La figura permanece de Humphrey Bogart está grabada en la memoria colectiva como arquetipo del hombre duro, ese que es capaz de avanzar en medio de las más terribles adversidades a base de aceptarlas como envites consustanciales a una existencia en la que las penas son la regla y las escasas alegrías, las excepciones que confirman aquella. Un sujeto de rostro impasible que solo en contadas ocasiones deja asomar su tierno corazón, pero que cuando lo hace encuentra con la guardia bajada a cuantos se hallan a su alrededor. Un conquistador empedernido que parece estar de vuelta de todo y que apenas aspira a hallar un poco de paz en una vida repleta de tragedias. Un día como hoy, nacía una estrella que aún hoy, más de medio siglo después de su muerte, sigue brillando en el firmamento cinematográfico.
Hijo de una dibujante y un cirujano, Bogart creció en Nueva York, en el seno de una familia acomodada. Tenía a su disposición todos los elementos materiales necesarios para llevar una alegre existencia. Otro cantar era lo que ocurría entre bambalinas. Bajo el lujoso escaparate se ocultaba un matrimonio disfuncional, con una madre alcohólica y un padre adicto a la morfina. El pequeño Humphrey DeForest Bogart carecía del cariño necesario para lograr un completo desarrollo emocional. Emergió, por el contrario, un carácter rebelde que encontraría en el tabaco y en el teatro una perfecta válvula de escape que le permitiría exorcizar sus demonios.
Era incapaz de plegarse a las normas impuestas por otros. Expulsado del rígido instituto en el que le había inscrito su padre, los planes de labrarse camino en el campo de la medicina se vinieron abajo. Diestro navegante, se alistó entonces en la Marina y fue destinado al buque S.S. Leviathan. La Primera Guerra Mundial vivía sus últimas batallas, pero Bogart tuvo aún tiempo de entrar en combate, resultando herido cuando un torpedo alcanzó el buque en el que iba. Un fragmento de madera le alcanzó en la boca, alterando para siempre su manera de hablar. Sería uno de los sellos distintivos de Bogart una vez que se aventurase en Hollywood, junto a su melancólica mirada.
Pasión en Casablanca
A comienzos de los años veinte, debutaba en el teatro gracias al productor William A. Brady, padre de un viejo compañero de estudios. Poco después probaba fortuna en el cine, con pequeños papeles, muchos de ellos como gángster de tres al cuarto. Hasta que en 1941 Raoul Walsh le reclutó para “El último refugio”, película que significaría el despegue de su carrera. Ese mismo año se metía en la piel de Sam Spade, el irónico, terco y cínico detective creado por Dashiell Hammett.
“El halcón maltés” inmortalizaría a Bogart junto con su inseparable cigarrillo. Pero la historia podría haber sido distinta en caso de que George Raft, el primer actor al que se le ofreció el papel, se hubiera plegado a trabajar con un por entonces inexperto John Huston. “Boogie” no fue tan melindroso. Resolvió el enrevesado crimen que se le había planteado y mandó a prisión a la culpable. Que esta fuera la mujer de la que se había enamorado poco importaba. Él cumpliría con su deber por mucho que hubiera de ahogar en alcohol las penas de su afligido corazón.
Lo mismo que en su siguiente y más extraordinario éxito, “Casablanca” (Michael Curtiz, 1942). La que para muchos es la mejor película que se ha rodado nunca mostraba a Bogart atrapado en el dilema planteado por la necesidad de escoger entre el amor y la virtud. Inevitablemente, acaba cediendo a esta, dejando partir a la dueña de su corazón, sabedor de que ella es el motor que hace girar una empresa mayor, la resistencia contra los nazis de la que forma parte su marido, Victor Laszlo.
La imagen de Rick Blaine viendo partir a su amada en un aeropuerto invadido por la niebla mientras le espeta al capitán Renault la inmortal frase “creo que este es el principio de una gran amistad” quedaría para siempre como abanderada de un modo de entender el cine sobre el que sería ya imposible volver.
Estar a la altura de ese personaje sería imposible para casi cualquiera. Pero Bogart tuvo tiempo de demostrar en su vida que llevaba dentro de sí parte de la grandeza espiritual de Rick. La ocasión se la sirvió en bandeja Joe McCarthy, el senador obsesionado con internarse en las cloacas de la sociedad estadounidense para hacer aflorar la supuesta podredumbre comunista que amenazaba con colapsar el sistema. El actor sería uno de los perseguidos por su Comité de Actividades Antiamericanas.
Pero nada haría arredrarse a “Boggie”. Mientras compañeros de profesión como Gary Cooper o Ronald Reagan colaboraban con la “caza de brujas”, el protagonista de Cayo Largo (John Huston, 1948) se erigía en uno de los líderes del denominado Comité de la Primera Enmienda, a través del cual denunció el atentado contra los derechos civiles que se estaba llevando a cabo.
A su lado, entre otras, Lauren Bacall, su cuarta esposa, la mujer que le aportó un mayor grado de felicidad y que le acompañaría hasta su lecho de muerte. La envidia de miles de féminas cuyo corazón aún hoy se rompe cada vez que contemplan el desgarrado amor que Humphrey Bogart le profesa a Ingrid Bergman en el local más popular de Casablanca.