Ringo Bonavena y el psicoanálisis

“La gente me acompaña”, declaró Bonavena a la revista Extra, por entonces dirigida por Bernardo Neustadt, en una nota que se titulaba: “El ocaso de los piolas”. “Los que no están conmigo son los giles que me cargan por la calle y que me dicen: ¡Te la dieron!”, sentenció Ringo haciendo referencia a la derrota que había sufrido con Frazier.

Ringo sostenía que con ganar “dos peleítas” le daban la chance de combatir contra Jimmy Ellis, el otro campeón reconocido, y que con eso se traía la corona a la Argentina. Neustadt no pudo con su genio y exclamó: “Este muchacho no tiene superyó”.

La exclamación era propia de una sociedad que había elevado el psicoanálisis freudiano al nivel del dogma. Lo que había comenzado como una terapéutica médica en Viena se había convertido, al otro lado del Atlántico, en una religión con miles de feligreses que puntualmente se acostaban en mullidos sillones para confesar sus pulsiones a un exegeta de las intrincadas teorías del doctor Freud. La Argentina de esos años se dividía en peronistas y gorilas, fanáticos de Boca o de River, en aquellos que preferían el Ford al Chevrolet, y en gente psicoanalizada y los otros. Ringo, obviamente, estaba en este último grupo.

“¿Cómo será tener un conflicto con uno mismo?”, se preguntaba el pensador del barrio de la Quema, acostumbrado a resolver sus conflictos a las piñas. Ringo no podía dejar de tener una opinión formada sobre el tema, y se presentaba como psicólogo egresado de la universidad de las trompadas. “Por lo que hago, la gente me sigue. Me haría bien un psicoanalista, cómo no. Me serviría para ganar más plata todavía”. “El psicoanálisis son todos grupos. Te juro que voy a lo de un psicoanalista y salgo convenciéndolo a él”.

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Rápido de reflejos, Ringo atacó antes de ser atacado. Bien sabía que su punto débil en esa disputa freudiana era la relación con doña Dominga. El complejo de Edipo parecía ser la explicación plausible a todo conflicto madre/hijo, teñido de un profundo terror al incesto. “¿Cómo me voy a casar con mi vieja, si tiene várices así de gordas”?, exclamó, y la remató con una frase para la antología: “Mi vieja me contó que a los pibes los traía la cigüeña y con este sistema crío como diez hijos y ninguno le salió conflictuado. ¿Cómo educan a los pibes ahora? ¿Por qué tanta locura?”.

Efectivamente, don Vicente y doña Minga habían criado una familia con los estrictos códigos heredados de los ancestros italianos que Ringo tomaba como inmutables, dentro de una sociedad que cambiaba día a día todas las preguntas y que ofrecía, en cada oportunidad, respuestas diferentes.

Este esquema de familia tenía innegables connotaciones mafiosas -como Ringo refería, medio en chiste, medio en serio.

“La madre es la base de la familia y la familia es todo: unión respeto y felicidad. Más en mi caso, porque yo vengo a ser el padrino de mi familia. Y mi hermano Javier viene a ser Al Pacino. Yo soy don Corleone, porque soy el que tapa los agujeros, el que los protege y no permite que nadie se entere de lo que pasa entre nosotros”.

Si algún código se violaba, era mejor que solo lo supiera la familia, no los de afuera, más cuando el juego que él había comenzado con la prensa, a veces, le devolvía golpes bajos.

Quizás Ringo no conociese a Jano, el dios de las dos caras de los romanos, pero intuitivamente sabía que existía.

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Extracto del libro RINGO Y JOE – Dos vidas que se cruzaron de Omar López Mato (Olmo Ediciones)

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