De no haber sido por el fracaso empresarial de los Fader, al ceder el dique Nihuil, probablemente Fernando hubiese sido un pintor dominguero, un buen aficionado que regalaba sus obras a amistades. Este desastre lo llevó al ingeniero (que había estudiado en Francia y Alemania) a recurrir a la pintura para sostener a los suyos. Había tomado clases con Heinrich von Zügel en Alemania y estaba muy influenciado por el impresionismo alemán. Participó del grupo Nexus -de temática localista y técnica que vacilaba entre el impresionismo y el academicismo-.
La posibilidad de contagiar a sus seres queridos separó a Fader paulatinamente de su familia. Una sola persona atenuó su soledad, Laura Ochoa, una muchacha que oficiaba de enfermera-asistente y que con el tiempo se convirtió en su modelo, inspiradora y partícipe de muchas de sus pinturas.
Las sierras cordobesas le regalaron a Fernando Fader casi 20 años de vida. En los cuadros pintados en Ischilín, el cuerpo y los rasgos de Laura se repiten una y otra vez sentada sola entre los cerros, mirándonos fijamente cerca de un exuberante mantón (“La colcha” de 1921, es la única donde mira directamente al espectador) o luciendo la tenue luminosidad de su cuerpo desnudo.
Fueron casi 20 años de convivencia. Laura jamás se separó del artista, solícita, mansa y cordial, atenta a sus reclamos, y a esa tos seca que se empeñaba en dejar hilos de sangre sobre su pañuelo. Se la ve a Laura en las fotos ocupando un discreto segundo plano, es la periferia necesaria para que las figuras centrales subsistan. Sus rasgos duros de criolla se atenúan con el pincel del artista que le da aires europeos y una mirada franca, sin sonrisa, sin enigma.
Laura estuvo en el momento que Fader murió y cuando a ella le tocó su turno de presentarse ante el Creador, fue enterrada al lado del pintor, con el que había pasado su vida en el pequeño cementerio de Ischilín.
Extracto del libro Desnudo de Mujer de Omar López Mato (Olmo Ediciones),