La conjura de los necios y la muerte de John Kennedy Toole

El 26 de marzo de 1969 aparece muerto John Kennedy Toole (1937-1969) en un descampado de las afueras de Nueva Orleans: se había suicidado. Tras meses desaparecido, vagando por las carreteras e intentando buscarle un sentido a aquella vida que él mismo había tildado de absurda, conecta una manguera del tubo de escape a la ventanilla de su coche y, sin saberlo, comete el acto más relevante de toda su carrera artística.

Después de un año cargado de negativas con su editor, deprimido en un trabajo indeseable y asfixiado por la convivencia familiar, su máximo afán era el tan ansiado éxito inmediato: publicar su obra y convertirse en un escritor de renombre. Convencido de que La conjura de los necios (1980, publicada póstumamente gracias a su madre) era una obra maestra, calculaba que era cuestión de meses que él y su libro se dieran a conocer en todo Estados Unidos. Pero la oportunidad no llegaba y la angustia se apoderaba del escritor. Toole, que mediante la sátira nos había definido las miserias de la contemporaneidad, el vacío de la rutina, la hipocresía y la explotación del capitalismo… estaba siendo presa de sus propias alegorías. Y es que el autor se había ceñido en expresarnos, mediante su prosa, la más profunda de todas las tristezas: la comedia. Porque cuando la risa provocada por sus párrafos mitiga, cuando el ruido provocado por nuestras carcajadas desaparece, nos quedamos solos en la realidad de nuestra muda habitación: y sólo nos queda el silencio. Un silencio tétrico, tenebroso: la verdadera metáfora de nuestra soledad ante el mundo, nuestra más sincera melancolía. Y quizá Toole experimentó demasiado aquello: el sinsentido se había apoderado de sus carnes y cada hilaridad se transformaba en un drama.

Pero ¿por qué fue tan importante su suicidio? En 1926, una joven india, Bhubaneswari Bhaduri, se suicidó al negarse a cometer un asesinato político. La mujer esperó a tener la menstruación para demostrar que su acto no iba sujeto a un embarazo ilícito (Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos?, 120). La cuestión es que, de no ser por el acto suicida, la joven nunca hubiese sido escuchada: hubiese cometido un crimen indeseado por mantener la hegemonía sociopolítica de su país o hubiese sido rechazada por los suyos al rebelarse, pero su voz nunca hubiese trascendido. Al suicidarse, la nota que dejó adoptó un valor superlativo y su acto contra-sistema se extendió por toda la India. Posteriormente, gracias al ensayo de Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos? (1985), su acto llegó a todo el mundo:

Bhubaneswari trató de “hablar” convirtiendo su cuerpo en un texto de mujer/escritura. La pasión inmediata de mi declaración “el subalterno no puede hablar» proviene de la desesperación de que, en su propia familia, entre las mujeres, en no más de cincuenta años, su intento ha fracasado (Spivak, ¿Pueden hablar los subalternos?, 122)

Sí, fracasó durante años, pero finalmente fue escuchada. A Toole le pasó algo parecido. Superado por las sugerencias de su editor, desmotivado y atrapado en una vida indeseada, su única salida fue el suicidio. Y nos preguntamos: ¿hubiera publicado si no se hubiese suicidado? No podemos saberlo, pero lo que sí sabemos es que el suicidio le dio fuerza a sus letras y dio el aliento necesario a su madre para que se recorriese decenas de editoriales. Lo que sí sabemos es que Toole, al igual que Bhubaneswari, convirtió su cuerpo en un hombre/escritura. Porque Toole (obviamente, salvando las diferencias con el concepto de Spivak), acabó convirtiéndose —o, más bien, sintiéndose—, un subalterno: un subalterno en el sentido de que su voz no era escuchada. En su caso, sus deseos quedaban silenciados por el engranaje editorial, sus ánimos menguaban y sus palabras cada día perdían fuerza. Sólo a través del suicidio logró alzar su voz y que se obra se dotase de la grandeza que merecía.

Por otro lado, Eduardo Tijeras, en Acerca de la felicidad y la muerte (1972), analiza, de manera concisa, el suicidio de los escritores. En su tesis, aplicable al acto de Toole, nos habla de que el suicidio de los escritores guardan una poética, un espíritu que revoluciona la época en la que se encuentran:

Mas existe una clase de suicidas, que yo denomino “explícitos”, cuyas vivencias íntimas, evolución, pensamientos finales, están al alcance de la mano. Son los escritores y, por extensión, aunque menos, los artistas […]. Los escritores suicidas son interesantes a tales efectos porque dejaron constancia honda, sincera, inalienable, del drama (Tijeras, p. 80).

Y añade más adelante:

En la privada opacidad de la sociedad, en el muro impenetrable de los asuntos ajenos, en la ruidosa soledad urbana, en el país que entendemos por exótico a fuerza de ignorancia, en el fondo de otros sistemas de educación, de otros regímenes políticos, de metabolismos, vemos arrastrarse la luz enferma del escritor suicida, una luz explícita que contó la historia, no esa historia de impacto, concreta y de utilización periodística, sino otra cosa más vaga, compleja, total, a veces arropada en signos definitorios y amagos de causas percutoras (Tijeras, pp. 80-81).

Toole mostró su decadencia, nos dejó ver ese deterioro del artista suicida. Poco a poco fue ensimismándose, teniendo delirios paranoides, hasta que lo encontraron muerto. Dejó una nota, que su madre destruyó; pero tampoco la necesitamos: su legado habla por su arte, por su literatura. Su inesperada muerte no lo hizo grande, tan solo le permitió hablar.

Sin embargo, la radical consumación del acto, su irreversibilidad y, al mismo tiempo, que la sustancia del ejercicio artístico o filosófico se halle estrechamente vinculado a la decisión final y fatal, nos enfrenta de golpe con una frontera exenta de posibilidad especulativa, es decir, una frontera absoluta —al menos mientras midamos la vida y el mundo por nuestros propios ojos— camino de la cual se ha desarrollado la paradoja más impresionante y mercurial que caracteriza la naturaleza del hombre, la condición humana, en el sentido de que mientras el suicidio se sustenta en el nihilismo y en el espantoso asco de vivir, esta misma sabida peculiaridad no habla más que de exigencias de una vida mejor y de rebeldía precisamente contra la ambigüedad y la falta de sentido humanode la vida (Tijeras, p. 82).

Toole amaba la vida, lo que le daba ascoera no poder poseerla, no poder cambiarla. Lo que detesta el suicida es no poder adoptar la vida como él la entiende: la amada vida se le escapa de sus manos y lo único que le queda es una representación de su ideal, una representación banal. Por ello, se rebela contra ella, contra el sinsentido: desafía al absurdo.

El suicidio de cualquier ser humano radicaliza todas las cuestiones esenciales y afrenta, como es lógico, el conjunto de convenciones, al tiempo que da una prueba de amor por la vida mayor que la de los vivos, o por lo que debiera ser la vida. (Tijeras, p. 83)

Sin embargo, su suicidio sí que logró revolucionar poéticamente su época y, así, dotar a su acto de un profundo sentido. John Kennedy Toole fue, usando las palabras de Tijeras, un suicida explícito: su muerte no pasó desapercibida. Su muerte dejó esa “constancia honda, sincera, inalienable”. Su prosa había marcado, al menos a su madre, que peleó hasta que logró la publicación de la novela. Al año siguiente de la publicación, en 1981, ganó el premio Pulitzer de ficción. La conjura de los necios fue un impacto social. Se tradujo a decenas de idiomas y se vendió a raudales. Toole, más allá de la inmensa crítica social que nos había dejado, nos dejó otro mensaje, casi oculto, del cual posiblemente él no era ni consciente: su suicido cuestionó el valor comercial de las editoriales, la angustia capitalista, la necesidad del éxito inmediato, la inadaptación del diferente a un sistema de iguales. Su suicidio puso de relieve, sin pensarlo, que los necios se habían conjurado contra él. O, como diría Tijeras, con su suicidio acabó por “escribir su obra más significativa”

TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO: https://elvuelodelalechuza.com/2018/07/23/john-kennedy-toole-y-el-suicidio-como-revolucion-poetica/

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