La relación entre Oscar Wilde y su amante, lord Arthur Douglas terminó en un escándalo legal. No solo fue el escritor condenado a prisión, el sonado juicio quebró su reputación y destrozó la relación con su familia. Sus dos hijos cambiaron su apellido para ocultar todo vínculo con su padre y Constance, su esposa, se negó a volverlo a ver.
A pesar del infortunio Wilde no se quebró y aprovechó la reclusión en la cárcel de Reading para escribir De profundis, y después de ser liberado, un libro de poemas en el que rompe con la frivolidad de sus textos escritos hasta entonces. A lo largo de esos dos años (1895-1897) los relatos juveniles de hadas y princesas, esa brillante ironía que lo caracterizaba, se sumergió en los abismos de la oscuridad de su celda y los trabajos forzados al que fue obligado (y que lo hicieron temer por su vida, hecha a las delicias burguesas y no a la dureza de labores forzadas).
En Reading purgó sus “pecados” inaceptables para la pacata sociedad británica (que ocultaba sus excesos bajo la rígida moralina victoriana) y compartió los últimos momentos de su compañero de celda, Thomas Wooldridge, condenado a muerte por el asesinato de su esposa.
Wilde se sintió identificado con Wooldridge quien acabó sus días ahorcado sobre un cadalso mientras Wilde terminó su vida estrangulado por la sociedad.
La balada de la cárcel de Reading es el relato de su muerte y resurrección, es una elegía que nos cuenta sobre su condena y una crónica intimista del peso del encierro, la prolongación agónica de esos días en los que el tiempo se detiene con perversa parsimonia.
El 19 de mayo de 1897 fue liberado de esta prisión e inmediatamente viajó a Francia, donde tuvo un reencuentro con Lord Arthur, fugaz y decepcionante…Trataron de vivir en Nápoles, pero nada volvió a ser como antes. “Todos los hombres matan lo que aman”, escribió con la amargura de un dandy desengañado y el recuerdo de su compañero de celda, ajusticiado con solo 30 años.
Atrás habían quedado sus exitosas comedias, La importancia de llamarse Ernesto y la prohibida transgresión de Salomé.
También había quedado en el pasado la transformación del De Profundis, la larga carta a su amante en la que describe el calvario de los juicios, el rechazo social y la ignominiosa condena. Todo se había convertido en un oscuro contrapunto con su pasado hedonista.
Reading fue la resurrección de una agonía, que le enseño que “la vida no puede escribirse, solo vivirse”.
La balada de la cárcel de Reading fue su último libro. Vivió pobremente en París bajo un nombre falso. En la Iglesia de San José, bajo la guía de un sacerdote irlandés se convirtió al catolicismo. Murió, curiosamente, de una enfermedad que había descripto su padre. Fue enterrado en el cementerio de Père Lachaise bajo la estatua de una esfinge alada, poblada de besos y cartas para el brillante escritor, papeles que la lluvia renueva frecuentemente. “Seguro que ahora le estás enseñando al buen Señor a vestirse con elegancia”, decía una de ellas. ¿Quién sabe si le importaba ser recordado por su elegancia al vestir?
“Entré a la prisión con un corazón de piedra”, le confesó a su amigo y biógrafo Frank Harris; “pensaba tan solo en mi placer…pero ahora mi corazón se ha roto y la piedad ha entrado en él. Sin mi condena no habría conocido esto…”