Franz Liszt (1811-1886)

Durante los últimos años de su existencia, el gran músico se había alejado de la vida mundana para abrazar los hábitos franciscanos. Atrás habían quedado sus innumerables romances y conquistas amorosas. A pesar de los años y de su precaria salud, asistió al festival de Bayreuth que su hija Cósima organizaba en honor a su esposo, Richard Wagner, recientemente fallecido. Altiva y dominante, hasta el más mínimo detalle debía serle consultado en la organización del evento. Tan atareada como estaba, le prestó poca atención a su padre que, después de un largo viaje, no dejaba de toser.

En un esfuerzo heroico, Liszt asistió a la ejecución de Parsifal. Tres días más tarde, a instancias de Cósima, concurrió a la representación de Tristán e Isolda. Los presentes se asombraron al ver a Liszt tan decaído, apoyándose sobre las paredes para caminar; durante la función, comenzó a escupir sangre. Inmediatamente fue conducido a su habitación. Un profesional le diagnosticó neumonía e indicó un pronto tratamiento. Cósima, expeditiva como siempre, prohibió las visitas pero, ocupada como estaba en la organización del festival, dejó solo a su padre, que languidecía en una habitación. Afuera lo esperaban sus fieles discípulos, Lina Schmalhausen y Adelheid von Schorn, desesperados por ver al maestro.

El cuadro empeoró a pasos agigantados. El 30 de julio, Liszt comenzó a delirar. Al día siguiente, a las dos de la tarde, estando Cósima presente, Liszt lanzó un grito estremecedor y después cayó en coma. La última palabra que se le escuchó fue “Tristán”. Poco después entregaba su alma al Señor.

A pesar de la muerte de su padre, Cósima continuó con el festival. Este había pedido que se lo enterrara con su hábito franciscano y que se rezara una misa de réquiem en su memoria. Ninguno de sus deseos fue cumplido. Un pastor luterano despidió el cuerpo del músico con una escueta bendición. No hubo réquiem, ni música, ni coros, y Liszt se fue de este mundo sin su sayo redentor.

Mientras el cortejo fúnebre avanzaba por las calles de la ciudad, uno de los asistentes al festival de Bayreuth preguntó quién había muerto.

“¡Ah! —comentaron al pasar—. Creo que era el suegro de Wagner”.

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