La brutal marcha con la que el ejército de Mao sembró el horror en China: «Los débiles morirán»

Cuentan las crónicas que, cuando Mao Tse-tung -entonces líder del Primer Ejército Rojo- informó a sus generales de que pretendía recorrer miles de kilómetros a pie con sus 86.000 hombres para huir del enemigo hacia la región más segura de Shensi, los dos oficiales que le acompañaban quedaron tan sorprendidos que enmudecieron. «¡Pero si se encuentra a más de diez mil kilómetros! ¿Cómo demonios vamos a llegar hasta allí?». Él, con la tranquilidad que le caracterizaba, se levantó, señaló sus zapatos y respondió de forma pausada: «¡Andando!». No mentía. Con aquellas palabras comenzó la que, a la postre, sería conocida como la Larga Marcha; un evento que apenas finalizaron una décima parte de sus integrantes y que -después de 378 jornadas de hambre y muerte- catapultó al sanguinario dictador comunista hacia la poltrona de la República Popular China en 1949.

Pero la Larga Marcha no solo sirvió a Mao y a los gerifaltes para huir de las razias de Chiang Kai-shek (líder del Partido Nacionalista Chino Kuomintang) en 1934. Su periplo desde el sur hasta el norte del país permitió a este gigantesco convoy actuar, según explicó el futuro dictador, «como una máquina sembradora que expande la simiente por las tierras que pasa». En todos los pueblos atravesados, el ejército rojo dejaba a un grupo de viejos revolucionarios (en total, unos 5.000) con el objetivo de extender por doquier las presuntas bondades del comunismo. También abandonaron a otros tantos adolescentes que, años después, tomaron las armas contra el gobierno central.

Cuando el líder rojo ascendió al poder de la incipiente República Popular China el 1 de octubre de 1949 la «cosecha» había dado sus frutos. Para entonces, las divisiones existentes dentro del Partido Comunista de China (PCCh) se habían disipado; lo mismo que la propaganda extendida por el Kuomintang. Ya solo primaba el recuerdo de los soldados de la Larga Marcha, respetuosos con la sociedad rural a pesar de su exilio. Por desgracia, de aquellos polvos arribaron los lodos del húmedo barro de las sepulturas. Y es que, su llegada al poder provocó la muerte de entre 48 y 78 millones de personas. Todas, acaecidas durante las tres décadas en las que fomentó desde la persecución de burgueses y terratenientes, hasta las hambrunas del pueblo.

Persecución

Pero vayamos por partes. La Larga Marcha fue el resultado de años de enfrentamientos entre el Kuomintang y el PCCh. En los años veinte, Mao, defensor de que la revolución debía sustentarse sobre los pilares del fusil y el poder político para forjar a los «hombres nuevos», se mostró siempre defensor de dos cosas: de que el Partido Comunista debía contar con su propio ejército para su propia defensa y de que sus hombres debían ser entrenados (e ideologizados) en comunidades aisladas. Así nacieron cinco bases revolucionarias organizadas en sóviets a lo largo y ancho de todo el país: Oyüwan, Hupei-Hunán, Hunán-Kiangsi, Shensi-Serchuán y Shensi. Su creación puso en alerta a un Chiang Kai-shek que no estaba dispuesto a permitir que esos centros periféricos se enquistasen en China.

Por ello, y tal y como afirma Eduardo Pons Prades en su documentado dossier «China: la larga marcha», «desde los albores de 1931 organizó cuatro operaciones de “cerco y aniquilamiento”» contra algunas de ellas. A su preocupación se sumó la ayuda soviética al PPCh y, por descontado, la fundación, allá por los comienzos de los años treinta, de la República Soviética de China (de la que Mao fue nombrado presidente). En el sur, la mayoría se estrellaron contra las fuerzas de un Primer Ejército adoctrinado mediante una sencilla máxima: «El enemigo ataca, nosotros nos retiramos; el enemigo se acerca, nos dispersamos; el enemigo descansa, nosotros lo hostigamos; el enemigo se retira, nosotros le perseguimos». La táctica fue efectiva hasta que los consejeros enviados desde la URSS para ayudar a sus colegas comunistas instauraron la «defensa pasiva»; la lucha cara a cara contra las tropas leales al gobierno de Chiang Kai-shek.

La escasez de tropas del Primer Ejército (unos 100.000 hombres, cifra que varía mucho atendiendo a las fuentes) y la ingente cantidad de hombres del Kuomintang (más de un millón muy bien pertrechados) acabó en un verdadero desastre. Con esa perspectiva, la quinta campaña de «cerco y aniquilamiento» (iniciada en octubre de 1933) parecía imposible de detener. En este caso, los nacionalistas pusieron sus ojos sobre la base de Kiangsi, al sur del país y cercada desde 1930. La misma en la que Mao resistía junto a sus hombres el hambre y los varapalos de Chiang Kai-shek. Para octubre de 1934 el líder rojo sabía que la situación era más que desesperada cuando sus subordinados, Chu En-lai y Chu Teh, le presentaron su informe mensual.

Las noticias eran alarmantes, pues las privaciones habían reducido sus fuerzas apenas a 70.000 soldados. «Hasta ahora hemos vivido de las reservas. No hay suficientes víveres para pasar el invierno y solo disponemos de municiones para unas semanas. Estamos completamente aislados», le explicaron. Fue entonces cuando Mao les desveló su plan: partirían hasta el norte, a la base de Shensi, donde contaban con refuerzos para organizar una ofensiva contra el Kuomingtan. «Iremos hacia el norte, hacia las montañas que bordean el Río Amarillo. Por allí Chiang tiene muy pocos amigos. Nosotros, en cambio, tenemos en Shensi muchos camaradas», añadió. Sus subordinados replicaron, pero él se mantuvo estoico y fue entonces cuando se dio el curioso episodio de los zapatos. Una vez convocado el Consejo Supremo, la decisión se ratificó.

Una marcha muy larga

La retirada comenzó el 16 de octubre de 1934. Aquella jornada, un gigantesco convoy de más de 130.000 personas atravesó el cerco enemigo e inició un periplo que se extendería durante un año. Lo más llamativo es que en ella no había únicamente soldados, sino también ingenieros, niños, mujeres y -en definitiva- todo aquel que se consideraba seguidor del PCCh. Poco después, en febrero de 1935, lo hizo también otra columna, la comandada por Chang-Kuo-tao (con 65.000 hombres correspondientes al Cuarto Ejército). En palabras de Prades, «el armamento era escaso y diverso: fusiles ingleses y norteamericanos tomados al enemigo» y los bártulos con los que cargan, muchos. Desde «tornos, fraguas, estampadoras, material de artes gráficas, telares, máquinas de coser y ruecas», hasta «ganado, municiones y alimentos».

A partir de entonces, la Larga Marcha pasó por una infinidad de provincias: Fukien, Kiangsi, Kuang-tung, Hunan, Kuangsi, Kueuitchu, Setchuán, Yunnán, Kansu y Shensi. En el trayecto, la columna libró más de dos centenares de batallas y quince grandes contiendas contra los generales del Kuomingtan. No obstante, la máxima era que los guerrilleros solo mostraran su ferocidad contra sus enemigos. Por orden de los líderes de la marcha debían comportarse de forma impoluta: «Dejar limpio y ordenado el albergue ajeno; ser educado y cortés con las gentes y ayudarlas; devolver todo cuanto se nos preste; no confiscar nada a los campesinos pobres; ser honesto en todos los tratos con los campesinos; pagar todo lo que se adquiera; […] reponer o pagar todos los objetos deteriorados; respetar escrupulosamente las normas elementales de higiene y no insultar a los prisioneros».

Los primeros 2.500 kilómetros, entre Juechin y el río Wukiang, se desarrollaron entre la tensión y el desconcierto. «La retaguardia del Primer Ejército de Línea, para que el grueso de la caravana se pusiera a salvo, libró infinidad de combates periféricos con los destacamentos del Kuomintang, y especialmente contra las guarniciones del desfiladero de Juechin», añade el experto. En los dos meses que duró este tramo, el convoy contó 12.000 bajas. El cansancio empezó, por si fuera poco, a acosar a los comunistas. Los oficiales no tardaron en mostrar sus reticencias a seguir avanzando. Mao, no obstante, se negó y pronunció una arenga alentándoles a continuar: «En un viaje como este no hay hibernación posible. Recuérdese nuestro viejo proverbio: es un largo viaje cuando se ve la fuerza de un caballo y donde se pone a prueba el corazón del hombre. Los débiles van a morir, ya lo sabemos. Confiamos en que mueran valerosamente».

La siguiente gran prueba de la marcha fue el cruce del río Wukiang, al que arribaron el 20 de diciembre de 1934. Acosados por las fuerzas del Partido Nacionalista, se vieron obligados a pasar la corriente de agua «agarrados a troncos secos, a nado, bajo un verdadero diluvio de balas de fusil». Perecieron otros diez mil hombres, pero lo lograron. Los siguientes kilómetros los recorrieron con la tranquilidad que les daba saberse apoyados por una buena parte de la población más rural. Chiang recordaba con amargura aquello: «El ejército del Kuomingtang se ve obligado a actuar siempre en la oscuridad, mientras que los “bandidos rojos” van y vienen a plena luz». Se podría decir que, en contra de lo que pudiera parecer, los principales enemigos de Mao en esta marcha fueron los elementos y las implacables montañas y ríos; y es que, supo mantener a raya al «ejército blanco» a base de engaños y ataques de distracción. Aunque no todo fue jolgorio, pues multitud de poblados se mostraron contrarios a la ideología revolucionaria.

Entre la política y la vida

Pero la Larga Marcha no fue solo un movimiento militar de huida, sino que incluyó también decisiones políticas de gran importancia. A principios de enero de 1935, sin ir más lejos, se convocó la Conferencia del Consejo Supremo Revolucionario. Por entonces las diferentes columnas que formaban la marcha habían visto cortada su retirada por el enemigo y desconocían si el grueso del partido apoyaría sus decisiones. El resultado no pudo ser mejor: el futuro dictador se adelantó a sus opositores. Fue entonces cuando decidió partir hacia el Oeste y adentrarse en Yunan para después enlazar con el Cuarto Ejército Rojo, en su particular periplo.

A los campesinos de Yunan, así como a otros tantos guerrilleros que decidieron unirse a la Larga Marcha, les explicó con palabras sencillas que la revolución que pretendía llevar a cabo no se podía organizar de forma pacífica: «Una revolución no es como invitar a alguien a a comer, escribir un ensayo, pintar un cuadro o hacer calceta; no puede ser ninguna de estas cosas tan refinadas, tan apacibles y gentiles, suaves, dulces, bondadosas, corteses, magnánimas. Una revolución es una insurrección, un acto de violencia mediante el cual una clase arroja del poder a otra». Desde Yunan se cruzó el río Dadu, aunque después de una de las más mitificadas por el régimen posterior. Una contienda en la que doblegaron a un enemigo mucho más numeroso y mejor pertrechado. Poco después se reunieron con el Cuarto Ejército de Línea.

La unión de ambos podría haber sido motivo de jolgorio, pero las disputas entre Mao y Gotao casi les llevó al desastre. El primero era partidario de establecer una base en las cercanías del Río Amarillo, mientras que el segundo prefería acercarse lo más posible a la Unión Soviética. Al final, en una decisión tan salomónica como extraña, el contingente se dividió en dos columnas con órdenes de dirigirse al norte. No se puede decir que fueran enemigas, pues mantuvieron contacto de forma regular por telégrafo, pero es cierto que aquello dividió todavía más a los líderes. En septiembre de ese mismo año, ni el comunismo pudo unir a ambos líderes y cada uno tomó un destino diferente. El camino que siguió el futuro dictador fue continuado, eso sí, por el mismo Gotao después de que su columna sufriera los ataques de los aliados del Kuomingtan.

Tras un sin fin de divergencias, penurias y ataques enemigos, los restos de la Larga Marcha de Mao consiguieron atravesar los montes Luipan y llegar hasta las llanuras del Río Amarillo. Desde allí alcanzaron su destino: Shensei. Apenas quedaban, en palabras de Prades, 7.000 supervivientes a los que se sumarán, poco después, los del Cuarto Ejército de Línea. A sus espaldas habían dejado 378 jornadas de caminata, 12.5000 kilómetros recorridos, 18 cadenas montañosas atravesadas y 24 corrientes de agua superadas. Allí, Hsü Hai-Tung, al frente del XVº Cuerpo del Ejército Rojo, salió a recibir a los supervivientes con un reducido grupo de jinetes. «¿Eres el camarada Hai-Tung?», preguntó el futuro dictador. Cuando escuchó un escueto «sí», Mao se limitó a decir lo siguiente: «Os agradecemos que os hayáis tomado la molestia de salir a esperarnos». Años después, Mao supo aprovechar aquella marcha, una extensa caminata, para ascender hasta la presidencia de la República Popular China.

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