A quién hoy llamamos Santa Claus o Papá Noel, y de muchas otras formas, nació en Patara, un pueblo a orillas del Río Xanthos, en la costa del Mediterráneo turco, lejos de la nieve y los abetos que hoy lo rodean en la iconografía navideña. San Nicolás nació 280 años después de Cristo. Al igual que Juan Bautista, el primo de Jesús, Nicolás era fruto de un matrimonio maduro, que hasta el momento no había sido bendecido con la paternidad. El nombre elegido no era azaroso, en griego Nicolás quiere decir “victoria del pueblo”, en honor a uno de sus tíos que era sacerdote. Su familia había abrazado al cristianismo y Nicolás siguió la prédica de un carpintero de Galilea que difundió un mensaje de amor y paz a costa de su propia vida. Nicolás creció en los preceptos de la caridad cristiana. Una plaga asoló Patara y los padres de Nicolás fueron víctimas de la peste. Solo en el mundo, pasó a vivir con su tío en el monasterio, donde al poco tiempo tomó los hábitos.
Su primer milagro fue aportar la dote de tres jóvenes casamenteras cuyo padre había caído en la miseria. Lo hizo de noche, para que nadie lo viera. La tradición no se pone de acuerdo si dejó las monedas en los zapatos o en una media, o si entró por una chimenea, pero gracias a esta generosa y anónima asistencia logró que las niñas se casaran. Dispuesto a conocer Tierra Santa, se embarcó hasta Cesárea, y de allí se unió a una caravana hasta Jerusalén, donde siguió los pasos de Cristo a pesar de que la antigua ciudad había sido destruida casi por completo por los romanos. Después de un accidentado viaje, Nicolás volvió a Patara, donde se dedicó a ejercer su ministerio, ganando a lo largo de los años fama de santo. Su vida se convirtió en un ejemplo, y la gente venía de tierras lejanas para conocerlo. Su prestigio lo llevó a ser elegido Obispo de Myra.
No eran buenos tiempos para ser cristiano, porque el emperador Diocleciano comenzó una enérgica persecución de los seguidores de Jesús por conspirar contra el gobierno de Roma. Por tal razón, en el A.D. 303, las iglesias fueron destruidas y los servicios religiosos prohibidos. Muchos cristianos fueron ejecutados por no abdicar de su fe. A ellos los llamaron Mártires, que quiere decir “testigo” en griego. Nicolás no tardó en convertirse en uno de ellos, rehusando abandonar sus creencias, a pesar de los castigos. El Obispo esperaba la pena capital cuando Diocleciano murió y fue reemplazado por Galerius, quien suspendió la represión. Los tiempos de persecución llegaron a su fin con la victoria de Constantino, quien garantizaba en el imperio la libertad de credo, a través del edicto de Milán. Sin embargo, los años de persecución habían dejado marcas en la sociedad. Hubo violencia contra los perseguidores, y persecución a aquellos que habían abandonado su fe. Nicolás trataba de calmar los ánimos exaltados; tenía siempre presente las palabras de San Juan, “Amaos los unos a los otros”.
Las distintas interpretaciones de los textos sagrados obligaron al emperador Constantino a convocar un concilio en Nicea para resolver la propuesta arrianista, quien sostenía que Jesús no era tan divino como Dios Padre. Como Constantino contaba con el cristianismo para unificar el imperio, sabía que una esquisis como esta pondría su proyecto en peligro. Cuando en Nicea escuchó la propuesta arrianista, Nicolás se acercó al estrado y abofeteó al expositor de la herejía. A pesar de que San Nicolás fue encerrado para evitar otra manifestación violenta, Arrio fue condenado, y desde entonces prima el concepto de la Santísima Trinidad. San Nicolás vivió el resto de sus días en Myra, donde se dedicó a tareas piadosas. La tradición dice que murió el 6 de diciembre, consagrado como día de su santo. Los testimonios de sus milagros se multiplican, y su tumba se convirtió en lugar de peregrinación, más cuando afirmaban que un óleo aromático brotaba del sepulcro y curaba a los enfermos. En el año 800 los vikingos invadieron Europa, y en sus correrías un grupo de ellos, llamados Rus, se establecieron cerca de Kiev. Hasta allí llegó la fama de San Nicolás. El príncipe Vladimir se convirtió al catolicismo, y se casó con la hermana del Emperador bizantino.
Del otro lado de Europa otro grupo de vikingos tomaron la ciudad de Bari en Italia. Los mercaderes de Bari envidiosos del prestigio de Venecia y su protector, San Marcos, buscaron repetir la historia, pero ¿cuál debía ser el santo? En esos días la ciudad de Myra había caído bajo el dominio musulmán, y los mercaderes de Bari no tuvieron mejor idea que rescatar a San Nicolás. En la primavera de 1087, tres barcos mercantes atracaron en el puerto de Myra y 47 hombres se dirigieron directamente al enterratorio de San Nicolás y secuestraron sus huesos para llevarlo a Bari, para convertirlo en Santo patrón de la ciudad. Alrededor de su tumba se construyó una hermosa basílica. Sin embargo, en el 2017 varios arqueólogos turcos encontraron en Myra una tumba intacta que bien podría ser la de San Nicolás. ¿Podría ser que los secuestradores se hubiesen equivocado de sacerdote? De todas formas, los milagros curadores continuaron en Bari, y con los milagros empezaron las sustracciones de su anatomía. Las reliquias eran muy apreciadas en la Edad Media, y distintos Reyes y aristócratas se llevaban los huesos del ¿supuesto? San Nicolás. Carlos IV del Sacro Santo Imperio, Enrique IV de Inglaterra, y la misma Santa Juana de Arco visitaron la basílica del Santo. Mientras tanto su culto se diseminó por el mundo. Los vikingos levantaron una catedral en Groenlandia en su honor, al igual que Colón construyó un puerto al norte de Haití bajo el mismo nombre. Hacia el 1500, casi 2.500 iglesias y capillas alrededor del mundo honraban al Santo, cuyo nombre cambiaba de lugar en lugar. En Italia era Nicolo, Klaus en Alemania, Klass en Holanda y Kolya en Rusia, donde también era el patrono del país. No solo de Rusia era el patrono, sino de los banqueros, los carniceros, los cerveceros, los curtidores, los marineros, los tejedores, y los fabricantes de velas, también lo tomaron al Santo para sus invocaciones, al igual que las jóvenes casamenteras, en recuerdo de aquellas que había permitido contraer enlace aportando la dote. En el Renacimiento, el prestigio del Santo se extendió a los niños y la generosidad que había demostrado en vida. Hasta Santo Tomás de Aquino lo ponía de ejemplo de desprendimiento en su Summa Teológica. Sin que se pueda precisar cuándo, la gente comenzó a intercambiar regalos el día del Santo. Según algunas versiones, habría sido un grupo de monjas francesas que impuso la moda, incluida la exposición de zapatos y medias para depositar los obsequios. La figura de San Nicolás se expandió por el mundo cristiano hasta que apareció Martín Lutero señalando la innecesaria intermediación de los Santos entre los humanos y Dios. Esta moción iconoclasta llevó a la destrucción de las imágenes de Santos, incluida la de San Nicolás.
Los protestantes terminaron con las velas que se encendían en su honor, y hasta la costumbre de distribuir regalos que se hacían los 6 de diciembre, aunque las costumbres cambiaban en cada lugar. Los niños holandeses creían que un obispo español (los Países Bajos eran parte del Imperio) venía una vez al año para llevar regalos a aquellos que se habían portado bien. Antes de ir a dormir la noche de San Nicolás, dejaban sus zapatos a la espera que el asistente de Sinterklass (así le decían a San Nicolás) llamado Pedro Negro (por los moros que vivían en España) dejara un presente. En Francia, Papá Noel reemplazó a San Nicolás, y su asistente era llamado Père Fouettard, quien no solo llevaba regalos a los niños buenos, sino castigaba a los malos. Los escandinavos, por su parte, convirtieron a los gnomos en los asistentes de Sinterklass en la dura campaña de premiar a los buenos con regalos. Todos estos personajes eran una variación de la costumbre romana que coincidía con la tradición de entregar regalos en el mes de diciembre a los niños en honor al dios Saturno. Así es como aparecen éstos híbridos religiosos, como el Befana en Italia, o el Tío de Nadal en la zona de Aragón, conocido como Cagateo en la zona de Cataluña, porque “defecaba” sus regalos en vísperas de Navidad.
En Alemania esperaban al Weihnachtsmann, un anciano que caminaba por los campos nevados llevando un abeto a cuestas. En Austria y Suiza apareció, a instancia de los protestantes, el Niño Dios o Christkindl, para mostrar que los regalos venían directamente del Creador, sin la necesidad de un Santo intermediario. Los inmigrantes europeos llevaron esta costumbre a América y fueron fusionando la Navidad con los regalos de San Nicolás. Los holandeses al fundar una ciudad a orillas del Río Hudson, llevaron entre sus tradiciones a Sinterklaas. Hacia comienzo del siglo XIX estas historias laxamente unidas fueron consolidándose gracias a la literatura. En 1809, Washington Irving, escribió una historia de Nueva York donde el tal Sinterklaas se convierte en Santa Klaus, a instancia, John Pintard, un importante comerciante y político promotor de la independencia americana.
El poeta Clement Clarke Moore, en 1823, dio cuerpo al personaje como un abuelo gordo de larga barba, quien repartía regalos a los niños desde un trineo tirado por ocho renos (las tradiciones posteriores se harán responsables de ponerle nombre a cada uno de ellos). Su versión navideña fue publicada el 25 de diciembre de 1823 (aunque por años permaneció anónimo, porque este importante académico no quería que lo asociaran con tal trivialidad). En 1863 un dibujante de origen alemán llamado Thomas Nast, dibujó a Santa Claus para el Harper’s Weekly, vistiéndolo como los antiguos obispos. A partir de los anuncios de una campaña llamada Lomen Company, se determinó que Santa Claus procedía del polo Norte. L. Frank Baun en 1902 refuerza la historia del buen señor que reparte regalos en vísperas de Navidad, a través de una serie de libros infantiles.
Sin embargo, la figura de nuestro Santa Klaus de barba blanca y traje rojo con una bolsa llena de juguetes pertenece a Thomas Nast, cuya versión fue tomada por una importante empresa de gaseosas, que la difundió desde 1930, con ciertas variaciones introducidas por el artista suecoamericano Haddon Sundblom. Esta promoción logró una versión universal que en algunos países subsiste mezclada con otras versiones navideñas, todas ellas destinadas a promover el consumo, aunque como dijo Francis Church, un editor norteamericano siguiendo la mejor tradición de Saint-Exupéry en El Principito: “Que nadie haya visto a Santa Claus no quiere decir que no exista”. Feliz Navidad.