La batalla del día de San Crispín (Agincourt)

Éramos un variopinto grupo de arqueros. Nunca hemos vuelto a tirar juntos y alguno ya ha muerto –Pep Bofill, que venía con foulard de seda, un benjamín de champán en el bolsillo y Froissart bien leído–. Acudíamos a un campo en medio de la montaña, rodeado de bosques y lanzábamos nuestras flechas contra un blanco de paja a cien pasos imaginando que disparábamos contra la caballería francesa. Remedábamos, claro, a los arqueros de la pequeña band of brothers de Enrique V en Agincourt el día de San Crispín de 1415. Es útil haber tirado con un arco –yo lo sigo haciendo todas las semanas desde entonces, hace más de treinta años, sin mejorar mucho, ay, la puntería– para entender en toda su intensidad lo que fue esa batalla, Agincourt, una de las que más marcó el imaginario medieval y que ha pasado a la historia aureolada de épica, coraje y leyenda.

Un pequeño, fatigado y hambriento ejército inglés, encabezado por su joven (27 años) y valiente rey, se vio atrapado en territorio enemigo por una poderosa hueste francesa, varias veces superior en número y compuesta por la flor y nata de la caballería de la época. Los arrogantes paladines de Francia, orgullosos bajos sus pendones de seda y envueltos en sus brillantes armaduras como letales crustáceos de hierro, se enfrentaron desdeñosos –el duque de Brabante incluso se permitió llegar tarde al lance porque tenía un bautizo– a la baqueteada y menguada tropa de Enrique V que contaba con una importante proporción de arqueros (seis por cada hombre de armas). Para asombro de todos –así lo reflejaron los numerosos cronistas de la batalla–, los ingleses se impusieron rotundamente, aniquilando a los caballeros franceses en una malhereuse journée para estos que arrojó un marcador de escándalo (millares de muertos en un bando por apenas centenares en el ganador). Como anteriormente en Crecy y Poitiers –es increíble que los franceses no hubieran aprendido la lección–, los arqueros fueron decisivos en el resultado. Fue, escribe el gran historiador militar John Keegan en El rostro de la batalla (Turner), donde nos ha dejado el texto canónico sobre el episodio, “una victoria del débil sobre el fuerte, del soldado de a pie sobre el caballero montado, de la resolución sobre la grandilocuencia, del desesperado, acorralado y alejado de su casa sobre el prepotente y engreído”. Es verdad que sir Keegan era inglés…

Como el heraldo de Enrique V de Shakespeare, la obra de teatro que encumbró Agincourt y a su vencedor al Olimpo de los grandes mitos literarios –y que nos ha deparado dos sensacionales películas, la de Laurence Olivier y la de Kenneth Branagh–, les invito a volar en alas de la imaginación lejos de sus lugares de veraneo hasta ese campo en la Picardía, flanqueado de bosques, donde los dos contingentes se aprestan a la batalla. Ha llovido, la amplia superficie recién arada para la siembra de invierno se ha convertido en un barrizal. Los grandes caballos de guerra de los franceses piafan de excitación mientras sus coloridas gualdrapas ondean como telones de la sangrienta escena que se prepara. Los jinetes miran hacia las poco nutridas líneas enemigas con desdén. Al otro lado, los ingleses tragan saliva, rezan y algunos –como narra Bernard Cornwell en su vívida novela Azincourt (Edhasa), una espléndida y espeluznante recreación de la batalla– vacían las tripas de miedo sin moverse de sus posiciones: el perfume de la guerra.

Enrique V no quería esto. Había desembarcado en la bahía del Sena y tomado, a costa de dejarse medio ejército –en el asedio y por la peste–, el puerto de Harfleur en el marco de una campaña para reivindicar sus derechos dinásticos sobre las tierras francesas. Cuando todo aconsejaba volver a Inglaterra, el soberano decidió hacer una galopada de farde con sus tropas hasta Calais para demostrar su hombría. Francia tuvo tiempo de armar un inmenso ejército, con toda su nobleza al frente, aunque no su rey, Carlos VI el Insensato (!), medio demente y que creía estar hecho de cristal. Los franceses bloquearon el paso a los ingleses y los obligaron a presentar batalla en ese campo cerca del pequeño castillo que dio nombre al enfrentamiento. Curiosamente hubieron de ser los ingleses los que abrieran el baile –tras arengarlos emotivamente su rey: Shakespeare lo convertiría en uno de los más hermosos parlamentos de la historia, band of brothers, we happy few, etcétera–, avanzando a distancia de tiro y lanzando una nube de flechas que desató el ataque de la caballería francesa.

Ese momento de obertura es de los más impresionantes de Agincourt. Cinco mil arqueros, situados en los flancos del ejército inglés, ponen en el aire otras tantas flechas, lanzadas apuntando al cielo para que caigan sobre los franceses. Casi podemos oír el ruido de las cuerdas de los arcos, el silbido de vencejo de las flechas, el momento en que se desploman como una mortal granizada, impactando las puntas de las saetas contra las armaduras, rebotando o atravesándolas. En diez minutos lanzan sobre los franceses 600.000 flechas, mil por segundo. La carga se detiene –los ingleses han dispuesto ante ellos estacas afiladas que portaba cada soldado– y los jinetes retroceden para chocar con la siguiente oleada de ataque francés, varios millares de caballeros a pie cubiertos con armaduras y pertrechados con todo lo que a una mente medieval calenturienta se le pueda ocurrir para hacer mucho daño. Una imagen aterradora. Pero el avance es penoso. Los guerreros revestidos de 30 kilos de acero se frenan en el barrizal en que se ha convertido el campo pisoteado por los corceles. Se produce además un enorme atasco porque todos quieren dirigirse hacia el centro inglés, donde están el rey y sus pares, y la gloria (y el dinero que piensan cobrar por los rescates). Así que los arqueros siguen hostigándolos libremente en los flancos, creando un efecto embudo, y al llegar ante el enemigo los franceses, apelotonados, se entorpecen unos a otros.

os ingleses los van derribando a lanzazos, mazazos y hachazos a medida que llegan, exhaustos, y los cuerpos caídos que se amontonan todavía hacen más difícil embestir y luchar. En una iniciativa decisiva, los arqueros se abalanzan sobre los caballeros: aprovechando que son más ligeros los derriban a golpes y los rematan en el suelo levantándoles la celada y apuñalándolos en los ojos o a través de cualquier punto desprotegido de la armadura, en las axilas o ingles. A Goya le hubiera encantado. La lucha es brutal, despiadada, salvaje. Los gemidos y alaridos puntean un estrépito general digno de un gigantesco taller de planchado de carrocerías. Y sorprendentemente, los franceses se retiran en medio del caos y los ingleses quedan dueños del campo, asombrando a la Historia.

V de victoria

Agincourt es la gran batalla medieval, con permiso de Crecy, Poitiers o, en las Cruzadas, Hattin. Elevada a la categoría de mito por la tradición anglosajona y por Shakespeare, fue un triunfo inglés inesperado frente a la poderosa caballería francesa. Los arqueros ingleses, con sus poderosos arcos largos, jugaron un papel decisivo y se dice que de su gesto de enseñar burlonamente los dedos que los franceses amenazaban con cortarles surgió la célebre “V” de victoria.

La polémica masacre de prisioneros

Uno de los elementos más llamativos de Agincourt es la matanza de prisioneros franceses ordenada por Enrique V en plena batalla. Tras el ataque y derrota de los guerreros a pie del ejército francés, los ingleses aceptaron la rendición en el campo de los caballeros más destacados –en las batallas medievales te podías hacer rico si capturabas al noble apropiado– . Llevados tras las líneas, esos combatientes, quizá unos dos millares, constituían un evidente peligro si las cosas iban mal en la siguiente fase de la batalla y volvían a armarse (en teoría habías dado tu palabra de no luchar, pero algún caballero francés aquel día llegó a rendirse ¡hasta diez veces!). Así lo pensó el rey inglés al observar que los franceses preparaban un nuevo ataque de caballería al que los hombres de armas ingleses, agotados, difícilmente podrían hacer frente, mientras que los arqueros se habían quedado sin flechas. La alarmante situación coincidió además con un ataque al bagaje inglés. Los caballeros ingleses se indignaron ante la orden, que fue ejecutada por un grupo de arqueros que se encargó de degollar sin mayor problema de conciencia a los prisioneros. Algunos autores (anglosajones sobre todo: es un palo que tu gran rey shakespeariano haga algo más propio de las SS en las Ardenas) relativizan el número de prisioneros asesinados hasta apenas un centenar y aseguran que fue un gesto psicológico muy propio de la forma de guerrear de la Edad Media. Es cierto que la reputación en la cristiandad de Enrique V no se vio perjudicada por la iniciativa, que pareció muy comprensible a la mayoría de los contemporáneos. Los franceses mismos no se quejaron demasiado, al cabo ellos habían desplegado al empezar la batalla la oriflama, el estandarte que indicaba –como los mexicanos al tocar a degüello en El Álamo– que no harían prisioneros.

Agincourt

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