Joshua Norton, el funcionario preso por vagancia que se autodeclaró emperador de EEUU

Hay hombres poderosos, pero por cada uno que logra su cometido hay muchos que no pasan de aspiraciones y otros que solo logran acceder al poder en su propia imaginación.

La historia esta plagada de estos individuos megalómanos que se arrogan honores y puestos que solo existen en su mente: Joshua Abraham Norton, quien no dudó en proclamarse Emperador de los Estados Unidos y Protector de México, es uno de ellos.

Sin embargo y a pesar de la poca consistencia de sus títulos, 30 mil personas asistieron a sus exequias en enero de 1880. Un cortejo de 5 kilómetros lo siguió hasta su último reposo, mientras los periódicos publicaban extensos obituarios exaltando las pocas dotes del advenedizo que murió en la ruina.

¿Cómo es que una persona sin medios, ni prosapia ni dotes que lo enaltecieran logró ostentar tan elevados cargos? Pues, al parecer, lo hizo gracias a su imaginación exaltada y un ligero desbalance mental.

Nadie sabe exactamente donde nació, aunque algunos afirman que vino al mundo en los suburbios de Londres. Desde temprana edad viajó por el Imperio británico y tras la muerte de su padre decidió tentar fortuna en San Francisco donde, gracias a algunas exitosas especulaciones, hacia 1852 era uno de los hombres más prósperos de esa pujante ciudad.

Como China estaba pasando una de sus frecuentes hambrunas, Norton decidió hacer una compra especulativa de arroz peruano convencido de una inminente alza en los precios. Lamentablemente, muchos habían pensado como él y la oferta del arroz fue tal que el precio se derrumbó. Y con él, los sueños de fortuna de Norton, quien debió declararse en quiebra. Al parecer, fue esta desavenencia la causa que lo llevó a un estado de enajenación, aunque en estos procesos que cursan con megalomanía no se debe descartar una neuro sífilis, que entonces afectaba a miles de individuos.

Lo cierto es que el 17 de septiembre de 1859 Norton se proclamó Emperador de los EEUU, bajo el nombre de Norton I. En las fotos que se conservan, se lo ve blandiendo un sable, a la vez que luce un uniforme con charreteras y un sombrero emplumado, asumiendo el physique du role de un emperador, aunque parece necesitar un nuevo par de botas. Más tarde se autotitularía Protector de México.

Su primera medida fue disolver el Congreso estadounidense, como buen autócrata, dado que “el fraude y la corrupción previenen una expresión justa y apropiada de la voz pública”. A continuación invitó al general Winfield Scott a desalojar el Congreso, quizás una lejana parodia de la que más recientemente pudimos ver en el mismo lugar, durante la toma del Capitolio.

A lo largo de los 21 años que duró su reinado, impuso penas a aquellos que hablasen despectivamente de la ciudad de San Francisco y “ordenó” la construcción de un puente que unía la ciudad con la vecina Oakland –lugar que hoy conocemos como Golden Gate–. También mantuvo correspondencia con la Reina Victoria, que curiosamente contestó a sus misivas, e inspeccionaba periódicamente la ciudad donde tanto él como sus perros Lázaro y Bummer eran saludados con reverencias por sus súbditos. Asistía a misa de distintos credos, como quien no quiere crear recelos innecesarios, y concurría asiduamente al teatro, donde siempre tenía reservada una mesa.

Cuando uno de sus perros murió, el mismo Mark Twain escribió el epitafio del leal animal, fallecido con “muchos años, mucho honor y tantas enfermedades como pulgas”. Obviamente, un soberano debe emitir billetes y con esto Norton no se quedó atrás.

Cuando estalló la guerra civil, ordenó de inmediato el cese de las hostilidades (lo que demostraba tener más tino que los presidentes Lincoln y Jefferson Davis), aunque con poca suerte. En una oportunidad, irrespetuosos guardianes del orden lo pusieron preso por vagancia, creando una notable rebelión cívica que obligó a liberar al monarca con las debidas excusas, que Norton acepto a regañadientes.

Como todo funcionario honrado -y a pesar de cobrar impuestos que muchos habitantes de San Francisco pagaron religiosamente hasta que Norton exhaló su último aliento- nunca hizo fortuna y hasta cayó en la pobreza, obligando a sus súbditos adinerados a comprar un féretro más decente que el pobre cajón que acogía sus restos.

Norton confirma el viejo slogan de mayo del 68′: “la imaginación al poder”, o en todo caso, la insania, como la que vivimos cuando la locura y el fanatismo se adueñan de mentes febriles.

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