Ambrose Bierce es recordado, sobre todo, por haber sido un escritor cínico, prolífico, versátil y extremadamente influyente en las letras norteamericanas. Nativo de Ohio, donde nació un 24 de junio de 1842, desde muy chico sus padres le habían inculcado el placer de la lectura y, tras desarrollar una importante carrera militar durante la Guerra Civil estadounidense, dedicó su vida a la escritura.
Viviendo entre la costa Oeste e Inglaterra, colaboró con decenas de periódicos y elaboró relatos, poemas y memorias marcados por el ingenio, el sarcasmo y la crítica social. Asimismo, sin mayores pretensiones comenzó a armar una importante obra de ficción en la que dramatizaría muchas de sus experiencias de guerra – destacándose cuentos como “Lo que vi en Shiloh” o “Chickamauga” – y exploraría el género de terror, transformándose también en uno de los pioneros del subgénero denominado “ficción extraña”. A todo esto, además, se debe sumar la que sería indudablemente su obra más famosa El diccionario del diablo (originalmente llamado The Cynic’s Word Book, de 1906), que aún hoy siendo una muestra ejemplar del afinado uso de la ironía, el cinismo y el sarcasmo.
Hasta aquí, sin duda, la vida de Bierce puede resultar colorida y excitante, pero nada de esto se compara con el que sería el evento más memorable de su vida: su desaparición en 1913.
Parece ser que para ese momento el escritor, de 71 años, estaba en un muy mal estado personal y profesional. Varios de sus biógrafos indican que, además de sentir que sus días como escritor se habían acabado, era un hombre sumamente temperamental – disposición que, según investigaciones modernas, podría ser una de las secuelas producidas por un trauma cerebral que sufrió en la guerra – y que le costaba cada vez más estar alrededor de las personas. Quizás por eso, en octubre de 1913, con un carácter bastante definitivo, enfiló para el sur de los Estados Unidos con el fantasma de la muerte rondando. ¿De qué modo explicar, si no, que eligió realizar una recorrida por los campos de batalla en los que había presenciado algunas de las escenas más violentas de la Guerra Civil? En este punto, todo era posible y, quizás por eso, decidió partir en una última nueva aventura.
Para diciembre de 1913 cruzó de Texas a México y, sin saber una palabra de español, fue a buscar a Pancho Villa. No termina de quedar claro si Bierce quería participar de la Revolución, si estaba buscando la muerte, si quería ir a mirar o si lo estaba haciendo por un tema periodístico, pero en todo caso parece que llegó al otro lado de la frontera decidido a dejarse llevar por la situación. Por su correspondencia queda claro que de hecho presenció acciones de combate, pero no se sabe demasiado más. Para el 26 de diciembre, en la última carta que llegó a enviar, afirmaba que partía a “un destino desconocido”.
Con esa simple frase, Bierce desató un misterio de más de un siglo que, al día de hoy, sigue invitando a la especulación. Muchos han intentado resolver este drama en el plano de la ficción – destacándose Gringo Viejo (1985) de Carlos Fuentes, quizás la obra más paradigmática en este sentido – llegando hasta a afirmarse, como en el caso de la biografía dudosa de su amigo Adolph Danziger DeCastro, que Bierce fue fusilado por Pancho Villa tras haberlo ofendido personalmente.
Los más descreídos, en cambio, han dicho que probablemente nada de esto sucedió y que, con el solo deseo de controlar su narrativa y darse un final memorable, Bierce podría haber usado su aventura mexicana como excusa para enmascarar un suicidio o para ocultar una internación en un manicomio.
En México, sin embargo, las pistas de su presencia y su muerte abundan y se multiplican, dando paso a imaginar varios finales a la historia del escritor. Tal como aseguró Forrest Grander, quien analizó este tema con detalle para The Paris Review en el centenario de su desaparición, “de acuerdo a testigos, Bierce murió una y otra vez por todo México”.
La primera versión – confirmada por dos personas y en consonancia con una carta que mandó a su secretaria donde menciona el pueblo – lo encuentra muriendo en la batalla de Ojinaga, Chihuahua el 11 de enero de 1914, y siendo incinerado con el resto de los caídos. Incapaz de dejarlo descansar en paz, hay quienes dicen que Bierce – en esta versión no como revolucionario, sino como parte de las fuerzas leales al gobierno – habría sobrevivido a la batalla, pero estando muy malherido, apenas llegó a cruzar a los Estados Unidos para morir de neumonía en el pueblo tejano de Marfa, donde estaría enterrado. Una tercera historia lo ubica muriendo poco después del momento en el que se produjo su supuesto entierro estadounidense, fusilado en Icamole junto a un arriero indígena por intentar asaltar una caravana con armas. Y, aún más impresionante, una placa instalada en 2004 en Sierra Mojada indica, basándose en los dichos de alguien que dice haber visto el hecho: “Testigos muy confiables suponen que aquí yacen los restos de Ambrose Gwinnett Bierce, famoso escritor y periodista americano que por sospecha de ser espía fue fusilado y sepultado en este lugar”.
Casi como en uno de sus relatos, si Bierce estaba en todos lados, bien podría no haber estado en ninguno. El misterio, parece, está destinado a persistir, pero sea cual sea el escenario real, de todos ellos podemos concluir que ese “destino desconocido” al que Bierce estaba yendo era la muerte. México era el punto final y, si queda alguna duda sobre su pensamiento, basta mirar una de las últimas cartas que envió a la mujer de su sobrino, en la que cerró diciendo socarronamente: “Adiós. Si escuchás que me pararon contra un paredón mexicano y me dispararon hasta hacerme jirones, por favor sabé que yo creo que esa es una forma bastante buena de dejar esta vida. Le gana a la vejez, a la enfermedad, o a caer por las escaleras del sótano. Ser un gringo en México – ¡ah, eso es la eutanasia!”