Gene Wilder era genial cuando estaba tranquilo y sereno. Pero cuando perdía el juicio, era extraordinario.
Wilder, quien a menudo actuó junto a figuras imponentes como Zero Mostel y Richard Pryor, era el personaje serio que solía terminar en una camisa de fuerza. Su enorme rango le permitía pasar de una dulzura apacible a una demencia irracional, y todo lo que hay de por medio.
Wilder murió el 29 de agosto de 2016 en Stamford, Connecticut, de complicaciones relacionadas con la enfermedad de Alzheimer. Tenía 83 años.
Con un cabello rizado indomable, un rostro melancólico y un destello de locura en su mirada, fue un terremoto de neurosis que estremecía parpadeando y sudando antes de quebrarse y pasar a un estado de histeria.
“¡No puedo parar! ¡Estoy histérico!”, gritó como Leo Bloom en “Los productores” cuando el bien planificado fracaso de Broadway se negó a fracasar. Su socio (Mostel) intenta calmarlo echándole un vaso de agua en la cara. Pasa un segundo. “¡Estoy mojado! ¡Estoy mojado! ¡Estoy histérico y mojado!”.
Nacido Jerome Silberman en Milwaukee, Wilder comenzó a actuar para su madre, quien quedó medio paralizada por un ataque cardiaco cuando él tenía seis años, como una manera de entretenerla y alegrarla. Con el tiempo estudió con Lee Strasberg en el Actor’s Studio, pero ese aura inicial – de risa rodeada de oscuridad – nunca lo abandonó.
“Vengan conmigo y entrarán a un mundo de pura imaginación”, cantó en “Willy Wonka y la fábrica de chocolate”. Su Wonka fue de inmediato un clásico inconfundible. Su combinación de encanto y extravagancia, oscuridad y rareza le inyectó vida al relato de Roald Dahl. Su Wonka fue demasiado para los primeros públicos (el filme fue tuvo un buen desempeño en taquilla) pero llegó a ser adorado por su desequilibrada complejidad.
“Soy un actor, no un payaso”, Wilder solía decir.
Sus primeros papeles en la pantalla grande fueron un festín de locura: un director de funeraria secuestrado en “Bonnie y Clyde“, el médico que se enamora de una oveja llamada Daisy en la cinta de Woody Allen “Todo lo que usted quiso saber de sexo y nunca se atrevió a preguntar”.
“Mi exterior tranquilo solía ser una máscara de mi histeria”, dijo a la revista Time en 1970. “Después de siete años de análisis, se convirtió en un hábito”.
El truco de Wilder por los extremos neuróticos, sin embargo, funcionaba solo por su ternura subyacente. Metido de lleno en sus personajes, Wilder era totalmente impredecible.
En “El joven Frankenstein” de Mel Brooks, en la que dio vida al Dr. Frankenstein, ofreció una de sus mejores actuaciones como un científico loco con sus propios demonios y una sensibilidad aguda para pronunciar su apellido. La escena en la que él y su monstruo cantan y bailan al ritmo de “Putting on the Ritz” vestidos de esmoquin, resumiría más que cualquier otra a Wilder en toda su grandeza.
También podía ser sentimental. El título de su libro de memorias de 2005, “Bésame como un extraño”, provino de su difunta tercera esposa Gilda Radner, a quien conoció mientras filmaban juntos “Hanky Panky” en 1982. Era una franse que Radner solía decirle, y su significado era un misterio para Wilder, quien rara vez actuó tras su deceso en 1989.
Wilder era mucho más que un actor cómico. Era guionista (coescribió “El joven Frankenstein” con Mel Brooks), director de cuatro filmes, novelista y actor de teatro.
A Brooks lo conoció a través de Anne Bancroft, con quien protagonizó la obra de Brecht “Mother Courage”. Sus colaboraciones – “Locuras en el oeste”, “El joven Frankenstein”, “Los productores” – constituyen una de las más grandes duplas de la comedia.
Wilder y Richard Pryor también hicieron un dúo excepcional, aunque con resultados más mixtos, en “Locos de remate” y “El expreso de Chicago”, “Ciegos, sordos y locos” y “Uno miente, el otro engaña”.
Wilder, que evitaba las entrevistas, se mantuvo enigmático a lo largo de sus muchas décadas en la industria del espectáculo. Conocimos a sus personajes mejor que a él.