Katherine Mansfield es un gato

En el libro «La vida breve de Katherine Mansfield», el escritor y crítico literario italiano Pietro Citati se sumerge en ese faro de infinitos lados que fue la escritora neozelandesa y la convierte a ella y a sus múltiples aristas en protagonistas de una obra literaria que más que biografía es una novela, una pequeña joya a la que solo podría reprochársele una cosa: que es corta, como lo fue, por desgracia, la vida de su protagonista.

Nacida como Kathleen Beauchamp el 14 de octubre de 1888 en una familia socialmente prominente de origen colonial, en Wellington, Nueva Zelanda. Vivió con sus padres, dos hermanas, una abuela y dos tías adolescentes. Su padre era banquero y primo de la escritora Elizabeth von Arnim. Llegó a presidente del Banco de Nueva Zelanda y fue nombrado caballero. La madre era muy controladora, por lo que Kathleen fue criada por su abuela.

A los veinte años, cansada de su provinciano Wellington natal y de «los días que no merecen ser vividos», Mansfield puso rumbo al centro del mundo, Londres. La enfermedad que la marcaría aún no había hecho su aparición, y no era más que una chica joven que deseaba vivirlo todo y con intensidad. Dotada de una sensibilidad extraordinaria, un arma de doble filo, su deseo más profundo era ser escritora y «conseguir hacer una obra». La escritura fue su gran pasión, la que le devoró la vida.

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Lugares de paso

Si aceptamos, como dice Harold Bloom en su mítico «Canon occidental», que hay dos maneras de escribir relato, a la de Kafka o a la de Chéjov, Mansfield se adscribe, sin ninguna duda, a la segunda. Considerada una de las mejores cuentistas en lengua inglesa, la puerta de entrada a sus pequeñas construcciones era con frecuencia un detalle mínimo al que ningún otro escritor habría dado importancia. Cuenta Citati que ella «prefería los lugares de paso, como las escaleras, en cuyos peldaños podía sentarse indefinidamente y escuchar pasos por encima de ella». De esa especie de vida a la intemperie, en soledad, surgen esas excelsas creaciones que logran captar las sutilezas del género humano.

Mansfield, como Chéjov, al que ella consideraba su maestro, sufría tuberculosis. Contrajo la enfermedad en 1917 y, desde entonces, viajó sin descanso por toda Europa tratando de huir de la oscura sombra que la perseguía, que no era solo la muerte sino la sensación de no haber creado aún nada de valor. Lugares de paso

Si aceptamos, como dice Harold Bloom en su mítico «Canon occidental», que hay dos maneras de escribir relato, a la de Kafka o a la de Chéjov, Mansfield se adscribe, sin ninguna duda, a la segunda. Considerada una de las mejores cuentistas en lengua inglesa, la puerta de entrada a sus pequeñas construcciones era con frecuencia un detalle mínimo al que ningún otro escritor habría dado importancia. Cuenta Citati que ella «prefería los lugares de paso, como las escaleras, en cuyos peldaños podía sentarse indefinidamente y escuchar pasos por encima de ella». De esa especie de vida a la intemperie, en soledad, surgen esas excelsas creaciones que logran captar las sutilezas del género humano.

Mansfield, como Chéjov, al que ella consideraba su maestro, sufría tuberculosis. Contrajo la enfermedad en 1917 y, desde entonces, viajó sin descanso por toda Europa tratando de huir de la oscura sombra que la perseguía, que no era solo la muerte sino la sensación de no haber creado aún nada de valor. El espléndido relato de Citati sigue sus huellas en este deambular y, valiéndose de una infinita delicadeza, va desgranando una precariedad vital, la de Katherine Mansfield, que no conoce límites.

Pese a que la describe como una hija del dolor, remarca el distanciamiento con el que vivía la enfermedad: «Estoy tuberculosa, pero la tuberculosis no me pertenece». Porque Mansfield hace de la distancia su musa y es ese alejamiento el que nutre también sus complejas relaciones amorosas; con su marido, el editor John Murry, con quien mantuvo una relación tortuosa, o con su gran amiga –y amante también– Ida Barker.

Mansfield mantuvo la honda creencia de que solo la literatura podía salvarla de la muerte; sus pulmones enfermos no los curarían los médicos sino sus cuentos. En sus múltiples viajes, siempre buscando una tregua, terminó en Menton, Francia, donde a lo largo de dos años frenéticos surgieron la mayor parte de sus relatos, títulos como «El nido de la paloma».

Casi al final de sus días terminó por comprender que la enfermedad, el dolor, era la condición más adecuada para escribir. Pero la muerte le ganó la batalla demasiado pronto y, a los 34 años, «aquella mariposa torpe que había puesto a prueba sus alas exponiéndolas al viento, aquella remota figurita china pintada en el fondo de la tacita había desaparecido».

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