Murió bramando ingeniosas proclamas y juicios antológicos. Advertía que no quería en su funeral “ni cura discreto, ni fraile humilde ni jesuita sabihondo”. Se desesperaba en la interminable agonía: “¡Me muero! ¡Pero lo que tarda esto!” Y mascullaba unas última palabras redondas para la posteridad: “Aquí he cogido la enfermedad hace treinta años. Aquí he vivido y aquí dejo mi cuerpo”.
La mañana del 5 de enero de 1936, en un sanatorio de Santiago, don Ramón María del Valle-Inclán falleció en una habitación atestada de amigos, familiares y curiosos, más sala de museo o animado café que lecho mortuorio. El entierro se celebró al día siguiente, Reyes, en el cementerio de Boisaca. Allí, mientras la muchedumbre y los poderes públicos locales al completo daban su último adiós al escritor bajo una lluvia torrencial, un jabato anarquista que atendía al nombre de Modesto Pasín se abalanzó sobre el ataúd para arrancar la cruz. La tapa quebró, el cadáver quedó al descubierto ante el horror de los asistentes y el furioso ácrata cayó rodando al hoyo de donde tuvieron que rescatarlo.
El periódico carlista ‘El siglo futuro’ emitió al día siguiente su desabrido juicio: “A las dos de la tarde del día de ayer ha muerto en un sanatorio de Santiago de Compostela el escritor don Ramón del Valle-Inclán, que contaba setenta y seis años de edad, cuyos escritos, en su mayor parte, caen de lleno bajo las más graves prohibiciones canónicas, y cuya actuación y significación en los últimos años de su vida coincidían totalmente con los enemigos del Catolicismo, de España y de la Monarquía. Dios le haya perdonado”.
Una muerte espectacular, sin duda, de no ser por que todo -menos el involuntariamente cómico obituario carlista- es falso.
La leyenda debe cesar
“A los españoles de la época les parecía increíble que su estampa inconfundible, omnipresente en todos los foros y en la prensa de la época, hubiera desaparecido para siempre. Se le había dado tantas veces por muerto, había superado tantas operaciones y situaciones críticas, que les parecía eterno. Tal vez por esto su leyenda no murió con élo sino que siguió creciendo, agrandadada por el imaginario colectivo. Era una prueba más de la empatía que siempre despertó el personaje público y sus máscaras en la gente. Pero ahora la leyenda debe cesar para que hable el relato veraz de los hechos“.
Así termina Manuel Alberca ‘La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán’ (Tusquets), la biografía del artífice del marqués de Bradomín con la que en 2015 se alzó con el premio Comillas de Biografía, el más prestigioso de nuestro país. En sus páginas acometía la semblanza de “un personaje muy conocido, pero distorsionado por su leyenda”, una de las figuras más recreadas y mixtificadas de nuestras letras, cuya participación en la construcción de su propia mitología no fue desdeñable. Alberca se imponía así una meta tan concreta como ardua: “levantar un relato veraz que saque al escritor de ese limbo de irrealidad en que lo han confinado”.
Parecida misión emprendió Joaquín del Valle-Inclán, nieto del escritor y autor de otra desacralizadora biografía “hermana” publicada también el pasado año a las puertas del 80 aniversario de su muerte que se recuerda hoy. Y tan hermana. Según explica Joaquín en el prólogo del libro, Alberca y él trabajaron durante años en “un proyecto común de biografía de don Ramón” que naufragó finalmente “por diferencias irreconciliables en la forma de escribir”. Pero, por lo demás -y después de acusar a su ex-socio de “atribuirse toda mi labor”, el autor de ‘Ramón María del Valle-Inclán. Genial, antiguo y moderno’ (Espasa) coincide en premisas y conclusiones: la personalidad de Valle ha sido “ahogada en un anecdotario, tan falso como absurdo, que desfiguró desde su nombre y apellidos hasta los últimos momentos de su agonía“.
Ni ingeniosas proclamas ni anarquistas
Porque como demuestran Ramón Alberca y Joaquín del Valle-Inclán en sus libros, ni Valle se arrancó con sentencias grandilocuentes en sus últimos estertores -según los únicos tres presentes, los doctores Villar Iglesias y su hijo Carlos, transitaba entre la inconsciencia y el delirio– ni en aquella sala había nadie más que los ya citados, ni anarquista alguno montó el espectáculo durante su funeral. Algunas de estas leyendas las inventaron al día siguiente periódicos como La Voz de Madrid. Otras, como la increíble historia del libertario saltarín, surgieron muchos años después. Y alguna queda hoy enquistada increíblemente en Wikipedia.
Lo cierto es que el autor de las ‘Comedias bárbaras’, las ‘Sonatas’ o ‘Luces de Bohemia’, “el más vivo de los escritores del 98”, según Francisco Umbral, “se pasó media vida de gerifalte y media vida de dandi” y llegó a Santiago de Compostela desde Madrid para morir el 6 de marzo de 1935. Su intención, sin embargo, era curarse del cáncer de vejiga que le perseguía desde hacía años en manos de su amigo, el doctor Villar Iglesias, que ya lo trató en 1924.
El resto del año renqueó entre recaídas y mejorías alternas, la intentona impotente de dar fin a una última novela -‘El trueno dorado’-, las tribulaciones del divorcio en marcha con su mujer, la actriz Josefina Blanco, que le privaba de la mitad de sus ingresos mensuales y le alejó de toda su familia, y el golpe que supuso la muerte de su amigo, el escritor y periodista Luis Bello Trompeta.
Según los describe Manuel Alberca en su biografía, los últimos años de Valle-Inclán fueron “amargos”. Los trámites de la separación, la ruptura familiar que le alejaría de sus hijos, las crecientes dificultades económicas… “Él, que había creado un mundo propio y una lengua literaria inconfundible para darle sostén, fracasó al no ser capaz de crear las condiciones de vida más favorables para los suyos”.