El 25 de diciembre de 1841, un joven maestro con alguna experiencia marinera ascendió al Acushnet, nave con la que recorrería el mundo. Entonces ni se imaginaba las aventuras que viviría en este periplo.
Su vida en la ballenera fue dura, cruel. La tripulación estaba sometida a la tiranía del capitán. Herman Melville fue parte de los marineros que se amotinaron al llegar a la isla Nuku Hiva en las Islas Marquesas. No fue una medida muy afortunada porque fue capturado por una tribu famosa por la práctica del canibalismo: los typee, a quien Melville haría célebres con un libro que publicó años más tarde. En ese entonces, lo único que se planteaba es si podría salir vivo de allí o de una sola pieza. Mellville pasó un año entre los typee, hasta que éstos lo “vendieron” a otra ballenera necesitada de marinos, la Lucy Ann. Cuando esta nave llegó a Tahití, Melville fue acusado de amotinamiento y recluido en una isla remota.
Una vez liberado, pasó varios meses vagabundeando por las islas del Pacífico, hasta que decidió embarcarse en una ballenera que lo condujo a la isla de Maui. Allí se enroló en un barco de la marina americana para volver a su hogar después de casi cuatro años de ausencia.
Convencido que estas aventuras serían de interés, Melville se dedicó los próximos años a contar su historia y la vida en las balleneras e islas del Pacífico, alternando el oficio de escribiente (como le gustaba definir a uno de sus personajes más logrados, Bartleby) con otras tareas con las que completaba sus irregulares ingresos. Así se sucedieron Omoo, Mardi, Redburn y White Jacket.
Mientras escribía colaboraciones para la revista Literary World conoció a Nathaniel Hawthorne, a quien admiraba como literato. A él le dedicó la novela que le daría fama imperecedera, Moby Dick. A lo largo de sus páginas Melville evoca esos años de recorrer mares e islas, bajo las ordenes de capitanes perversos, compañeros que no siempre estaban en sus cabales, y la muerte persiguiéndolos en la forma monstruosa de una ballena blanca…
La vida de Melville osciló entre los pesares económicos, el suicidio de su hijo, su trabajo como visa de aduana honesto (en un mundo de corruptos), el prestigio literario y la muerte oscura que lo siguió hasta su lápida, en la que ni siquiera figuró su nombre, ya que por un tiempo, sus huesos decían pertenecer a un tal Henry Melville.