Las cabezas cercenadas funcionaban como una seria advertencia de lo que les podía acontecer a los contrincantes si la suerte les era adversa. Fue la cabeza del cartaginés Asdrúbal la que arrojaron al campamento de su hermano Aníbal durante las Guerras Púnicas del siglo III a. C. Fue la cabeza del general inglés Charles Gordon la que Mahdi dejó como mensaje de su victoria sobre la ciudad de Jartum. Gordon había servido a los intereses de su Majestad en la India y en China y cosechado triunfos cuando viajó a Egipto en 1884, para salvar Jartum del asedio de Muhammad Ahmad ibn Abd Allah Al-Mahdi, llamado “Mahdi”. Aunque los británicos habían decidido abandonar Sudán, Gordon entró solo en Jartum, confiando en sí mismo y en los éxitos pasados y ante el asombro de Europa. Al año siguiente (1885), Mahdi se apoderó de la ciudad y Gordon fue decapitado. Cuando las tropas inglesas llegaron, Jartum había sido tomada y la cabeza del general estaba clavada en una pica en las puertas de la ciudad.
Al parecer, la decapitación era el medio adecuado para castigar a los monarcas derrocados, a los generales vencidos y a los traidores descubiertos. Sus cabezas sobre lanzas se dejaban ver en las plazas y lugares públicos como tétrico escarmiento a sus seguidores.
La decapitación no era un proceso fácil. Requería fuerza y precisión en el golpe para evitar prolongadas y dolorosas agonías. Algunos poderosos repartían sus últimas posesiones mundanas entre los verdugos para acrecentar su puntería y contundencia en el golpe final. En 1535, santo Tomás Moro, una vez en el patíbulo, le dijo a la gente allí congregada que él moría como “buen servidor del rey, pero primero de Dios [king’s good servant but God’s first]” y tuvo palabras de aliento para con su ejecutor, de modo que cumpliera esmeradamente su trabajo.
Los caprichos del destino quisieron que estos dos contrincantes en vida terminaran sin su cabeza sobre los hombros para presentarse ante el Creador.
El victorioso Oliver Cromwell ordenó decapitar al vencido Carlos I de Inglaterra un frío día de enero de 1649. Atento al clima, el rey pidió otra camisa: “No me verán temblar”. Murió con la dignidad de su abuela, María Estuardo, reina de Escocia: “Voy de un reino corruptible hacia uno incorruptible, donde no me podrán molestar”. Conociendo las dificultades del oficio, se preocupó por preguntar al verdugo sobre el filo del hacha que iba a utilizar en esos menesteres.
No contento con este castigo, Cromwell prohibió que el cuerpo real de Carlos I descansara en la abadía de Westminster, tal como este expresamente había solicitado. Sería enterrado junto a Enrique VIII y su esposa favorita, Jane Seymour, según las intenciones de su hijo, el nuevo monarca Carlos II, pero esto no fue posible. Al parecer, el cuerpo del rey decapitado se había extraviado. Recién en 1813, mientras se preparaba el entierro de Jorge III, el Rey Loco, se encontró el ataúd de Carlos I. Al ser abierto, llamó poderosamente la atención el excelente estado de conservación de la cabeza. Su cabello, negro y largo por delante, estaba cortado a la altura de la nuca para facilitar la tarea del verdugo. Hasta el ojo izquierdo brilló por pocos minutos con el fulgor de tiempos idos, cuando Van Dyck inmortalizara los rasgos del monarca. Después de entrar en contacto con el aire, la córnea perdió esa transparencia para siempre. El cadáver fue devuelto a su lugar, con excepción de la cuarta vértebra cervical, por donde había pasado limpiamente el hacha. La pieza fue guardada como un recuerdo por el doctor Henry Halford, que solía mostrarla a sus invitados durante las elegantes veladas que ofrecía en su residencia. Años más tarde, los hijos del médico coleccionista devolvieron la real vértebra a la tumba del monarca ante la insistencia de la reina Victoria, que consideraba de muy mal gusto esta exposición.
Una noche tormentosa, el viento la arrojó a los pies de uno de los guardias, que decidió llevársela como recuerdo. Nadie notó su ausencia; ya todos se habían olvidado del Protector. Recién en 1787, reapareció la cabeza, con pica incluida. Esta fue adquirida por Josiah Wilkinson, después de haber sido expuesta en museos privados y ofertada en Bond Street por la nada despreciable cifra de doscientas treinta libras. El tal Wilkinson solía pasearse con la rebelde testa, y su pica, luciéndola como carta de presentación en las recepciones a las que asistía, muñido de tan singular compañía. El nieto de este excéntrico caballero tuvo la gentileza de devolverla al colegio de donde había egresado Oliver Cromwell, el Sidney Sussex de Cambridge. Recién entonces, las autoridades del establecimiento perdonaron a su ex alumno por haberles sustraído toda la vajilla de plata para financiar las guerras contra el monarca. Allí fue enterrada la cabeza de Cromwell con la inseparable pica, en un lugar solo conocido por las autoridades del Colegio. No fuera cosa que los descendientes de los irlandeses castigados por Cromwell pretendiesen una nueva venganza con cuatro siglos de atraso.
[1]. Plazoleta situada muy cerca de Marble Arch en Londres, donde una pequeña placa recuerda su tenebroso pasado.
Extracto del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS, de Omar López Mato.