¿Cuántas cosas hay mejor en la vida que sentarse a tomar una cervecita bien fría, una cálida tarde de verano? ¿O tomar un champagne a la luz de la luna mirando el mar, o compartir un tinto con un buen costillar en un asado con amigos? Ahora ¿qué pasaría, si un buen día, el gobierno decide que la cerveza, el champagne y el tintillo son las llaves de la perdición, el camino al infierno, y ese día prohíbe que usted pueda comprar cualquier bebida que tenga algo de alcohol, privándolo de su cerveza y sus brindis? Suena ilógico, un atentado a nuestra privacidad, un acto autoritario. Sin embargo esto pasó en Estados Unidos, el país de las oportunidades, la cuna de la democracia y la libre empresa… la gente salió a la calle con carteles que decían: ¡We want beer! (¡Queremos cerveza!) Pero no hubo caso, y por diez años se mantuvo la llamada Ley Seca. Esta disposición creó una distorsión de los valores dentro de la sociedad americana, súbitamente las costumbres fueron vicios y las distracciones infringían la ley. Este episodio es de utilidad para entender lo que sucede cuando el Estado se mete en nuestra vida privada y pretende, por decreto, manejar nuestra existencia diciendo que es bueno y que es malo, que está permitido y que es ilegal.
Desde ya que en la extensa complejidad los seres humanos, hay algunos individuos que no creen que la evasión sea algo enaltecedor y ven en sus distintas formas, posibles caminos a la degradación y a la perdición. Los sostenedores de estas causas suelen tener ideas mesiánicas; ellos marcarán los destinos de sus congéneres, apartándolos de la senda del mal. Estos individuos suelen sostener más de una causa, y sus inclinaciones vienen en paquetes. En el caso que nos atañe el nacionalismo, la eugenesia y la abstinencia iban de la mano, porque esta campaña promoviendo la no ingesta de alcohol nace durante la Primera Guerra Mundial, cuando Alemania era el enemigo y los alemanes los dueños de las mayores destilerías y cervecerías de EE.UU. El Sr. Kelloggs, el creador de los Corn flakes, fanático abstencionista y eugenista, lo puso en pocas palabras: “Peleamos con tres enemigos: Alemania, Austria y la bebida”. Eran los tiempos en que el ejército americano había aplicado el Test de Binnet para medir el coeficiente intelectual de los combatientes. La lógica era irrebatible: poner al mando de las tropas a los hombres más inteligentes. El resultado confirmó la impresión de la clase dirigente: la edad mental de los soldados americanos era menor a los 13 años. El hecho de estar habitado el país por “niños” le daba a la dirigencia la autoridad para conducirlos paternalmente, y ese poder le concedía la posibilidad de meterse en las vidas privadas de los individuos… A los niños no se les da a beber alcohol, y menos si éste lo produce el enemigo de la nación. No hace al tema que acá tratamos, pero digamos que el test de Binnet está hecho para medir las dificultades de aprendizaje en los niños y no la inteligencia de los individuos, como suele creerse (hubo varias modificaciones ulteriores). La simplificación de estos datos y su posterior manipulación fue una excusa perfecta para conducir a los morrons, (la nueva denominación de estos adultos/niños). Ya les decían como debían vivir y por qué razones debían morir, y con quien reproducirse para hacer una “raza” mejor. Al final también les dijeron qué debían beber. El 16 de enero de 1919 el Estado de Nebraska votó la décimo octava enmienda, siendo el trigésimo sexto Estado en adherir a la misma, de tal forma el gobierno adquiría la mayoría necesaria para elevar a esta ley al status nacional. A esta nueva norma se le agregó un acta, de aquí en más conocida como Volstead, por el senador de Minnesota que presidió la reunión en la que fue votada. Los desinformados le achacaban al tal Volstead la culpa de la Prohibición, aunque no haya sido él quien promovió esta medida. El verdadero cerebro tras esta ley, era Wayne Wheeler (1869 – 1927) abogado oriundo de Ohio, que de niño había sufrido un accidente menor ocasionado por un operario borracho que trabajaba en la granja de su familia. Desde joven participó en las actividades del Anti Saloon League, popularmente conocido como Dry Boss (Jefe seco). En un país de profunda raíz puritana los que promovían la Ley Seca adquirieron un notable poder, que logró imponer sus propuestas a dos presidentes y a docenas de senadores. Estos, aunque no siempre adherían al fanatismo de Wheeler, tenían miedo de exponer abiertamente su oposición.
Lograda la imposición de la ley para evitar que adictos a la bebida utilizaran el alcohol etílico que se destinaba a uso industrial, Wheeler promovió que a toda concentración mayor al 0,5 % de etanol se le agregase estricnina y otros tóxicos. Esta disposición ocasionó la muerte de varias decenas de miles de americanos (algunos investigadores hablan de 50.000 víctimas que satisficieron sus ansias etílicas con alcohol envenenado). Con tanta plata en juego, no era extraño que hubiese corrupción en gran escala. Solamente en la ciudad de New York llegó a estimarse en 150 millones de dólares al año la suma que pasó a agentes federales por la proliferación de negocios ilícitos de venta de alcohol. Estos eran conocidos como “Speakeasy” por la forma en que el whisky soltaba la lengua de los parroquianos. Pero todos sabemos que hecha la ley hecha la trampa, una vieja consigna de la humanidad…
Como ya dijimos y todos sabemos: hecha la ley, hecha la trampa, pero es bueno reconocer que el axioma no es exclusivo del acervo cultural argentino. En EE.UU. se dispuso que los médicos podían decidir si sus pacientes podían beneficiarse con la ingesta de whisky. Presionados, los galenos recetaron generosamente esta espirituosa bebida terapéutica a cambio de unos dólares. Según estimaciones de la época, esta práctica dejó unos 40 millones de dólares de ganancia anual a los esforzados profesionales del arte de curar. Tales eran los “beneficios” que los médicos encontraban a la ingesta de alcohol, que el gobierno americano debió autorizar la destilación de 3 millones de galones de “whisky medicinal”. Los grupos religiosos también tuvieron sus excepciones espirituosas y estas crecieron extraordinariamente durante la Prohibición, ya que las tierras destinadas a la producción de vino sacramental ascendieron de 100.000 acres a 700.000, en espacio de un lustro. Los productores de uvas hicieron un pingüe negocio fabricando concentrados de ese fruto que vendían con una advertencia: “Cuidado, este contenido puede fermentar y convertirse en vino en 60 días”. De esta forma disponían de 60 días para circular sin que se convirtiese en un producto prohibido. No todos se beneficiaron… La prohibición generó un quiebre sistematizado de restaurants y bares que ya no podían ofrecer una buena cena regada con bebidas espirituosas. Lugares famosos como Delmonico, debieron cerrar después de cien años de existencia en 1923. La diversión se trasladó a los lugares de venta clandestina que proliferaron como hongos, amenizando las noches con excelentes bandas de Jazz. Duke Ellington y Count Basie tocaban en estos Speakeasy, servido por mozos negros, un lugar donde solo podían ingresar blancos dispuestos a gastar buena plata por un trago de whisky o ron.
Sin embargo y a pesar de las dificultades para obtener bebidas espirituosas y su precio exorbitado, nunca hubo tantas afecciones ligadas a la ingesta de alcohol. Las hepatopatías, la cirrosis, las neuropatías y los trastornos psiquiátricos ligados al etilismo tuvieron una incidencia record en los años de la Prohibición, con una franca disminución después de ser levantada la decimoctava enmienda. Las prohibiciones parecen ejercer una fascinación perniciosa sobre los individuos y a los gobiernos les encanta poner normas, decretos y ordenanzas para disponer de la vida de sus habitantes como si las autoridades fuesen luminarias dueñas de toda la verdad, aunque no todas las soluciones que proponen tengan éxito, más cuando atentan contra la libertad de los individuos.