Enrique VIII de Inglaterra aprovechó la regencia para promover el matrimonio de su hijo Eduardo con María, alimentando la esperanza de una unión entre Escocia e Inglaterra. El pacto, llamado Greenwich, se firmó cuando María solo tenía seis meses. Sin embargo, el tratado se rompió al poco tiempo por discrepancias religiosas. En ese entonces, los nobles escoceses no querían que su reina se casase con un anglicano.
A los seis años, María debió huir a Francia, donde fue educada en la Corte de Enrique II, que también buscaba una unión de Escocia pero con el país galo. A tal fin, María se casó en 1558 con el delfín, pero la unión duró poco: Francisco, el príncipe francés, murió de una infección cerebral en 1560. María volvió a Escocia nueve meses más tarde, apenas cumplidos los diecisiete años, para convertirse en la reina católica de un país protestante. A lo largo de esos años, se había creado un espíritu contrario a la presencia de la reina católica, a la que John Knox consideraba demasiado refinada y vana para conducir a la nación. Uno de los más fervientes opositores a María era el conde de Moray, su medio hermano y jefe de los nobles protestantes.
Esta joven reina, bella y de notable formación, fue reclamada por varias cortes europeas para trazar alianzas, especialmente por Isabel I de Inglaterra que promovía su casamiento con un noble inglés, a fin de anular las aspiraciones que María tenía sobre el trono de ese país. Con ese objetivo, Isabel promovió el matrimonio con el Conde de Leicester (un favorito de la reina de Inglaterra). La propuesta no prosperó por la resistencia que ofreció el mismo candidato (al parecer muy enamorado de la propia Isabel).
Al final, María unió su destino a su primo, Lord Darnley. Este vínculo de dos descendientes de la casa Estuardo fue considerado por Isabel como una amenaza a su corona. Como Darnley era católico, tampoco los protestantes veían con buenos ojos esta unión.
Con su actitud arrogante, Darnley no ayudó a la tranquilidad conyugal. Primero, asesinó a David Rizzio, el secretario de María, cuando ella estaba embarazada de quien sería el próximo rey de Inglaterra y Escocia, James VI. Este episodio y las aspiraciones a la corona de Darnley terminaron con el poco afecto conyugal. Pocos días después, Darnley murió violentamente y todos apuntaron al Conde de Bothwell como autor del asesinato. Si bien Bothwell pudo salir airoso de la acusación, decidió secuestrar a María para casarse con ella según el rito protestante.
Este matrimonio tempestuoso encendió los ánimos de los nobles escoceses que se sublevaron. Sin recursos, María debió abdicar en favor de su hijo, el conde Moray fue nombrado regente y Bothwell murió loco en Dinamarca.
Después de intentar levantar un ejército, María fue tomada prisionera por los ingleses y así permaneció por diecinueve años, mientras Isabel pensaba en el destino que habría de darle a la reina de Escocia que, según algunos de sus súbditos, era la verdadera heredera del trono de Inglaterra.
Para probar que María conspiraba contra Isabel, Moray mostró una serie de cartas comprometedoras de María a Bothwell. Según algunos historiadores, estas cartas eran apócrifas y solo pretendían señalar a María como conspiradora. Mientras se dilucidaba este tema, María fue trasladada a distintos palacios (Sheffield, Tutbury, Chatsworth House) durante estos largos diecinueve años. Al final de 1587, Isabel decidió condenar a su contrincante.
La ejecución tuvo lugar en el castillo de Fotheringhay. A media tarde, llegaron los representantes de la corona inglesa que comunicaron a la reina su aciago destino. Casi sin inmutarse, pidió tiempo para prepararse y arreglar sus asuntos mundanos. El conde de Shrewsbury fue contundente. “¡No señora, usted debe morir! Será mañana entre las siete y las ocho de la mañana. Esto no puede demorarse”.
La reina pasó las últimas horas de su vida escribiendo cartas de despedida a parientes y amigos. El patíbulo fue colocado en el centro de una gran sala. Ella hizo su entrada con gracia y majestuosidad. No había en su rostro ni atisbos de temor. Dirigiéndose al verdugo le dijo: “Sea tan amable de ayudarme a subir. Este es el último favor que habré de solicitarle”.
Pidió que su confesor estuviese presente, pero hasta eso le fue denegado. El conde de Kent le dio palabras de aliento porque la sabía víctima “de supersticiones de tiempos idos” y le ofreció buscar consuelo en la fe católica que había defendido. Cuando estaba por ejecutar la sentencia, el verdugo cayó de rodillas y le pidió perdón a la reina. Ella rápidamente se lo concedió a él y “a todos los responsables” de su muerte.
Después, se despidió de sus damas de compañía. A una de ellas, había decidido darle un crucifijo hecho de astillas de la “verdadera cruz”, pero no se lo permitieron. Se despidió con un beso de estas damas que la habían acompañado durante su cautiverio. Una rompió en llanto, pero la reina le suplicó silencio porque su misión era contemplar este suplicio y dar fe que la reina de Escocia había muerto como una buena cristiana.
Decidida a poner fin a este tormento, María subió al cadalso y se arrodilló. Muchos de los ingleses presentes rompieron a llorar, conscientes de la injusticia que se perpetraba. Su vida había comenzado desgraciadamente, y su ejecución no pudo ser peor, ya que el verdugo debió aplicar tres golpes de hacha para cercenar el cuello de la reina. Lo que convirtió a María Estuardo en una mártir, no fue el sufrimiento, sino la injusticia.
El verdugo levantó la cabeza de la reina y pronunció las palabras habituales: “Dios salve a la reina Isabel. ¡Que todos los enemigos del verdadero Evangelio mueran!” A continuación, arrancó la peluca que María lucía, y así mostró el cabello blanco, no por su edad –apenas pasaba los cuarenta años– sino por los desafortunados años que había vivido en la incertidumbre del cautiverio.
Al final, se cumplía el lema que había guiado toda su vida: “En mi fin, está mi principio”. Muerta Isabel sin descendencia, James, el hijo de María Estuardo, fue declarado rey de Escocia e Inglaterra…