El 26 de julio de 1854 cumplió su última misión oficial, cuando fue comisionado para recibir en el puerto de Buenos Aires los restos del general Carlos María de Alvear, fallecido como ministro plenipotenciario en Washington durante el gobierno de Rosas. Con Alvear habían peleado juntos contra el Imperio, hubo diferencias entre ambos, pero treinta años más tarde, Paz se dispuso a recibir los restos de su jefe.
El general José María Paz murió en Buenos Aires, el 22 de octubre de 1854. Su cuerpo fue embalsamado, según las costumbres de la época, y colocado en un ataúd de plomo, pino y caoba que se depositó en el sepulcro familiar.
Su muerte causó consternación general en el pueblo, que acompañó sus despojos al Cementerio del Norte. En la ocasión Bartolomé Mitre (que había servido a sus órdenes en el Sitio de Buenos Aires) pronunció una memorable oración fúnebre, en la que recordó sus virtudes y méritos. “Él no pidió a su Patria sino un lugar entre los combatientes de la buena causa; él no pidió al poder sino los medios de servir a la Patria; él no pidió a las armas sino la fuerza para hacer triunfar los principios de su credo político; él no pidió al corazón de los demás sino la firmeza para preservar en la religión austera del saber”.
Otro orador que ensalzó las gloriosas hazañas de Paz, fue Melchor Pacheco y Obes, quien lo hizo en nombre del gobierno oriental.
El 20 de septiembre de 1913 se dictó la ley 9140, promulgada por el Poder Ejecutivo el 5 de octubre de igual año, por la que se disponía la suma de 50.000 pesos para la erección en el Cementerio de la Recoleta y en el terreno donado a tal efecto por la Municipalidad, de un mausoleo para contener los restos del ilustre general. Esta obra fue encomendada al escultor Rovati.
La Comisión Nacional de Homenaje presidida por el teniente general Pablo Riccheri encargó la ejecución de la maqueta del monumento, y el traslado de los restos se efectuó el 10 de octubre de 1928. Se procedió a exhumar los despojos del glorioso guerrero, del ataúd donde habían sido colocados cuando falleció, para ser acomodados en el féretro de bronce adquirido por la Comisión.
Abierto el cajón que los contenía, se encontró “el cuerpo del general Paz en perfectas condiciones de conservación -dice el acta levantada por el Escribano General de Gobierno- vestido con traje y gorra de gala, con el brazo derecho (aquel que no podía mover y que le había ganado el nombre de “Manco”) descansando sobre el abdomen”.
Efectuado el cambio de féretro, fue trasladado el cuerpo del general al Arco de Triunfo de la Recoleta, donde se lo depositó sobre el túmulo construido en el centro del mismo.
El presidente Marcelo T. de Alvear concurrió con todos sus ministros y demás altas autoridades, pronunciando solemnes discursos: el ministro de Guerra, general Agustín P. Justo, el ingeniero Horacio Casco, el general uruguayo Guillermo Ruprecht, el diputado Carlos J. Rodríguez. Cerró la serie el presidente con una brillante y bien inspirada improvisación.
Manuel Gálvez dijo de Paz: “No es un caudillo ni un militar, por instinto, este cordobés, sino un jefe de escuela, un matemático, un hombre para quien el campo de batalla es un tablero de ajedrez. Austero, silencioso, grave, impone también por su físico, rostro afeitado de emperador romano, mirada profunda y lenta, labios finos, figura erguida y altiva, y hasta por su manquera del brazo derecho”.
La tradición nacional -ha dicho Joaquín V. González- tiene en el general Paz una de sus glorias más puras. En su figura histórica resplandece el pensamiento y reverbera una aureola de virtudes diáfanas. ¡Quiera su sombra inspirar el ejemplo de su vida a las generaciones del provenir!
Sus Memorias Póstumas… se editaron en Buenos Aires, al año siguiente de su muerte, en cuatro volúmenes, provocando resentimientos y polémicas. El general Araoz de La Madrid se apresuró a oponer sus Observaciones sobre las Memorias Póstumas, el mismo año de su aparición, y en la rectificación o defensa llegó hasta usar expresiones de injuria personal.
Otro militar, Lorenzo Lugones, aportó en las páginas de sus Recuerdos históricos sobre las campañas del Ejército Auxiliador del Perú, en la Guerra de la Independencia (2da. Edición 1888), también una rectificación y crítica. También el general Tomás de Iriarte publicó en esa fecha, su Ataque, defensa y juicio sumario de las memorias del general Paz. La segunda edición, en tres volúmenes, se hizo en La Plata, en 1892, y le siguieron numerosas reediciones.
A pesar del tiempo transcurrido, guardan actualidad las palabras de Vicente F. López, cuando dijo que: “La obra del general Paz, no solo es lo mejor y más completo que se ha escrito sobre el período de la guerra social de 1829 a 1848, sino un libro de tan indispensable estudio, que los profesores y maestros de historia nacional no deben dejarlo de la mano”.
También existe una copiosa correspondencia de valor histórico que permanece inédita en el Archivo General de la Nación, adquirida en agosto de 1828, de 19 legajos, junto con sus Diarios de Marcha (1823-28); y sus Memorias Póstumas a partir del segundo tomo; en el Archivo Lamas y en el Ministerio de Guerra y de Marina, de Montevideo, y en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Río de Janeiro.
Su cuerpo y el de su sobrina, y esposa Margarita Weil, fue trasladado a su ciudad natal, Córdoba y descansan en el atrio de la Catedral. La bóveda que ocupara en la Recoleta fue ocupada por el general Lonardi, trasladado del Panteón Militar de la Chacarita.
Paz fue un hombre recordado por su coraje e inteligencia que le permitió sobrellevar la adversidad con hidalguía y los éxitos con humildad. Un hombre íntegro, que combatió por sus ideales, ganándose el respeto de sus adversarios.
Solo nos queda una pregunta contrafáctica que nunca tendrá respuesta: ¿Qué hubiese sido de la Argentina si su caballo con hubiese caído boleado por los soldados de Estanislao López? ¿Podremos imaginarnos un país sin derramamiento de sangre entre hermanos, construido sobre la inteligencia y habilidad del