*Este artículo apareció en la edición impresa del diario EL PAÍS (España) del martes, 27 de noviembre de 2007.
En el cementerio de Putney Vale, en el extrarradio de Londres, yace enterrado un misterio tan grande como el de Tutankamón: el de su descubridor.
No sabemos quién fue en realidad Howard Carter, un hombre desconcertante, ambicioso y arribista, perseverante y sensible, con facetas inquietantemente oscuras y al que debemos sin embargo uno de los hallazgos más dorados y luminosos de la historia.
La tumba de Howard Carter -en la que ciertamente no hay oro, ni estatuas, ni carros- es pequeña y discreta, indigna de un arqueólogo de su categoría. Apenas una lápida negra y dos metros de tierra inglesa en la que ha germinado hierba y algunas humildes flores. Hallarla no es difícil: se encuentra cerca del paseo central del cementerio, en la parcela 12, al lado de la de Lucy, hija única de Isaac T. Nicholson, mayor del 23º regimiento de infantería nativa de Bombay. En el gótico y solitario camposanto, digno de Bram Stoker, surgen como espectros ardillas y mirlos.
Una intensa frase figura en la lápida de Carter: “Pueda tu espíritu vivir, durar millones de años, tú que amas Tebas, sentado con la cara al viento del norte, los ojos llenos de felicidad”. Es la inscripción de la bella copa de alabastro de Tutankamón, verdadero grial egipcio, símbolo de vida eterna y que, por cierto, puede admirarse en la exposición de sus tesoros en Londres. Alguien ha dejado un pequeño busto de Tutankamón sobre la lápida de Carter. Hay otras pequeñas y misteriosas ofrendas en la tumba: dos escarabeos baratos, de esos de todo a cien de Luxor, un incoherente angelito. Y lo más conmovedor: un corazón de piedra, que remite, para el observador, a la dureza de carácter del arqueólogo.
Nacido en Kensington, hijo de un artista especializado en pintar animales que retrataba las mascotas de los ricos, Carter, el menor de 11 hermanos, heredó el talento natural de su padre para el dibujo, lo que le fue muy útil en su carrera arqueológica. Un campo en el que fue siempre visto por muchos de sus colegas como un amateur, pues no tenía estudios académicos (de hecho su educación fue muy superficial). Nunca supo expresar sus sentimientos íntimos, excepto en algunas de sus reflexiones sobre Tutankamón.
“Es asombroso lo poco que se conoce de su vida privada”, escribe su biógrafo, T. G. H. James, al final de las 400 páginas de la espléndida Howard Carter. The path to Tutankhamun (Kegan, 1992). En eso no es distinto Carter del joven rey.
No se casó ni tuvo hijos. James recalca la dificultad de que tuviera auténticas amistades un hombre caracterizado por una “irascible timidez”, complejo y “pomposo”. Un arrebato de mal genio fue la causa de su caída en desgracia en 1905 tras un altercado con turistas franceses, con los que llegó a las manos en Saqqara, episodio que le costó el cese como inspector jefe de antigüedades y tener que malvivir varios años humillantes como guía, artista, dragomán y dealer de objetos faraónicos.
A lo largo de su vida, Carter fue siempre un solitario. No se le conoce ninguna relación sentimental. En su canónico Tutankamón, la historia jamás contada (Planeta, 2007), en el que revela que Carter mintió en su relato oficial del descubrimiento de la tumba, Thomas Hoving describe a Carter como “abnegado, enérgico, obsesionado con el método, conducido por la ambición (…) impetuoso, testarudo, insensible, poco diplomático, falso y mendaz a veces”. Dice que Carter “socavó sus logros y se torturó a sí mismo y a los demás durante toda su vida”.
Después de terminar su trabajo en la tumba de Tutankamón, en 1932, Carter dijo que pretendía hallar la de Alejandro Magno, y sugirió que sabía dónde estaba, pero que se guardaba el secreto para él. Murió a los 64 años, a causa de un hodgkins, un cáncer linfático. Tras su muerte, varios objetos de la tumba de Tutankamón en su poder, y que no figuraban en el inventario de la excavación, llegaron discretamente (para evitar el escándalo) al Museo Egipcio de El Cairo. Otro episodio oscuro de Carter es su papel como agente de Inteligencia durante la I Guerra Mundial. Se le achaca haber participado, émulo de Lawrence de Arabia, en la polémica voladura de la base del Instituto Arqueológico Alemán en Qurna.
Sólo un puñado de personas acudieron a su austero entierro en 1939, digno colofón de una vida de triste éxito. La leyenda ha querido que entre ellas se contaran tres mujeres veladas y llorosas, lo que ha dado pie a imaginarle secretos y románticos idilios (lo han hecho en sendas novelas Philipp Vandenberg y Christian Jacq). Parece que su supuesta amante francesa es puro bulo. En el entierro, sin embargo, estaba lady Evelyn Herbert Beauchamp, la hija de lord Carnarvon y compañera de peripecias egiptológicas de su padre y Carter. Es posible que la joven se enamorara del maduro arqueólogo. Pero parece que Carter nunca perdió de vista cuál era su lugar y lo imposible que hubiera sido una relación. Es probable que además no le interesara en absoluto. Nunca se conocerán las inclinaciones sexuales de Howard Carter, ni qué afectos calentaban su secreto corazón conquistado por Egipto. Pero en esta tarde en Putney Vale, cuando el ojo enrojecido del sol se pone justo detrás de la tumba del descubridor de Tutankamón, uno no puede sino musitar un agradecimiento por todas las maravillas que nos reveló. “Las sombras se mueven pero la oscuridad no se desvanece”, escribió Howard Carter de Tutankamón. Podría haber dicho lo mismo de él.Fue un solitario. No se le conoce ninguna relación sentimental