Si usted conoce algo de música francesa, probablemente lo primero que se le venga a la cabeza cuando se habla del tema sean algunos de los grandes nombres de la chanson. Tan difundido es el tema, que podríamos citar largas listas de cancionistas e intérpretes tan fabulosos como Édith Piaf, George Brassens, Yves Montad, entre muchos más, que con un inmenso talento desde mediados del siglo XX habían salido a conquistar el mundo. De todos ellos, sin embargo, hubo alguien que, además de crear canciones inmortales, siempre se destacó por incluir en sus actuaciones una pasión y calidad inigualables. Su nombre era Jacques Brel.
Belga de nacimiento, él había llegado al mundo en abril de 1929 en el seno de una familia acomodada de industriales. No le faltaba nada, pero como muchas de las personas de su generación, que vivieron la Segunda Guerra siendo adolescentes, la sensación que le quedaría a Brel de sus primeros años siempre fue una de severidad, marcada por el mandato paterno y una fuerte educación católica.
Frente a este clima represivo, sin embargo, el joven encontró los medios para hacerse de la libertad a través de la escritura. Había empezado a explorar esta veta siendo muy joven, pero para inicios de los cincuenta descubrió que el formato de la canción – por su brevedad – le resultaba óptimo para expresar sus ideas. Armado de sus letras, empezó a cantar y, aun si se había casado y formado una familia en los primeros años de la década de 1950, en la misma época decidió que debía probar su suerte como artista.
Pronto Brel se volvió una cara conocida en Bruselas, ya que cantaba en todos los lugares que lo recibieran, pero para 1953 decidió darle un nuevo impulso a su carrera. Grabó su primer demo – un disco de 78 rpm – y confiado lo mandó a las oficinas de Jacques Canetti, agente teatral francés y director artístico de Philips. Inmediatamente, Brel vio su talento confirmado cuando éste personaje, encantado con la propuesta del cantante belga, lo invitó a grabar e instalarse en París.
Una vez más, entonces, la decisión difícil fue tomada y Brel se fue, dejando atrás a su esposa e hijas. Situación difícil de por sí, la cuestión se complicó en la medida que el ascenso a la fama se hizo desear. Es que, si bien el talento estaba, el aspecto del cantante resultaba repelente para muchos. En la mayoría de los teatros donde Canetti lo metían le decían que era demasiado feo, demasiado largo, demasiado exagerado, y siempre le sugerían que lo mejor sería que simplemente se dedicara a la composición. Pero Brel, no los escuchó y siguió adelante con su tenacidad característica.
Así, siguiendo su instinto, las puertas se empezaron a abrir. A fuerza de insistencia, para 1955 llegaron los primeros discos, las aclamaciones en el Olympia y los grandes teatros parisinos, y la posibilidad de relocalizar a su familia más cerca suyo. Pronto, ya para finales de la década, Brel se había transformado en un ídolo de la canción.
Con temas como “Ne me quitte pas” (1959), “La valse à mille temps” (1959), “La Fanette” (1963) o “Amsetrdam” (1964), él pudo demostrar su versatilidad como compositor, elaborando canciones típicas de la chanson en tanto que eran articuladas desde el corazón. Pero, más que hacerlo de forma autobiográfica, según ha contado su hija France, Brel – todo un filósofo en día a día – se ocupaba de lograr que sus palabras pudieran transmitir al oyente una experiencia universal de lo que era vivir.
Las letras, además, cobraban una dimensión completamente diferente cuando Brel salía a escena y las interpretaba. Aún hoy, sólo con ver los vídeos que circulan por la web, uno puede acercarse a la belleza de su acto, entendiendo que las inflexiones, los movimientos – así como las manos, la cara, el sudor -, todas las cosas eran herramientas que él usaba para vivir y transmitir aquello que estaba cantando.
Con tal intensidad y magnetismo, no llama a nadie la atención que el anuncio de su retiro en 1966, estando en la cúspide de su carrera, fuera tomado como una tragedia. Muchos, incluso gente de su entorno, no lo podían entender y, en el fondo, esperaban que no lo hiciera. Y, sin embargo, Brel estaba decidido. El 6 de octubre de 1966, tras tres semanas de recitales, Brel se despidió de su público en el Olympia a lo grande. Aún si en esta oportunidad la gente lo aclamó por más de media hora, rogándole que volviera, él agradeció el amor de sus fanáticos, pero se mantuvo impasible. Según él diría luego, cantar en escena – eso que lo había cautivado 15 años antes – se había vuelto una rutina y él no quería traicionarse a sí mismo o a su público transformándose en una pantomima. Por eso, la decisión de partir apenas reparó en ese detalle le pareció lo más honesto que podía hacer.
Esta movida audaz, desde ya, no significó la desaparición de Brel de la vida pública. Los discos continuaron saliendo todavía por un par de años y, a su talento musical, él pronto sumó triunfos en el terreno actoral. Para el teatro, en 1968 adaptó y protagonizó con gran éxito de taquilla durante 130 funciones el musical El hombre de la mancha. En 6 años entre 1967 y 1973, además, actuó en una decena de películas, destacándose en Mon oncle Benjamin (1969) y en L’Emmerdeur (1973) de Édouard Molinaro. No contento con eso, también quiso dirigir y realizó dos películas – Franz (1971) y Le Far West (1973) – que, sin embargo, no fueron bien recibidas. Por primera vez en su carrera Brel había fallado realmente en algo y el golpe, se ve, fue tan duro que él decidió retirarse del mundo del cine.
Para esta época, igual, Brel ya conocía a la perfección la rutina de la reinvención y, esta vez, reapareció como piloto y navegante. Dando rienda suelta a una pasión que había empezado a cultivar en la década anterior, el belga sacó licencias, se compró vehículos y empezó a soñar, incluso, con dar la vuelta al mundo. De hecho, llegó a viajar a las Canarias y a Tahití, enamorándose de las islas, pero los problemas de salud entraron en escena y coartaron sus deseos.
Tras años de haber fumado 100 cigarrillos diarios, en 1974 Brel fue diagnosticado con un cáncer de pulmón severo. El resto de la década se la pasó tratando de balancear los tratamientos con su vida y, sorprendentemente, pudo grabar todavía un último disco en 1977, aún después de que le extirparan una parte del pulmón infectado. Su estado, de todos modos, no era para nada bueno y lo pronósticos empeoraban cada día, por lo que buscó instalarse en Bobigny, Francia para recibir tratamientos oncológicos especiales que no resultaron del todo efectivos. Finalmente, el 9 de octubre de 1978 Brel falleció a la edad de 49 años. Su cuerpo fue llevado a la Polinesia y reposa hoy muy cerca del de Paul Gauguin en el cementerio de Autona.
Tal como había sido en vida, de forma póstuma, su talento continuó inspirando a generaciones de cantantes y su fama llegó a expandirse mucho más allá de las fronteras del mundo francoparlante. Así, aún para aquellos que desconozcan el nombre de Brel, su identidad persiste en las voces de artistas como Nina Simone, Frank Sinatra o David Bowie que en traducciones o versiones de sus temas contribuyeron a difundir su obra.