El Síndrome de Proteus es la anárquica proliferación de células óseas que conforman tumores en cualquier parte del cuerpo. Estas lesiones dan un aspecto impresionante a estos individuos que vulgarmente lo asocian con un paquidermo por las lesiones que protruían de su cuerpo.
De allí el nombre por el que Joseph Carey Merrick fue conocido como “El hombre elefante”, nombre de la película de David Lynch, que rescató del olvido a este joven.
Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester el 5 de agosto de 1862. A la edad de cinco años le apareció una serie de extraños tumores que poco a poco fueron deformando su cuerpo.
Merrick contaba que su madre había sido atropellada por un elefante durante su embarazo, aunque no existen registros de tal accidente en Inglaterra, donde los elefantes son, como todos sabemos, inusuales. Pero esta era la explicación mágica que justificaba estas variaciones de la naturaleza. El mito es mejor que la ciencia.
Hasta los doce años Joseph pudo ir a la escuela, pero después de la muerte de su madre que adoraba, no recibió más educación. Poco después su padre volvió a casarse, y los inconvenientes que surgieron con su madrastra lo empujaron a fugarse.
Trabajó desde los trece años en una tabaquería, hasta que la deformación de su mano derecha le impidió seguir liando cigarros. Fue entonces cuando a Merrick se le ocurrió exhibirse; así fue que conoció a Sam Torr, un empresario circense, que inmediatamente vio en Joseph un gran negocio.
A diferencia de lo que suele creerse, Joseph Merrick estaba muy feliz con su trabajo y por el cariño que todos le profesaban. “Ahora estoy cómodo con lo que antes era incómodo para mí”, afirmaba. Durante su presentación, Sam Torr no se cansaba de repetir el desafortunado encuentro de su progenitora con un paquidermo para justificar el monstruoso aspecto de Merrick. “El Hombre Elefante no está acá para asustarnos, sino para iluminarnos”, pregonaba durante el espectáculo. Fue entonces que el Dr. Frederick Treves lo conoció y documentó su caso para ser exhibido frente a la Sociedad de Patología.
Como Joseph no habló, Treves supuso que el joven era hipolúcido, “una versión pervertida de la especie”.
Dos años más tarde, junto al empresario Tom Norman, cruzaron el canal para probar fortuna en Bélgica. Pero su exhibición fue prohibida por las autoridades justamente para evitar que, a través de las impresiones maternas, se produjera semejante monstruosidad en los hijos de las espectadoras.
Librado a su suerte, Merrick apareció días más tarde en la estación de Liverpool en un estado de completa enajenación. Ni sabía cómo había llegado allí. Lo único que encontraron entre sus ropas fue la tarjeta del Dr. Treves.
El doctor lo reconoció y lo hospedó en el Hospital de Whitechapel. Mientras lo trataba, Treves profundizó su relación con Merrick, descubriendo tras el monstruo a un hombre inteligente y de profunda sensibilidad, un amante de la lectura, un apasionado del arte.
Conmovido, el doctor contó la historia de su protegido en el Times, con la idea de permitir que se cumpliese el deseo de Merrick: ser alojado en un instituto para ciegos, para que de esta forma nadie pudiese verlo. Así creía que podría vivir en paz.
La historia conmovió a la opinión pública y esa ayuda económica le permitió, al poco tiempo, disponer de una casa en las cercanías del hospital. Su deseo se había hecho realidad: No debía exhibirse y podía leer las novelas románticas que tanto le gustaban. ¿Qué más podía pedirle a la vida? El espíritu humano nace insatisfecho por naturaleza, y pese a su inesperado buen pasar. Merick no lograba la felicidad por el rechazo del que era objeto, especialmente por parte de las mujeres.
Entonces fue que el doctor Treves preparó una entrevista con una hermosa viuda para que ésta sólo tomase de la mano a Merrick. Así ocurrió y Merrick, sosteniendo la diestra de su benefactora lloró de alegría. Este episodio se dio a conocer y entonces damas, actrices y hasta la Princesa Real pasaban horas y horas sentadas junto a Merrick departiendo de la mano. La Princesa fue varias veces a visitarlo y le dejó una foto autografiada por la misma Reina Victoria, que Merrick guardó como un preciado tesoro.