Jean de La Fontaine era hijo de un consejero de Rey, encargado de guardar los bosques y cotos reales, cargo que heredó y que aumentó comprando otros títulos, ya que entonces las elecciones de cargo, tanto en Francia con en España, se cedían gracias a las generosas ofertas de estos pretendientes. Las rentas obtenidas, le permitieron a La Fontaine mantener un cómodo ritmo de vida. A nuestros ojos del siglo XXI, no parece esta una actitud muy ética, pero eran los usos y costumbres de la época y nadie se desgarraba las vestiduras por esta forma de asegurarse un buen pasar.
Al principio de su carrera, La Fontaine contó con el apoyo del ministro de finanzas de Francia, Nicolas Fouquet, pero al caer éste en desgracia por la ostentación de sus bienes ante el Rey (circunstancia que dejó al descubierto la fortuna acumulada en el ejercicio de su cargo), fue destituido y de La Fontaine debió buscar otro protector.
La Fontaine mantuvo fluidos contactos con los jansenistas, quienes seguramente influenciaron en el ánimo moralizante de sus escritos.
Fue sin dudas, uno de los escritores más fecundos de sus tiempos, y junto a Jean Racine y Nicolas Bolieau formó el núcleo del partido tradicionalista. El éxito de sus fábulas (no así de sus obras teatrales) le ganó un lugar en la Academia Francesa.
Sus fábulas eran resemantizaciones de los textos de Esopo y Fedro, redactados en versos con un lenguaje simple y de fácil entendimiento. En sus textos ataca la vanidad, la envidia y la maldad. Como a los animales no pueden recriminarles tales defectos, éstos se convirtieron en los interlocutores de sus fábulas, que alternan entre lo lírico, y lo fantástico con conclusiones edificantes.
Cuando murió el 13 de abril de 1695, a pesar de sus esfuerzos didácticos, los restos mortales de La Fontaine fueron víctimas de los mismos celos, envidias, e ignorancia a los que se refiere en sus textos.
Por años, La Fontaine cayó en el olvido, pero cuando los tiempos revolucionarios rehabilitaron su figura, se pidió exhumar al cadáver del escritor para su pública veneración.
Mientras buscaban los restos de Moliere para ser trasladado al Cementerio de Père Lachaise, se llevaron del cementerio de San José otro cadáver, de allí en más llamado Jean de La Fontaine, aunque éste había sido enterrado (y extraviado) en el cementerio de los Inocentes. El traslado no fue inmediato: por años permanecieron en la cripta de la Iglesia des Capucines y después, por dieciocho años más, en la Escuela de Bellas Artes. Después de esta larga espera los restos de los titulados Moliere y La Fontaine, fueron trasladados a Père-Lachaise.
En vida, La Fontaine había expresado su deseo de ser enterrado junto a su admirado Moliere, cosa que se hizo con doscientos años de diferencia y con dos cadáveres que nadie puede afirmar a ciencia cierta que pertenecieran a estos dos personajes. Esta confusión, seguramente, hubiera inspirado en La Fontaine una fábula moralizante sobre las vanidades e idioteces de sus congéneres, que a pesar de su literatura, no logró cambiar y pensamos que permanecerán con pocas modificaciones, de aquí en más.