La fuerza del destino: la marcha de las mujeres en las jornadas de octubre de 1789

Las llamadas “jornadas de octubre” de la Revolución Francesa conforman un evento polifacético que – al ser misterioso, masivo y complejo – por la escasez de fuentes, resulta muy difícil de desentrañar. Desde ya, una serie de hechos tan complicada puede ser leída de muchas formas, pero, sobre todo, es de destacar que una de sus características salientes es la de mostrar la facilidad con la que lo ordinario se puede transformar en revolucionario.

¿Qué fue entonces lo que sucedió? Todos lo que sepan algo de la Revolución han oído del hecho más importante producido en estos días, aún sin saber demasiado de sus causas o implicancias: El 5 de octubre una masa de mujeres marchó de París a Versalles. Ahora, ¿qué significaba todo esto? ¿Por qué lo hacían? ¿Cuáles eran sus demandas?

Entender verdaderamente esta acción y la relación que tuvo con todo lo que sucedió ese día es, ante todo, entender que estamos hablando de uno de esos raros momentos de la historia donde dos líneas temporales se cruzan inesperadamente y desatan una tormenta. Por un lado, antes de cualquier manifestación puntual, estuvieron los hechos políticos. Recordemos que, para esa altura, el año 1789 ya había estado bastante movido en este sentido. Después de las crisis económicas, las disputas de poder, la fallida reunión de los Estados Generales, y la explosión de la situación con la simbólica toma de la Bastilla el 14 de julio; en la flamante Asamblea General los diputados del Tercer Estado y algunos de sus aliados del clero y la nobleza intentaban organizar la situación en vistas de dotar a Francia de una Constitución. Esta parte de la revolución, calificada en general como la parte “burguesa”, desde ya había puesto patas para arriba a todo el sistema político, pero lo que transformó esta crisis institucional en un acto verdaderamente revolucionario, tal como señaló Eric Hobsbawm, fue la forma en la que estos actores incluyeron una abierta apelación al “pueblo” y la “nación” para justificar su proceder.

Así, a lo largo de los meses de julio y agosto, individuos de todos los estratos sociales se sintieron interpelados por los sucesos revolucionarios y, erigiéndose como custodios de este nuevo orden, estaban atentos a los debates que se daban en la Asamblea. De este modo, según verificó George Rudé, las noticias sobre la aprobación de los Derechos del hombre y el ciudadano a fines de agosto y la discusión sobre si el rey tendría la posibilidad de vetar las leyes aprobadas por la Asamblea eran temas que se discutían diariamente en la prensa, los clubs políticos, las calles y los mercados de París. Los rumores que iban y venían eran entonces sumamente diversos y tenían enorme difusión. Por eso, no sorprende que el tema de la lentitud con la que Luis XVI se movía respecto a la aceptación de estas cuestiones legales hiciera sospechar a los ciudadanos que esta falta de celeridad podía estar motivada por la influencia de la aristocracia concentrada en Versalles. Frente al riesgo de que estos agentes malignos continuaran susurrando en el oído del rey, trasladar al monarca a la capital se estaba volviendo una prioridad para muchos.

A esta paranoia, acrecentada aún más a partir de la llegada del regimiento de Flandes (uno de los más realistas) para actuar como guardaespaldas del rey en detrimento de la Guardia Nacional surgida de los días de julio, se sumó un aumento de tensiones dentro de la pata comúnmente llamada “popular” de la revolución. El hambre y la opresión habían sido una constante en el contexto previo a la toma de la Bastilla tanto en el campo como en las urbes, pero a finales de septiembre, por razones que no han sido del todo esclarecidas, el precio del pan empezó a escalar en París. El cuadro era realmente atípico ya que las cosechas de 1789, a diferencia de las del año anterior, habían sido buenas y los costos de los alimentos se habían mantenido relativamente bajos hasta entonces. Y, sin embargo, de repente la harina dejó de entrar a la ciudad. Ya fuera por una movida especulativa de los productores de granos inspirada por el Gran Miedo de julio, como sugirió el historiador Bronislaw Baczko, o por una simple sequía atípica que disminuyó el caudal de los ríos y arroyos y perjudicó el funcionamiento de los molinos harineros, algo en la cadena de aprovisionamiento se cortó y la producción de pan se vio severamente restringida, produciendo un alza de precios y escasez en los primeros días de octubre.

Si a todo esto se le agrega que, aparentemente, en un banquete que se realizó en Versalles el 3 de octubre se produjo un evento en cual la cucarda tricolor, símbolo revolucionario por antonomasia, fue pisoteada frente a los ojos del rey, se entenderá la explosión que se produjo un par de días después. En este contexto la aristocracia, por todos estos factores distintos, emergió como el villano informe que – ya fuera matando de hambre al pueblo de París, influenciando las decisiones del rey o profanando los íconos nacionales – estaba complotando en contra de los logros revolucionarios.

De este modo, llegamos al 5 de octubre. En París la jornada empezó temprano, con las mujeres de las clases populares – en su rol de típicas custodias de la economía hogareña – marchando a la municipalidad para pedir mayores controles en el precio del pan. En circunstancias poco claras ellas y, probablemente, varios hombres que las acompañaron invadieron el arsenal del Hôtel de Ville, se apropiaron de las armas allí contenidas y, con el beneplácito de la Guardia Nacional, emprendieron su marcha a Versalles. Esta decisión – caminar 25 kilómetros bajo la lluvia durante 4 o 5 horas, cargando armas y niños – puede o no haber sido espontánea, pero ciertamente fue extraordinaria en tanto que antes, satisfechas con hostigar a los panaderos, no se había intentado llevar esta problemática directamente hasta el rey.

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Las mujeres emprenden la marcha en las jornadas de octubre.
Las mujeres emprenden la marcha en las jornadas de octubre.

 

Mientras una masa heterogénea de entre 3 y 10 mil mujeres se dirigía hacia allá sumando adeptos en el camino, en Versalles, todavía no enterados de esta situación, dentro del edificio de la Asamblea los diputados seguían debatiendo sobre la cuestión política. Desde temprano la discusión había versado sobre los pasos a seguir para convencer al rey – siembre ambiguo – de que aceptara incondicionalmente sus propuestas para la Constitución. En este contexto de alarma, temiendo que Luis se escapara en cualquier momento a Metz o, peor, al exterior, se decidió que lo mejor era darle un ultimátum. Los diputados, entonces, aprestaron una delegación dirigida por quien presidía la Asamblea – Jean-Joseph Mounier – que, justo cuando se disponían a emprender el camino hacia el palacio, a eso de las 16 horas, recibieron la noticia de que una multitud de mujeres estaba apostada en el ingreso al lugar.

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Las mujeres invaden la Asamblea.
Las mujeres invaden la Asamblea.

 

En este momento, un subgrupo dirigido por Stanislas Maillard, héroe de la Bastilla y miembro de la Guardia Nacional, se apersonó en la Asamblea y, según los testimonios de los presentes, habría invadido el recinto haciendo oír su demanda sobre la cuestión alimenticia. Mounier, escuchando al vocero, decidió dar cabida al grupo de mujeres y convocó a media docena de ellas para formar parte de la delegación que estaba yendo a darse cita con el rey.

Encabezando ahora una misión con un doble propósito, el presidente de la Asamblea condujo al grupo hacia el palacio y, frente a los ojos curiosos de una multitude de nobles, cerca de las 17 horas cruzó la sala del Ojo de Buey, antesala de los aposentos reales. Una vez adentro, según lo que dos de las mujeres que estuvieron allí testificarían meses después ante las cortes reales, la cuestión del abastecimiento se trató inmediatamente y el rey, escuchándolas, les aseguró que tomaría medidas urgentes para resolverlo. Aparentemente, las emisarias fueron a comunicar la situación a la muchedumbre que esperaba afuera y, frente al descreimiento de sus compañeras, retornaron a pedir una confirmación del monarca por escrito.

Terminado este tema, sin embargo, la jornada no llegó a su fin. Aún si su cuestión ya había sido resuelta, las mujeres se quedaron en Versalles y, aún si no tenían un interés específico en la cuestión constitucional, esperaron pacientemente para ver de que manera se resolvería ese nudo. Cerca de la media noche, después de horas de negociación, Mounier logró ser atendido por el rey y recibió la confirmación de su aceptación – lograda, entre otras cosas, porque Luis se enteró de que, detrás de la multitud hambrienta, unos 15 o 20 mil hombres de la Guardia Nacional habían emprendido su propia marcha, cuyos propósitos estaban aún por esclarecerse. Ya con la novedad en mano, el presidente retornó a la Asamblea cerca de las once de la noche a dar la noticia, pero la sesión había sido levantada y lo esperaba, en cambio, una situación inimaginable: los diputados habían desaparecido y, en su lugar, el recinto se había colmado de mujeres que, buscando escapar a la lluvia, encontraron refugio y comodidad en los escaños. Esta situación carnavalesca, irónicamente la única instancia de la Revolución donde las mujeres ocuparon – aún si fue a modo de farsa – espacios políticos, fue revertida finalmente cuando los diputados, ya en la madrugada, fueron convocados para ser puestos al tanto de las novedades.

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Ilustración de mujeres y miembros de la Guardia Nacional.
Ilustración de mujeres y miembros de la Guardia Nacional.

 

Pero, aun habiendo experimentado el sabor del triunfo, la situación tuvo todavía un corolario violento en las primeras horas del 6 de octubre. La Guardia Nacional, finalmente, había llegado a Versalles y su comandante, el marqués de Lafayette, se reunió con el rey para comunicarle su demanda. La Guardia, parece ser, quería actuar como su fuerza personal, solicitaba la relocalización del regimiento de Flandes y, por último, requería que el rey mostrara su beneplácito a la Revolución instalándose en París y enviando un gesto que rehabilitara la imagen de la cucarda profanada en el banquete. Luis accedió a todos los puntos, pero aparentemente mostró reparos acerca del traslado. Reparos que, por esas cuestiones fortuitas, se terminarían de dejar de lado cuando una mano anónima abrió una puerta que conducía a un patio interno del palacio. En ese momento, la parte más radicalizada de la multitud de mujeres que acampaban fuera del edificio penetró en su interior, mató a dos guardias (aparentemente montando sendas cabezas en picas) e invadió los dormitorios de la reina. María Antonieta se escabulló por una puerta secreta que conectaba su cuarto con el del rey y logró escapar de la patota asesina, pero la suerte de la familia real ya estaba echada. En un intento por apaciguar a la muchedumbre, los reyes salieron por un balcón y se sometieron a los deseos de quienes gritaban “¡A París! ¡A París!”.

Después de todo esto, no por nada Michelet años después aseguraría que “los hombres tomaron la Bastilla y las mujeres tomaron al rey”. Más tarde ese día, mientras unos doscientos carruajes y unas 60 mil personas a pie se dirigían a París escoltando al monarca, se cerraba definitivamente una etapa. Las mujeres, como nunca antes y nunca después en el contexto de la Revolución, jugaron un rol central en la escena pública, aún si lo hacían desde los códigos de un mundo que todavía era absolutamente tradicional. Las demandas que allí las habían conducido no versaban sobre sus derechos políticos o civiles; ninguna de ellas introdujo el tema y nadie lo hizo en su nombre. Su triunfo en esas jornadas de octubre, entonces, fue el de dar un nuevo impulso popular a los sucesos y demostrar que, a partir de ese día, la masa revolucionaria sería un actor ineludible de la vida política.

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