Decían quienes lo conocían, que cuando llegó al río Uruguay después del largo viaje que lo trajo de Córdoba, el Padre Manuel Alberti iba absorto en sus propios asuntos. Montado sobre un viejo caballo, con los típicos bártulos que los curas de esos días llevaban en sus viajes, no dejaba de pensar en los íntimos motivos que por largo tiempo lo apartarían de su actividad espiritual.
A pesar de las dudas que expresó en voz alta durante los primeros pasajes de su lectura, pronto terminó hojeando, con la avidez que suministra la inquietud de los verdaderos intelectuales, página tras página el “Tratado sobre la Tolerancia” escrito por Voltaire. Su ayudante Augusto Morea, lo seguía montando una burra gris. Detrás de ellos, unos mulatos llevaban cajones con libros y prendas de diverso origen. Tan cargada como el caballo, de vez en cuando la burra dejaba de caminar y rebuznaba como pidiéndole ayuda al cielo. Andaba entre las piedras porque aparentemente no quería ir por el barro. Decían los mulatos que de vez en cuando, Morea debía empujar al animal porque se negaba a avanzar.
Parece que el asistente del Padre Alberti y sus compañeros, pidieron al cura descansar en muchas oportunidades. Incluso, al final de cada día Morea se había acostumbrado tanto a quejarse que, olvidando cualquier sutileza, se partía en bostezos descomunales que le surgían de todo el cuerpo.
Al son de la lectura
Aparentemente Alberti aprendió a desestimarla holgazanería de su ayudante por considerarla una característica típica de su edad. Resultaba ser muy joven. Ignorándolo, con la paciencia que definía entonces a los teólogos, centró toda su atención en varias páginas en las que Voltaire hablaba de cómo ver a los demás. La lectura lo desveló durante más de medio viaje. Como correspondería decir en este punto al referirse a las definiciones que los eruditos de la Revolución Francesa heredaron de la filosofía griega, hubo un capítulo que obsesionó al Padre Alberti. Se refería de manera bastante oscura a las concepciones de aquellos libre pensadores que difieren de la religión. Ese mismo tema habría formado parte de sus obsesiones, alucinaciones y febriles pesadillas cuando, años más tarde, Saavedra le propuso formar parte de la Primera Junta.
Más allá de este asunto que es de por sí complejo, la palabra de Voltaire resultaba muy excitante para la formación de un sacerdote. Criticaba profusamente la prohibición de la libertad de culto y las guerras religiosas. Escrito en 1763, era uno de los libros prohibidos por la Iglesia del Virreinato. El capítulo central, donde se refería a la historia de los hugonotes, guardaba un enigma que aún no había resuelto ni el más inquieto de los curas del Nuevo Mundo.
Hasta Alberti admitía que Voltaire, cuyo verdadero nombre era François-Marie Arouet, había creado algo tan nuevo que resultaba imposible no rendirse a su lectura a pesar del disgusto que a veces podía provocar.
Los obstáculos
De cualquier modo, más allá de las formas que tenían antiguamente de animar la travesía, leyendo u orando, el camino se hizo duro y largo para todos. La descripción proporcionada por algunos autores de la época resulta insuficiente, aunque detalla cada lugar en el que se detuvieron, así como las dificultades que atravesaron. Por la ausencia de caminos terminaron desviándose por Buenos Aires y aquella no era una ruta sencilla. Tardaron demasiado en encontrar el río. El invierno se acercaba y, aunque tanto Alberti como Morea sabían resistir el frío y las tormentas, debían trasponer las sierras y especialmente enfrentar los pastizales pampeanos, que se abrían a una de las estepas más frías y despobladas de América. Los gauchos arriando el ganado a lo lejos, a veces resultaban ser la única señal de vida. Casi entregados al abandono, parece que una mañana, muy temprano, avistaron Concepción del Uruguay.
Alberti fue allí sacerdote teniente durante un tiempo. Morea siempre lo atendía y estaba cerca de él. Pero una vez destinaron al cura a Buenos Aires y su decisión resultó una de las más difíciles de tomar. Abandonó todo, incluso a Morea. Su servicio transcurrió entre Argentina y Uruguay como mensajero de costa a costa a propósito de las Invasiones Inglesas, hasta que cayó preso del enemigo anglosajón en 1807.
Liberado por el Ejército Revolucionario, el primer rostro amigo que vio al arribara la costa porteña desde Maldonado. Por supuesto, el de su eterno compañero cordobés, que había ya adquirido cierta notoriedad en Buenos Aires, donde las cosas pasaban. Fue aquel fiel compañero quien le presentó a su primer amigo de este lado del Río de la Plata. Contrariamente a lo que cualquiera pudiera pensar, sería Mariano Moreno su mayor e incondicional aliado:
“Me contó su compañero cordobés que usted se ha atrevido a leer Voltaire”, dijo esa vez y desde entonces el Padre Alberti estuvo siempre del lado de los reformistas radicales. Sólo se opuso a Moreno durante los fusilamientos ordenados en Salta y la condena a muerte de Liniers. Por supuesto, a pesar de sus avanzadas concepciones, seguía siendo un sacerdote.
Codo a codo
Moreno y Alberti finalmente fundarían en los días de la Primera Junta, la Gaceta de Buenos Aires, el primer periódico libre de las Provincias Unidas del Sur. Morea, volviendo a Concepción del Uruguay o a Córdoba, murió sin que las noticias llegasen a los oídos de su amigo el sacerdote. Casi nada sabemos de su existencia y mucho menos qué fue de él o de su cuerpo. Particularmente, ese mismo año tanto el Padre Alberti como Mariano Moreno dejaron este mundo. Si bien ambos decesos se dieron en circunstancias distintas, también es verdad que sus restos desaparecieron y nada queda de ellos, más que los recuerdos del viento humanista que juntos imprimieron a la Revolución de Mayo.
La Gaceta fue el segundo periódico impreso en Buenos Aires. El primero respondía al Virreinato. La Gaceta propiamente dicha, se trataba de un medio breve que informaba a los porteños sobre los actos gubernamentales. Sus impulsores fueron, por supuesto, Moreno y Alberti
Texto publicado originalmente en https://www.serargentino.com/argentina/historia/el-sacerdote-del-25-de-mayo