuando aconteció esto, dentro de una de las familias mas adineradas del país, habían transcurridos muchos años desde la tesis desmitificatoria del Dr. Molina.

No hay límite para la credibilidad de las gentes que periódicamente depositan su confianza en charlatanes, sea en política, economía o medicina y que tarde o temprano los defraudarán, sin que el afectado se entere y hasta en algunos casos, le quede agradecido.

Por suerte, nuestro cuerpo es mucho más resistente de lo que suponemos y se sobrepone a los médicos y a sus remedios. No tan así a los economistas y políticos.

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Todo remedio trae su prospecto. En este caso, el panquinagogo, adjuntaba  un libro escrito por su mismísimo inventor, el Dr. Le Roy, que se  explaya a lo largo de 400 páginas sobre sus efectos terapéuticos -basta  ver sólo la primera hoja del índice, conste que recién va por la
Todo remedio trae su prospecto. En este caso, el panquinagogo, adjuntaba un libro escrito por su mismísimo inventor, el Dr. Le Roy, que se explaya a lo largo de 400 páginas sobre sus efectos terapéuticos -basta ver sólo la primera hoja del índice, conste que recién va por la “c”-.

 

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Extracto del libro Criaturas del Señor, de Omar López Mato.

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