El 17 de diciembre de 1906, tras la muerte de sus padres, Marcel Proust se instaló en el bulevar Haussmann, número 102, segundo piso. Cerró cortinas y persianas, se sometió a los tormentos de su asma y empezó a escribir una obra monumental. El primer tomo de En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann, se publicó en 1913. El propio autor tuvo que correr con los gastos de impresión, tras numerosos rechazos. Pero a principios de 1914 Proust recibió la carta, hoy perdida, de un influyente admirador, Jacques Rivière, secretario de redacción de la prestigiosísima Nouvelle Revue Française. Así comenzó un intercambio de correspondencia, transformado pronto en amistad, que duró hasta la muerte del escritor.
En su primera carta a Rivière, Proust hablaba ya de su emblemática madalena: «Ha visto usted el placer que me depara la sensación de la madalena mojada en el té».
Las cartas entre Proust y Rivière es solo una pequeña parte de la correspondencia producida por Marcel Proust, un grafómano que vivía encerrado con sus enfermedades y prefería comunicarse por escrito: Se calcula que el escritor envió unas 100.000 cartas a lo largo de su vida. En el diálogo entre Proust y Rivière, el primero va desvelando las claves de su obra, su perfeccionismo obsesivo y su prodigiosa capacidad de observación.
La correspondencia empieza en 1914 y acaba en 1922, con la muerte de Proust a los 51 años. Rivière no le sobrevivió mucho tiempo: murió en 1925, de tifus, a los 38 años.
En cuanto leyó el primer tomo de En busca del tiempo perdido, Rivière se entusiasmó. Convenció a los responsables de NRF para que rescataran la edición de Grasset pagada por Proust y se comprometieran a publicar el resto de su obra; el propio André Gide, responsable de haber rechazado el manuscrito en NRF, entonó un mea culpa: dijo que jamás podría perdonarse el error. Rivière, por tanto, fue descubridor, impulsor y patrocinador de una de las obras culminantes de la literatura del siglo XX.
«Si no tuviera creencias intelectuales, si simplemente buscara rememorar y solapar estos recuerdos con los días vividos, no me tomaría, enfermo como estoy, la molestia de escribir», le dice Proust a Rivière. «¿Se puede usted creer que ni siquiera pienso que la inteligencia sea lo primero en nosotros? (…) Yo antepongo el inconsciente, que aquélla está llamada a aclarar, pero que es lo que constituye la realidad, la originalidad de una obra», le dice Rivière, cada vez más fascinado por Sigmund Freud.
Hay cartas, bastantes, casi cómicas por el puntillismo maniático de Proust en cuanto a correcciones y cambios de última hora. El libro muestra que en los años de la Primera Guerra Mundial (en la que Rivière combate), mientras acomete su gran obra, Proust ha dejado de ser el joven pisaverde que hacía crónicas sociales y derrochaba ingenio en los salones; ahora, maduro, enfermo y consciente de que no llegará a viejo, tiene la convicción absoluta de estar escribiendo algo portentoso, algo que va a sobrevivirle. Y quiere que llegue a los lectores de forma perfecta. Tras una enésima corrección, Rivière, en una carta del 25 de octubre de 1922, se exaspera: «Acabo de pedir que paren la impresión, que estaba a punto de empezar. Pero, por el amor de Dios, dime lo antes posible cómo debe terminar el fragmento».
A Proust le quedaba menos de un mes de vida. El 25 de octubre, Proust, febril, le dice a Rivière que lo odia y ya no confía en él. «Tu carta me duele, no consigo ver en qué me he equivocado», responde Rivière. Días después, Rivière le envía a Proust su obra Aimée, con una dedicatoria. Responde (por carta) la sirvienta, Céleste Albaret: «El señor Marcel Proust no se da cuenta de nada, es por eso que todavía no sabe todavía que le mandó usted su libro». Es el último contacto. Proust falleció, de bronconeumonía, el 18 de noviembre de 1922.