La demanda de objetos de lujo (como la seda, las joyas y el marfil), de especias y de metales preciosos necesarios para fogonear la actividad comercial y mercantil se acentuaron hacia la mitad del siglo XV, pero estos productos llegaban a Europa a través de intermediarios que encarecían su valor. En la primera mitad del siglo, las relaciones comerciales con la India estaban monopolizadas por los árabes, que comerciaban con la República de Venecia y en menor medida con Génova, potencias marítimas ambas, que dominaban gran parte de las rutas comerciales marítimas en el Mediterráneo entre Europa y Asia. Desde la toma de Constatinopla en 1453, la llegada de esos productos también se veía dificultada y hasta bloqueada por el dominio otomano en el Mediterráneo oriental.
Todos estos productos que venían del sudeste asiático y de la India llegaban a través del mar Rojo y Egipto o por el golfo Pérsico y Turquía; la seda y la porcelana de China llegaban por rutas continentales. Pero por cualquier ruta que fuera utilizada, debido a la cantidad de intermediarios, los productos llegaban a Europa muy encarecidos en su precio.
Por un lado la necesidad de buscar nuevas rutas para conseguir los productos buscados, y por otro lado los avances en la navegación y en la confección de mapas confiables, fueron haciendo posible una sucesión de descubrimientos y conquistas. Portugal y España fueron los líderes en esa búsqueda de oportunidades; Vasco da Gama llegó a la India luego de rodear la costa africana, y Cristóbal Colón, buscando también llegar a la India, encontró un continente desconocido para Europa. Después de ellos, Holanda, Inglaterra y Francia siguieron conformando empresas de ultramar con similares objetivos. El ansia de riqueza de reyes y gobernantes europeos y el interés evangelizador de la Iglesia inauguraron así un nuevo escenario mndial, en el que Europa colonizaría muchas y extensas zonas en todo el mundo.
Con los aportes de los árabes, la ciencia náutica se enriqueció notablemente. El “Almagesto”, un tratado astronómico escrito por Ptolomeo, las obras de Aristóteles sobre el “espacio celeste” y las obras del cardenal Pierre d’Ailly (“Imago Mundi”, escrita a principios de siglo), que consideraban la posibilidad de dar la vuelta al mundo por mar, alumbraban nuevas teorías y posibilidades.
Desde fines del siglo XV los portugueses navegaban fijando su posición basados en la estrella Polar y luego por la altura del Sol. El rey Fernando II de Aragón (rey católico) inculcó en sus navegantes que estudiaran el uso del cuadrante y el astrolabio en la Casa de Contratación de Indias, una institución de la Corona establecida en 1503 y creada para fomentar la navegación a y desde los territorios españoles de ultramar. Se usaron cada vez más las tablas astronómicas, el sextante y la brújula (que se conocía en China desde el siglo XI pero en Europa recién desde el siglo XIII).
Las cartas marítimas, que desde principios del siglo XIV registraban solamente el mar Mediterráneo y el mar Báltico, fueron perfeccionándose rápidamente. El Atlas de los Medici de 1351 ya abarcaba la costa occidental de la India, pero faltaba un conocimiento exacto de África, que ya era conocida como “un continente rodeado de mares”.
La aplicación de todos estos nuevos conocimientos técnicos y científicos hicieron posible todas estas nuevas aventuras y conquistas. Enrique de Portugal (llamado Enrique “el Navegante”), primer duque de Viseu, fue uno de los protagonistas del inicio de la “era de los descubrimientos” de Portugal. Era hijo, hermano y tío de reyes, lo que lo ayudó a obtener el monopolio de las exploraciones por las costas africanas y las islas del Atlántico que luego serían las bases del poder colonial portugués en el siglo XVI. Mientras tanto, Cristóbal Colón emprendía viajes con la expectativa de encontrar una ruta occidental hacia la India; de paso, se encontró con un nuevo contiente: el americano.
Esos son los primeros pasos de una serie de descubrimientos y conquistas que se inician a fines del siglo XV y que constituyen el comienzo de una nueva época. Europa se situó en el epicentro del mundo y se convirtió en el eje de la historia; incluso las tierras más lejanas comenzaron a tener relación con Europa.
Hasta entonces, la expansión europea se había producido “por tierra”, a través de las masas continentales. Gracias a sus grandes avances en la navegación, Europa se internó en la inmensidad de los mares, desbordó sus límites geográficos y se hizo conciente de su gran fuerza expansiva; descubrió el mundo, no dudó en apropiarse de otras tierras y culturas, y en someterlas cuando se resistieron a su poder colonizador.
Como consecuencia de estos cambios se hizo notorio el aumento de la importancia de aquellos países europeos situados junto al mar, ya que estaban situados en la puerta de salida de las grandes conquistas, y fueron perdiendo peso las grandes potencias centroeuropeas. El encuentro de los europeos con las nuevas culturas multiplicó como nunca antes los contactos intercontinentales; ya los mares no eran un obstáculo. Con el correr del tiempo se fueron determinando rutas marítimas, luego cada potencia europea tuvo sus propias rutas, se determinaron derechos de dominación de acuerdo a tratados y convenios (las potencias marítimas europeas no querían superponerse “oficialmente” y así lo dejaban expreso en sus tratados y acuerdos, pero por detrás de lo firmado se saboteaban y peleaban sin miramientos). Esta nueva manera de coexistir, esta apertura al mundo y este afán de conquista generaron un nuevo cauce histórico: la Edad Moderna.
Y ahí comienza otra historia.