Diana de Poitiers, hija del conde Saint-Vallier, se casó a los 15 años con un hombre casi 40 años mayor, Luis de Brézé, a su vez nieto de otra amante de un Rey de Francia de legendaria belleza, Agnès Sorel. A pesar de esta diferencia etaria, Diana lo amó y lo respetó. Incluso después de muerto, ella vistió siempre de negro, un luto eterno por este hombre que era Senescal de Normandía, título que Diana hereda de su difunto esposo.
Hábil mujer de negocios y excelente administradora, en poco tiempo multiplica la fortuna que ha recibido y el poder que ejerce sobre el soberano, Francisco I. ¿Fueron amantes o su relación era de devoción y respeto que jamás pasó de un vínculo platónico? Lo cierto es que cuando su padre es acusado de traición, Francisco I conmuta la pena cuando el conde de Saint -Valier pisa el patíbulo (el conde terminará sus días encerrado en la fortaleza de Loches).
Diana pasó a ser dama de honor de la reina madre, y la reina consorte, una buena excusa para estar cerca de Francisco y de sus hijos, que vuelven a Francia después de un dorado cautiverio en la corte de Carlos V. Enrique, el futuro Rey de Francia y segundo en gobernar con ese nombre, tenía un especial aprecio por Diana. Ella había sido el único miembro de la corte en consolarlo cuando debió partir a España como rehén. Vuelto a Francia, Enrique se encontró con esta hermosa viuda de 30 años. Diana asistió al joven atlético y melancólico, lo asesoró, dio sentido a sus días y lo introdujo en las lides del amor. El vínculo estaba más allá de una relación carnal, elevada por Diana a un plano mitológico.
Cuando Enrique II asumió el trono, Diana estaba a su lado, conduciendo los hilos invisibles del poder en la corte. Sabía que la corona necesitaba herederos y la mejor candidata para ser la nueva Reina era Catalina de Médici por la enorme fortuna familiar, dinero que necesitaba con urgencia la corona.
El vínculo entre la amante y la consorte era muy particular, la reina la consultaba y le confió la educación de sus hijos a esta mujer de refinada cultura. Catalina parecía resignada a esta extraña melange hasta que un desafortunado accidente en una justa se llevó al Rey de este mundo después de una dolorosa agonía de 10 días. Ante el dramático curso de los acontecimientos, Catalina tomó la delantera e impidió que Diana viese al Rey en sus últimas horas. El cuerpo de su amado no se había enfriado aun, y la venganza urdida por años se desplegó con inusitada rapidez. De un día para el otro el poder de Diana se convirtió en una pesada carga. Se vio obligada a devolver a la corona las joyas, y el dinero recibido durante sus años de favorita y se vio obligada a abandonar la corte como un paria.
Diana de Poitiers se refugió en su castillo de Anet, donde la muerte la encontró en su aurea senectud. Y el aurea no solo describe su belleza sino la ingesta de oro que Diana tomaba periódicamente en pociones secretas para conservar esa juventud que se le escapaba como a los demás mortales.
Aún estaba reservado para Diana, un último exilio póstumo. Durante la Revolución Francesa, una turba de sans-culottes atacó la tumba de la favorita de los reyes, erigida en el símbolo del antiguo régimen. Su féretro fue profanado, sus restos arrojados a una fosa común y el plomo de su ataúd fundido para ser convertido en balas que defendieron la revolución.
Pasado ese furor destructivo, Diana volvió a su reposo final para brillar en la historia como la amante mas leal de los reyes de Francia, un lugar no menor en la larga y plena de conflictos galantes de esa monarquía.