Intimidad de una Pandemia – Parte XVI

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Ni Hemingway, ni Faulkner, ni Fitzgerald dedicaron una página a esta epidemia. John Dos Passos padeció la enfermedad y apenas describe sus vivencias .

Mary McCarthy perdió a sus padres durante la epidemia y describió su dolor como huérfana, pero no cuenta sus vivencias de cruzar un país atravesado por la muerte en las Memorias de una chica católica.

La única que recoge el horror de la epidemia fue Katherine Porter, quien estuvo lo suficientemente enferma como para ver escrito su obituario. Al final se recuperó, no así su novio que falleció víctima del virus . Estas experiencias las vuelca en Pale Horse, Pale Rider.

Se escribe sobre la guerra, revoluciones y conflictos armados, se ha escrito sobre el Holocausto, pero los hombres parecen olvidar los horrores de la naturaleza, quizás porque les hace tomar conciencia de su fragilidad. Para evitar esta incertidumbre se buscan culpables, personas “responsables” del horror que, generalmente, son ajenos a la idiosincrasia de los grupos de poder: los extranjeros, los pobres, los chinos, los negros… Aunque no se pueda establecer un vínculo ó una relación causal más allá de los prejuicios.

1918 (y los años que lo sucedieron) fueron años terribles que sin embargo no perseveraron en la memoria de la gente y solo reflotan en medio de otra epidemia que cursa como un enorme experimento social: nunca antes tanta gente estuvo encerrada en sus hogares. Nunca antes la gente estuvo tan comunicada y sin embargo ese exceso de comunicación crea en ellos una incertidumbre mayor. El exceso de información puede ser más contraproducente que la ausencia de información, porque en la ignorancia cada uno crea sus certezas, sus verdaderas, en el exceso mediático debe distinguir verdades de falsedades, fake news vs real news. Y esta diferenciación crea más ansiedad que en el presente estado de cosas se acompaña de cierta morbosa tendencia masoquista: En medio de la pandemia aumentó el consumo de películas de desastres y enfermedades, La Peste de Camus se volvió un best seller. Y los medios nos mantienen informados minuto a minuto, en vivo y en directo, sobre el número de enfermos (poco importa porque el virus nos alcanzará a casi todos, tarde o temprano) y la cantidad de defunciones (que es el parámetro más fideligno de la gravedad de la epidemia). Es el mismo morbo que describen los habitantes de algunas ciudades norteamericanas, en las que existía la costumbre de colgar crespones en las puertas de las casas. Blancos, si la víctima era joven. Negro si el muerto era mayor de edad. Cada mañana los niños de barrio solían a realizar el recuento de víctimas y este “censo” era tema de conversación obligada al momento de la cena, dejando de lado el pensamiento que mañana podrían ser ellos las víctimas.

Para que una política sanitaria tenga éxito, las medidas a tomar deben tener en cuenta estas conductas propias del hombre: el miedo a lo desconocido, la esperanza que deposita en el gobierno ,en la ciencia y en los médicos en particular.

Sin confianza en la conducción todas las medidas que se tomen son inútiles y para crear confianza se debe transmitir la verdad y muchas veces ese camino pasa por reconocer la ignorancia.

En 1918, muy pocos sospechaban que un virus era el agente causal. Desde entonces se sabe que el virus de la influenza (no así el coronavirus que se origina en los murciélagos) tiene un origen aviario que saltó al humano recombinando con otro virus que adquirió el gen de la hemaglutinina humana permitiendo que este virus se adhiera a las células del hombre.

Si extrapolamos la incidencia de muertos en la pandemia de 1918 a nuestros días, diríamos que por lo menos morirían entre 150 a 450 millones de personas, pero eso es inexacto e inapropiado. Entonces, la mayor parte de las muertes se produjeron por sobreinfecciones bacterianas que hoy podrían tratarse con antibióticos.

Es bueno saber que el virus de la influenza mata 650.000 personas al año en todo el mundo. En EEUU ,las muertes por gripe oscilan entre 5.000 a 55.000 individuos al año dependiendo de la virulencia del virus y la eficacia de la vacuna utilizada ese año (porque las cepas de virus cambian año a año).

Las epidemias de influenza de las que se tiene memoria estadística, es decir la de 1889, 1918, 1957, 1968 y 2009 todas evolucionaron por brotes. Y cada uno de esos brotes fue diferente. Así se explicó en 1918 y así transcurrió en las pandemias citadas, con brotes más letales y otros menos mortíferos. Por tal razón no es completamente extrapolable la experiencia previa al actual proceso del COVID-19.

Las vacunas contra la influenza que se usan apuntan a atacar el antígeno de la hemaglutinina pero este, lamentablemente, muta periódicamente. Si consideramos que billones de virus invaden a un organismo, aunque la tasa de mutación sea baja, millones de virus distintos se generan en períodos muy cortos debido a errores en la transmisión de su código genético. De allí que las vacunas contra la influenza deban cambiar anualmente y su efectividad varía notablemente.

Entre el 2003 y el 2017 esa efectividad estaba entre el 10% y 70%. Sólo se puede prevenir algunos casos, no todos. Y la producción de vacunas lleva meses, tantos que la vacuna cuando está disponible no está atacando el virus actuante en ese momento. Siempre se corre el riesgo de llegar a la fiesta cuando ésta se acaba.

Algunos antivirales ó drogas con efecto viricida pueden atrasar la evolución hasta obtener la vacuna adecuada. En este contexto del COVID, me llama la atención que ningún antiviral sea efectivo, que la hidroxicloroquina no haya sido usada precozmente en la evolución de la enfermedad (a pesar de ser probada su efectividad in vitro) y que una droga barata y aprobada por la FDA, usada por cientos de millones de personas y animales como la ivermectina (también efectiva un vitro) no haya sido sometida a estudios más profundos y analizada su capacidad de prevenir el COVID-19. Estas drogas al menos, ¿podrían contener el avance de la pandemia hasta tener recursos más efectivos? Es una duda a la que tenemos respuesta.

Mientras el tema farmacológico se esclarece (y cada vez que tocamos un tema de estos volúmenes hay billones de dólares en juego), nos quedan las medidas higiénicas, como la cuarentena. Un dato que se observó en 1918 analizando los cuarteles afectados fue que de los 120 que existían entonces, 99 impusieron cuarentena y 21 dejaron entrar libremente a los soldados. Al final no hubo diferencias estadísticamente significativas de mortalidad o morbilidad entre los cuarteles que cuarentena o sin restricción ¿Por qué se dio este resultado? Porque en los 99 que se impuso la cuarentena solo el 40% cumplió la norma estrictamente. Si ese “compliance” era difícil en un cuartel con disciplina militar, lo es mucho peor entre civiles.

Sabemos que el grupo más afectado por las epidemias es el personal médico. Este luctuoso saldo no solo se debe a la exposición sino a fallas en el cumplimiento de los protocolos de seguridad. Se debe prestar atención a las pequeñas cosas y el personal afectado suele ser el que toma algún atajo del protocolo. El diablo está en los detalles y el éxito en el rigor. En una experiencia documentada usando el barbijo recomendado, el N95, se pudo apreciar que el personal entrenado no lo usaba correctamente en el 60% de los casos! Poner medidas de restricciones en el público y su éxito para contener la diseminación de la virosis depende del cumplimiento y la obediencia de normas. En las medidas recomendadas por el gobierno mexicano durante la epidemia del 2009, el uso de máscaras o barbijos solo fue utilizado en el 65% de los casos durante el período inicial. Cuatro días más tarde había bajado al 25%.

La atención a los datos es esencial para poder detectar las modificaciones en la conducta de una cepa especial para tomar las medidas adecuadas cuando se reinician los brotes. Y en estos días estamos presenciando la segunda ola de contagios. Habrá que tomar medidas más drásticas cuyo cumplimiento será más difícil de llevar. Y eso tiene un costo económico y un costo ético. En la respuesta del público siempre hay un componente emocional, que dependerá de la percepción sobre la conducta de sus líderes y la sinceridad y la convicción que transmiten los funcionarios cuando se dirigen a la población. No solo deben ser virtuosos sino también aparentarlo. El público no siempre reacciona racionalmente sino emotivamente. Las emociones no son ausencia de razón; las emociones llegan a corromper la razón.

El “riesgo comunicacional”, sea por exagerar o minimizar las causas y efectos de la epidemia, es la lección que nos ha dejado la pandemia de 1918. Los gobiernos deben decir la verdad, no manipularla.

El terror acecha a la mente humana cuando se enfrenta a la incertidumbre. Esa es la base argumental de toda película de terror.

En 1918, las mentiras oficiales y de los medios solo asistieron a crear miedo cuando la gente percibía la discrepancia entre el discurso y lo que veía a su alrededor. El público no confiaba en el “pastorcito mentiroso” y cuando al final apareció el lobo, no creyeron en los avisos oficiales y todo terminó peor de lo pensado. El vínculo que mantiene unida a una sociedad es la verdad y en la guerra, y en las crisis, la verdad es la primera víctima, aunque use barbijo…

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