Juan Bautista Azopardo (1772 – 1848)

Juan Bautista Fortunato Ignacio Azzoppardi nació en Senglea, isla de Malta, el 19 de febrero de 1772; pertenecía a una antiquísima familia de la isla, de origen romano que en esa época conservaba aún grandes posesiones y tenían una flotilla de barcos mercantes.

En Francia estudió y practicó construcciones navales en Tolón durante 6 años. Actuó en las guerras coloniales en las islas de Guadalupe y Martinica en 1793.

Por su comportamiento e intervención en 24 combates por mar y por tierra obtuvo su despacho de teniente primero de la marina francesa.

Sirvió también en la marina inglesa en 1796. En su patria fue teniente de las tropas de San Juan de Malta.

Tomó parte también en la guerra de corso que Holanda, aliada de Francia, hizo a Inglaterra en 1803. Entre este año y 1806 embarcó en naves corsarias de distintas banderas.

A principios de abril de 1806 llegó a Montevideo como segundo comandante de la corbeta “Reina Luisa” alias “Dromedario”, de 20 piezas de artillería y 240 hombres de tripulación, armada en corso al servicio de España.

Sirvió también en la marina inglesa en 1796. En su patria fue teniente de las tropas de San Juan de Malta. Tomó parte también en la guerra de corso que Holanda, aliada de Francia, hizo a Inglaterra en 1803. Entre este año y 1806 embarcó en naves corsarias de distintas banderas. A principios de abril de 1806 llegó a Montevideo como segundo comandante de la corbeta “Reina Luisa” alias “Dromedario”, de 20 piezas de artillería y 240 hombres de tripulación, armada en corso al servicio de España.

El Gobernador de Montevideo al organizar las fuerzas para la defensa de esa ciudad ante la presencia inglesa en el Río de la Plata, le confió el mando de la lancha obusera “Invencible Nº 4”.

Cuando Liniers organiza en Montevideo las fuerzas para enfrentar al invasor de Buenos Aires, Azopardo se incorpora a las unidades de marina que mandaba Gutiérrez de la Concha, en donde comandaba la lancha ligera “Princesa” armada con un cañón de a 12 y tripulada con 36 hombres.

El 11 de agosto, junto con todas las fuerzas de reconquista, entraba en el Retiro al frente de sus marineros y fue de los primeros que entraron en la Plaza Mayor.

Permaneció en Buenos Aires y estuvo a las órdenes de Liniers, de quien fue también amigo, hasta el 20 de noviembre de 1806 cuando se le concedió una licencia para ejercer el corso dentro del Río de la Plata, vigilar las unidades inglesas y dar aviso inmediato de cualquier desembarco.

Salió al mando de la goleta “Mosca de Buenos Aires” y tuvo un combate con el bergantín de guerra inglés “Protector” y con otra corbeta también de guerra inglesa, en el cual logró salvar su nave. Finalizó sus tareas como corsario el 23 de enero de 1807.

El 17 de marzo de 1807 recibió sus despachos de Capitán Urbano de Artillería, y se le dio la comandancia de la batería de los Olivos, servida por el cuerpo de Pardos y Morenos, a la que encontró semidestruida, dedicándose junto a sus subordinados a reconstruirla.

Al atacar nuevamente los ingleses Buenos Aires, se dirigió al puente de Barracas, para sostener el ala izquierda de nuestro ejército con su artillería de grueso calibre, y luego de los primeros encuentros recibió la orden de situarse en el Alto de Santa Lucía, y desde allí debió retroceder hasta la Plaza Mayor, en donde tomó el mando de toda la artillería la defensa de la plaza y ahí se mantuvo hasta el cese completo de las hostilidades.

Luego se lo designó comandante de la batería de la Recoleta, y obtuvo su Real Despacho de teniente coronel graduado de las Milicias Urbanas el 16 de febrero de 1808.

En este puesto se mantuvo leal en los tumultos de enero de 1809 y lo desempeñó hasta el 15 de noviembre de 1809, en que el virrey Cisneros lo separó del servicio, con pretexto de economías, pero en realidad por sus ideas liberales y sus antecedentes como oficial de la Revolución Francesa. Esa separación del servicio no incluyó sacarle la patente como a otros, pero se lo intimó dos veces a embarcarse con destino a la Península, órdenes que eludió alegando el mal estado de su salud.

El movimiento revolucionario de Mayo lo contó entre sus adictos y el 27 del mismo mes, la Junta Provisional Gubernativa lo agregó al cuerpo de granaderos del coronel Terrada en el cual prestó servicios hasta el 15 de agosto de 1810.

Al dejar de prestar servicios en el regimiento de granaderos, la Junta lo comisionó para que se aplicara a la formación de una escuadrilla naval hacia mediados de agosto de 1810.

Como funcionario del Gobierno, para armar la escuadrilla tuvo que afrontar toda clase de dificultades; estaban anclados en el puerto de Buenos Aires algunos barcos mercantes de menor porte, de los cuales fueron adquiridos cinco aunque no eran apropiados para el fin de la guerra.

Azopardo desplegó toda su actividad y trató por todos los medios posibles de mejorar la condición de esos barquichuelos y hacerlos aptos para portar cañones; anclados en el Riachuelo, ahora convertido en un pequeño astillero, adquiría ese lugar un movimiento inusitado en la vida de la colonia, y de allí hasta el combate del 2 de marzo siguiente Azopardo alista y comanda esa escuadrilla.

La Junta ante la derrota en San Nicolás, el 5 de abril mandó instruir una causa donde se juzgó a Azopardo sin oír su defensa, y se atribuyó la derrota a falta de organización y de disciplina, aunque en aquellos momentos todos se creían con derecho a mandar y ninguno con el deber de obedecer.

El 18 de marzo de 1811, en la sumaria información levantada en Montevideo, Azopardo fue declarado insurgente, porque se batió con bandera y gallardete españoles y se lo condenó a que expiara su delito en los insalubres castillos de la península. Fue embarcado en la fragata “Efigenia” y llegó a Cádiz el 1º de julio de 1811.

Su primer lugar de detención fue un castillo levantado en los siglos XVI y XVII frente a la ciudad, llamado San Sebastián, era una hosca construcción de piedra, siniestra y misteriosa que en pleamar quedaba incomunicado con la ciudad, con paredes constantemente batidas por las olas, la mayor parte socavada en la misma roca de la isla de la que ocupa toda su extensión, con desnudos y sombríos corredores, habitaciones desmanteladas, escalerillas de caracol angostas y lúgubres que conducían a las profundidades en el corazón mismo de la roca donde estaban los calabozos destinados a prisioneros políticos.

A esos calabozos destinados al depósito de prisioneros franceses, sin aire, sin luz, húmedos, donde chorreaba el agua por las paredes rocosas, fue arrojado Azopardo, quien al respecto se refería años después: “…estuve preso por espacio de diez años sufriendo las más horrorosas prisiones, en cárceles y castillos, de calabozo en calabozo, encerrado, sin luz ni comunicación, confundido con los hombres más facinerosos y criminales, cargado de hierros y casi desnudo, agotado de todo recurso, en el más deplorable estado de miseria, abandonado de todo el mundo, tratado de insurgente, por no haber negado jamás de ser americano, con el carácter firme de un verdadero insurgente a la monarquía española y teniendo la desgracia de que fueran vanas todas mis tentativas para salir de mi horrorosa situación…”.

No obstante el gobierno patrio pedía a sus agentes secretos en España, que pusieran en juego recursos para aliviar su situación, por ejemplo en agosto de 1812 el Triunvirato pedía:

“…se sirva auxiliar al referido Azopardo con la suma de 25 pesos mensuales, a fin de hacer menos amarga su situación y como es fácil que ayudado por las relaciones y sentimientos generosos de Ud. se proporcione algún escape para Inglaterra o cualquier otro punto de donde pueda trasladarse a América, encargo a Ud. en nombre de mi gobierno, tenga la bondad de protegerlo con lo que fuese necesario para que lo efectúe con seguridad y sin riesgo de que vuelva a caer su persona en manos de tiranos que lo imposibiliten volver a salvarse.”

Los españoles, algo habrán sospechado de intentos para liberar al reo, y creyendo que en San Sebastián Azopardo no estaba seguro y que la fuga era probable, lo trasladaron el 15 de febrero de 1815 a otro castillo llamado de la Cortadura, camino de Cádiz a San Fernando.

En la fortaleza militar de la Cortadura, no menos inhóspita que la anterior, encerraron a Azopardo en los calabozos subterráneos por un corto período de tiempo hasta la llegada a la península del general Vigodet. Decía nuevamente años después Azopardo:

“Sentenciado tres veces a la última pena, hasta que la tercera vez, llegó el general Vigodet, por la toma de Montevideo por los nuestros; se presentó al Gobernador de Cádiz para que suspendiera la ejecución por haber traído un oficio del Gobierno de Buenos Aires diciendo que: “la misma conducta que conserven con Azopardo, se observará con los demás prisioneros españoles es esta se quedó en espera de lo que determine Su Majestad.”

El 24 de noviembre de 1815, lo trasladaron a Ceuta. Donde era bien conocida la inhumanidad, la crueldad y el mal trato que recibían los cautivos en esta fortaleza, una de las más terribles de España, con estrechas, oscuras y malsanas bóvedas.

Allí teniendo por asiento una piedra, por lecho el piso desnudo, dos barras de grillos en las piernas, que con una cadena embutida en la pared le imposibilitaba todo movimiento, sobre su cabeza y en la pared el clásico dibujo de la calavera con dos fémures cruzados y la leyenda “piensa en la muerte”, los pies descalzos sobre el frío y áspero piso, apenas cubierto su cuerpo con un pantalón y una camisa, triste y pálido, con el corazón oprimido, el alma lacerada, presintiendo la muerte a cada instante, estrechamente vigilado por sus verdugos, que hasta presidían su mísera comida cuatro soldados y un oficial armados, pasó Azopardo cinco años.

Así, sentenciado tres veces a muerte, y otras tantas suspendida la ejecución, se salvó milagrosamente de la prisión por la revolución liberal de Riego de 1820, que abrió las cárceles a los presos políticos y como lo dice el mismo Azopardo. “resucité el sábado santo 1º de abril de ese año”.

Con un pasaporte para Algeciras, rápidamente se trasladó de dicha ciudad en un amanecer a Gibraltar, y allí tuvo que esperar siete días para que un barco inglés lo transportara a buenos Aires, donde llegó el 26 de agosto de 1820.

Inmediatamente se presentó a las autoridades de Buenos Aires, quienes le reconocieron sus despachos de teniente coronel de 1811, y se lo incorporó al servicio activo de la marina el 15 de febrero de 1821, y formó parte de la escuadrilla de Buenos Aires como segundo jefe, a las órdenes del coronel José Matías Zapiola.

En esas funciones el 28 de julio firmó el parte del combate de Colastiné que se había desarrollado el 26 de ese mes, a pesar de haber cumplido funciones pasivas, ya que con su buque se limitó a cerrar el tráfico.

Finalizada la lucha con ese combate continua como comandante del “Aranzazu”, hasta que es nombrado Capitán del Puerto de Buenos Aires, comunicación que recibió el 13 de diciembre de 1821.

Sería harto difícil reseñar la labor completa de Azopardo en la Capitanía del Puerto por las innumerables cuestiones que abarcó, y por el tiempo que estuvo al frente de dicha repartición, desde fines de 1821 hasta diciembre de 1825.

En general introdujo mejoras en las diferentes actividades que dieron nueva fisonomía a tan importante rama administrativa.

Dictó entre otros reglamentos que organizaron las diversas tareas de la Capitanía, el de policía marítima, de pilotos de río, para las visitas de sanidad, para el embarco y desembarco de pasajeros, para los buques de cabotaje mayor y menor, y para evitar los escándalos de toda clase de marinería en el puerto.

Entre otras medidas y comisiones se cuentan: el balizamiento de los bancos Ortiz y Chico, la colocación de boyas luminosas en el río, la limpieza del estuario de restos de embarcaciones hundidas, etc.

En vista de la tirantez de relaciones con el Imperio del Brasil, realizó la inspección y peritajes sobre los buques que deseaba adquirir el gobierno.

Así durante 1825 en la Capitanía no se hacía casi otra cosa que inspeccionar barcos, comprarlos si convenía, introducir en ellos algunas reformas para que pudieran cargar artillería y servir para la guerra, pedir armamento al Arsenal, además de ejercer una vigilancia estricta del puerto y las embarcaciones, tareas estas que realizaba Azopardo.

El 9 de septiembre de 1825, Zapiola lo propone para segundo jefe de la marina, lo que fue aprobado por Balcarce el 8 de octubre de 1825, y en esas funciones lo encuentra la declaración de guerra del Brasil el siguiente 10 de diciembre.

En vista del bloqueo establecido por la escuadra imperial al puerto de Buenos Aires y para prevenir un ataque a la ciudad presentó el 8 de enero de 1826 un proyecto de fortificación del puerto, pero este no fue aprobado.

A don Guillermo Brown se lo nombró jefe de la escuadra e izó su insignia en el bergantín “General Balcarce”, y Azopardo como segundo jefe de la escuadra, embarcó como comandante en el bergantín “General Belgrano”, los únicos buques de mayor porte.

El 15 de enero un bote del bergantín “General Belgrano”, que comandaba Azopardo, durante el ataque del bergantín “General Balcarce” a órdenes de Brown a una cañonera enemiga, apresó un buque mercante que huía custodiado por la escuadra brasilera.

El 8 de febrero zarpa rumbo a la escuadra enemiga, que estaba cerca de Colonia, participando del combate del 9 de febrero, en el cual sólo se batió Brown con la fragata “25 de Mayo”.

Luego de ese combate Brown acusaba a los comandantes de los otros buques de cobardía.

Herido en su honor militar y creyendo en la justicia que lo asistía, Azopardo, el jefe de mayor graduación, pidió se levante un sumario y que su conducta fuese juzgada en un Consejo de Guerra.

La causa concluyó el 20 de diciembre de 1826, y a Azopardo se le expidió cédula de retiro de la marina el 23 de febrero de 1827. Tiempo después Azopardo hace una presentación al gobierno en la cual expresaba: “…yo pedí y obtuve la formación de un Consejo de Guerra que, con arreglo a ordenanza me juzgase, y decidiese sobre mi culpabilidad o inocencia.

El Consejo se formó y después de seguir los trámites establecidos, no obstante confesar en su decisión que no hallaba cargo probado contra los acusados, no se atrevió a fallar definitivamente sobre nuestra inocencia y acordó remitir el proceso al Presidente de la República que lo era entonces don Bernardino Rivadavia.

Este proveyó que se sobreseyese en la causa, y se archive el expediente, dejando de este modo en problema nuestra reputación e impugne al que audazmente y prevalido de su posición se había atrevido a infamarnos.”

Retirado, vivió 21 años con su esposa e hijo en la casa que había adquirido en los arrabales de entonces de Buenos Aires, en las actuales avenida Corrientes y calle Libertad, y allí le llegaron los primeros nietos.

Era muy conocido y apreciado por los vecinos de la Gran Aldea , que lo llamaban mister Batista.

Su figura se mantenía recia a pesar de los años; recorría a pie la ciudad apoyado en su bastón de caña de la India con empuñadura de marfil.

Cuando le hablaban del combate de San Nicolás, su mano temblaba y oprimía con más fuerzas el bastón.

Se había hecho ya una costumbre en el Buenos Aires de esos años que la mayor parte de las refacciones y arreglos que requerían los buques mercantes próximos a emprender viaje, los efectuara Azopardo; reconocía así su experiencia y preparación en construcciones navales.

Durante sus viajes, muchos marinos le encomendaban la administración de sus bienes, que dejaban en Buenos Aires a su partida, por el alto concepto que de él tenían, no sólo por su capacidad sino principalmente por su honorabilidad y hombría de bien, y por la confianza que inspiraba.

Falleció en su casa el 23 de octubre de 1848, sus restos fueron inhumados dos días después en la Recoleta, su nieto puso sus restos bajo custodia del Centro Naval que los colocó en su panteón del cementerio del Oeste, y el 23 de octubre de 1948 fueron trasladados a una cripta del monumento al primer combate naval erigido en San Nicolás.

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