Después las guerras de independencia de sus colonias, el Imperio español había quedado reducido notablemente por la impericia, tozudez y falta de visión política de sus monarcas, especialmente Fernando VII. Sin embargo, después de la controvertida explosión del acorazado Maine, y la consecuente guerra entre España y Estados Unidos, el resto del Imperio, donde jamás se ponía el sol, se redujo al recuerdo de esos días cuando España dominaba el mundo. Cuba, se independizó y Puerto Rico, Filipinas y Guam pasaron a ser dependencias coloniales de EE.UU. El resto de las posesiones hispanas en el Pacífico (Las Marianas, y las Carolinas) fueron vendidas al Imperio alemán a cambio de 25 millones de pesetas.
Mientras las potencias europeas se repartían África después del Pacto de Berlín de 1884, los EE.UU. decidió dirigir sus ambiciones expansionistas al Caribe y el Pacífico, donde su influencia ya se había hecho sentir después de tomar posesión de Hawái y forzando a Japón a abrir sus puertos.
Ya varios presidentes norteamericanos -como John Quincy Adams, James Knox Polk, James Buchanan y Ulysses S. Grant-, habían intentado comprar la isla de Cuba a los españoles. Sin embargo, y a pesar de las desavenencias políticas que azotaban la Península (la ineptitud de Isabel II, las guerras Carlistas y los distintos conflictos que habían llevado a poner un príncipe italiano en el trono hispano) el gobierno español no estaba dispuesto a deshacerse de Cuba, donde la burguesía hispana tenía importantes inversiones. El Puerto de La Habana le otorgaba ingresos semejantes a los de Barcelona. Sin embargo, los cubanos alentaban ideas independentistas, por las limitaciones políticas y comerciales impuestas por España que, al parecer, nada había aprendido de la pérdida de sus colonias en América Latina. De haber seguido las propuestas de Jovellanos (entre otros políticos liberales) de crear una comunidad con sus ex colonias, al igual que Inglaterra había hecho creando el Commonwealth, otra hubiese sido la suerte de España.
La burguesía catalana había inducido a la promulgación de leyes y arancelamientos que garantizaban el monopolio textil barcelonés, gravando productos extranjeros, afectando los intereses de la industria cubana. Y, como todos sabemos, los conflictos armados, las revoluciones y las guerras obedecen a intereses comerciales que después se disfrazan de palabras altisonantes como libertad, independencia y soberanía.
La primera sublevación cubana desembocaría en la Guerra de los Diez años (1868 – 1878), encabezada por Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado del oriente cubano. El conflicto terminó con la firma de la Paz de Zanjón, donde se concedieron algunas libertades en materia política y económica que pronto resultaron ser insuficientes, especialmente después de 1880 en que fue abolida la esclavitud. El nuevo devenir económico desembocó en otro conflicto armado llamado “La Guerra Chiquita”. Es en estos años que surge la figura de José Marti, quien al inicio del conflicto promovió una solución pacífica al problema, pero con el paso de los años y la intransigencia ibérica, promovió lo que se dio en llamar “La Guerra Necesaria”. La única solución pasaba por el uso de la violencia para lograr la independencia.
La guerra del ’95 fue la consecuencia de esta política. Ésta se inició el 24 de febrero de 1895, con el llamado “Grito de Baire” y terminó cuando EE.UU. entró en el conflicto después del hundimiento del Maine.