En los comienzos del cristianismo, Jesús era considerado como la única manifestación humana del a su vez único Dios del universo. Sin embargo, en los primeros siglos de cristianismo, esta no era una idea tan fácil de aceptar. El evangelio de Juan era centro de un debate sobre la divinidad de Jesús, que dicho evangelio defendía (para el mismo, Jesús era el Logos, no como “Verbo”, sino como “Razón” y “Lógica”).
Marción, un erudito de Asia Menor, hijo del obispo de Sinope y nacido en la primera generación no judía educada en la recién formada fe cristiana, estaba de acuerdo con la tesis del evangelio de Juan acerca de que Jesús era el Logos y por lo tanto Dios; a su vez reconocía a Yahvé, el Dios de la Biblia hebrea, como creador del universo. Pero ambos dioses le parecían diferentes. ¿Qué clase de Dios –se preguntaba– crearía un mundo tan desgraciado, un mundo de destrucción, enemistad y odio? La única respuesta lógica para Marción era que debía haber dos dioses: el Dios creador y cruel de la Biblia hebrea conocido como Yahvé y el Dios amoroso y misericordioso, el Logos, revelado al mundo como Jesucristo.
Los gnósticos, por su parte, compartían ese pensamiento, aunque sostenían que la creación de un mundo tan imperfecto no debía adjudicársele a Yahvé sino a un Demiurgo, un dios menor, un “hacedor”. Al defender esta teoría, estos cristianos de alguna manera lograban liberar al cristianismo de sus raíces judías y establecerlo como una religión completamente nueva, con un nuevo Dios.
Marción fue a Roma a compartir su tesis con la comunidad cristiana más numerosa de la época (siglo II), y después de unos años y mucha prédica les presentó a los dirigentes de la Iglesia en Roma su ya afianzada “teología de los dos dioses”: sostenía que Jesús no era el Dios que todos conocían como Yahvé sino uno distinto, que acababa de ser revelado a la humanidad; aseguraba que el propósito de la venida de Cristo había sido liberar al hombre del Dios creador maligno de la Biblia y que esto significaba que la religión formada por él, el cristianismo, ya no podía vincularse con el judaísmo del que había surgido, y que por lo tanto se necesitaba una nueva Biblia. Había nacido el diteísmo, y eso a los padres de la Iglesia no les gustó nada.
El deseo de la Iglesia primitiva de mantenerse fiel a la creencia judía de un solo Dios podía obedecer a razones tanto teológicas como políticas, para qué negarlo; “un solo Dios, un solo obispo”, decía el obispo Ignacio de Antioquía. Pablo de Samosata, también de Antioquía (una comunidad cristiana que era la segunda en influencia después de Roma) y su sucesor, el patriarca Arrio, afirmaban también la existencia de un solo Dios, indivisible, no creado, y existente desde “antes de todos los tiempos” (valga el curioso oxímoron), en disidencia con la postura del evangelio de Juan. Pero el diteísmo ya había introducido una novedad incómoda en el seno de la incipiente fe cristiana, y era un problema que amenazaba con generar disputas y desunión.
A fines del siglo II, el cristianismo se había extendido tanto dentro del Imperio romano que se transformó en incómodo. Más aún, muchos romanos culpaban de la inestabilidad política y económica del Imperio a quienes “daban la espalda a los viejos dioses” y se negaban a ofrecer sacrificios a las deidades de Roma.
Cuando Diocleciano fue nombrado emperador, a fines del siglo III, se hizo firme el propósito de liberar al Imperio del cristianismo en todas sus formas. Mandó quemar iglesias, destruir textos sagrados y perseguir cristianos. Cuando Diocleciano dejó de ser emperador designó una tetrarquía para gobernar los Imperios de Oriente y Occidente (dos cada uno). La situación fue insostenible y decantó en una guerra entre los aspirantes rivales, y en el año 312 d.C. uno de los que disputaba el poder, Constantino, cambiaría para siempre el curso de la historia de Roma y del cristianismo.
Más allá de las leyendas (un sueño antes de la batalla a orillas del Tíber, en el que se le apareció una cruz luminosa en el cielo y las palabras “con este signo vencerás”), la victoria de Constantino en esa batalla hizo que Constantino se proclamara emperador único e indiscutido del Imperio romano. Al atribuir su victoria al Dios cristiano, Constantino puso fin a la persecución de los cristianos y legalizó el cristianismo. Pero el nuevo emperador apenas entendía su nueva fe, a la que consideraba una especie de culto al Sol. Además, consideraba ventajoso desde el punto de vista político adoptar una religión monoteísta; “un solo Dios, un solo emperador”, sostenía.
Así que fue una sorpresa para Constantino descubrir que muchos de los cristianos tenían creencias y posturas diferentes a la suya y que no había consenso acerca de qué creer. Los eclesiásticos decían que Jesús era Dios, los enbionitas decían que Jesús era hombre, los cristianos judíos decían que Jesús era un profeta que hacía milagros pero no era divino, otros decían que Jesús había sido “adoptado” por Dios como hijo, etc.
Constantino era militar y estas discrepancias lo ponían nervioso, así que exigió, desde su autoridad, una respuesta firme y definitiva al problema de la naturaleza de Jesús y de la relación entre “el Padre” y “el Hijo”; para presentarse ante una población dividida como el único líder verdadero del Imperio, necesitaba (más bien, pretendía) un acuerdo sobre la esencia del único líder verdadero del cielo.
En el año 325 d.C., Constantino convocó a los líderes de la Iglesia a un concilio en la ciudad de Nicea (en Asia Menor, hoy Turquía) para zanjar el tema de una vez por todas. Dejó entrever, además, que no toleraría ningún resultado que contradijera la unidad de Dios, con lo cual los gnósticos ya quedaban afuera y el diteísmo de Marción también. Los patriarcas de la Iglesia, por su parte, no estaban dispuestos a aceptar ninguna teoría que negara la divinidad de Cristo. Así que… ¿cómo conciliar esas dos posturas? No resultaba fácil. Había que encontrar alguna doctrina que uniera los conceptos de “único e indivisible” pero sin dejar afuera a nadie.
Así se llegó a la conclusión de que el Hijo, Jesucristo, era “de la misma sustancia” que el Padre, Dios. La idea se basaba en los escritos de un ilustre teólogo cristiano, Tertuliano de Cartago. Este establecía que esa “sustancia” había adoptado la forma de tres seres distintos: el Padre (Yahvé), el Hijo (Jesucristo) y el Espíritu Santo (el alma divina de Dios en el mundo). Para explicar su teoría, Tertuliano se basó en esta analogía: “así como el rayo nace del sol, quedándose el sol en el rayo, el rayo está en el sol y no se separa la sustancia, sino que se extiende… así lo que nació Dios es Dios enteramente e Hijo de Dios, y ambos uno, Espíritu de Espíritu y Dios de Dios”. Tertuliano definió una nueva palabra para describir esta idea teológica innovadora: “trinitas”, o Trinidad.
La conclusión del Concilio de Nicea satisfizo al emperador, pero los patriarcas de la Iglesia empezaron a preguntarse si el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo compartían la sustancia divina en cantidades iguales. Después de todo, un rayo contiene la “sustancia” del sol, pero no en la misma cantidad que éste; de hecho, el rayo depende del sol… ¿ocurre lo mismo con el Padre y el Hijo? ¿Cómo puede un Dios indivisible crear a Jesús a partir de sí mismo? Si Padre e Hijo comparten la misma sustancia en igual proporción, ¿no significa eso que hay dos seres divinos diferentes?
Quien tuvo la última palabra fue Agustín de Hipona (san Agustín), que en el siglo IV terminaría dando forma a la teología cristiana. En su obra “Tratado sobre la Trinidad”, Agustín dijo: “Dios es uno”, y su postulado dice que aunque Dios es inmutable, existe en tres formas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Ninguna de las tres formas está subordinada a otra, las tres comparten la misma medida de divinidad y las tres existen desde el comienzo de los tiempos. Así quedó, y así es aceptado por los cristianos, el misterio de la Santísima Trinidad.
Y si esta idea resulta extraña, si desafía la lógica y la razón, pues no hay más remedio que aceptarlo.
Dogma, que le dicen.