Jean de La Fontaine era hijo de un consejero de Rey, encargado de guardar los bosques y cotos reales, cargo que heredó y que aumentó comprando otros títulos, ya que entonces las elecciones de cargo, tanto en Francia con en España, se cedían gracias a las generosas ofertas de estos pretendientes. Las rentas obtenidas, le permitieron a La Fontaine mantener un cómodo ritmo de vida. A nuestros ojos del siglo XXI, no parece esta una actitud muy ética, pero eran los usos y costumbres de la época y nadie se desgarraba las vestiduras por esta forma de asegurarse un buen pasar.
Al principio de su carrera, La Fontaine contó con el apoyo del ministro de finanzas de Francia, Nicolas Fouquet, pero al caer éste en desgracia por la ostentación de sus bienes ante el Rey (circunstancia que dejó al descubierto la fortuna acumulada en el ejercicio de su cargo), fue destituido y de La Fontaine debió buscar otro protector.
La Fontaine mantuvo fluidos contactos con los jansenistas, quienes seguramente influenciaron en el ánimo moralizante de sus escritos.
Fue sin dudas, uno de los escritores más fecundos de sus tiempos, y junto a Jean Racine y Nicolas Bolieau formó el núcleo del partido tradicionalista. El éxito de sus fábulas (no así de sus obras teatrales) le ganó un lugar en la Academia Francesa.
Sus fábulas eran resemantizaciones de los textos de Esopo y Fedro, redactados en versos con un lenguaje simple y de fácil entendimiento. En sus textos ataca la vanidad, la envidia y la maldad. Como a los animales no pueden recriminarles tales defectos, éstos se convirtieron en los interlocutores de sus fábulas, que alternan entre lo lírico, y lo fantástico con conclusiones edificantes.