El último viaje de Don Fructuoso Rivera

El 19 de noviembre de 1853, Fructuoso Rivera volvió a pisar la patria oriental y pernoctó en la Posta de Menna. El 24 el general Anacleto Medina, el indio Medina, le salió al encuentro, alegre de ver una vez más al viejo camarada. Las tropas a su mando desfilaron ante el triunviro. A Rivera se le humedecieron los ojos al recibir el saludo de los soldados orientales.

Días más tarde, Rivera llegó a Durazno, esa ciudad que había conocido de sus glorias y amores. Los viejos amigos salieron al encuentro. Por la emoción o por el clima o por el trecho recorrido el general se sintió enfermo. Los vómitos y los dolores lo torturaban. Por eso decidió pasar unos días de descanso en Cerro Largo. Desde allí partieron las últimas cartas del general, remozando viejos vínculos, preparando el

terreno para su accionar político. Para Rivera era menester acabar con los “blanquillos”, y a tal fin debía llegar a Montevideo. A duras penas reinició la marcha.

Brígido Silveira, el jefe de la escolta, se alarmó por el estado del general, y trató de convencerlo de prolongar el reposo, pero Don Frutos no le hizo caso. Bernardina lo esperaba, Melchor Pacheco y Obes lo esperaba, como lo hacía también el general Flores. No había tiempo que perder, Montevideo lo esperaba y la patria lo reclamaba.

Brígido Silveira obedeció a Rivera, después de todo, él era un viejo soldado que había servido a las órdenes de Don Frutos, batiéndose como un león en India Muerta.

El general Rivera y su comitiva llegaron al arroyo Conventos. Allí estaba Bartolo Silva para darle hospedaje en su humilde rancho de adobe y totora. El general debía descansar. Una vez más las uñas de las parcas le arañaban el costillar. La fiebre lo carcomía, y entonces el general, en los umbrales de la conciencia, se hundía en sus recuerdos. La guerra, la gloria esquiva, sus muchas mujeres, los amigos, los gauchos leales, todos esos recuerdos se agolpaban en su mente enferma. Su delirio anunciaba el desenlace final.

Al mediodía del 12 de enero tomó conciencia de su estado y le habló así a los presentes: “Ese baúl, si muero, se encargaran ustedes de entregarlo al Gobierno. En él se encierran todos los últimos actos de mi vida, y en ellos encontrarán mis enemigos documentos que prueban que jamás he dejado de servir a la patria”. Después de estas palabras cayó en un prolongado letargo. Curiosamente, su destino se cruzaba otra vez con el de Rosas, quien después de Caseros solo se llevó baúles con documentos para iniciar su largo exilio. Rivera, en cambio, entregaba al país sus memorias.

Alarmado por el precario estado del general, Brígido Silveira fue al pueblo a buscar un médico. El Dr. Juan Fernández se hizo presente, examinó al paciente postrado, y con pocas palabras desalentó toda esperanza. El caso era irremediable.

A las cinco de la mañana llegó el general Madariaga, que había viajado matando caballos para ver por última vez al amigo, al compañero del sueño artiguista, al luchador de la Patria Grande.

Rivera abrió los ojos y balbuceó a los presentes que a las ocho “haremos esos apuntes, algunos de ellos servirán para la felicidad de la Patria”. La Patria antepuesta a todo, la Patria hasta el final, la Patria hasta en sus últimas palabras. Después, el general Rivera cayó en un profundo sopor y murió sin estremecimientos. La muerte le pegó su zarpazo final en ese humilde rancho el 13 de enero de 1854.

Murió el oriental liso y llano, que había dejado de ser la esperanza de un país dividido, para convertirse en el héroe de una nación que aún buscaba su destino.

Brígido Silveira, emocionado, ordenó que ese cañoncito de bronce que llevaban a cuestas disparase salvas en honor al jefe de los orientales.

A pesar de la muerte, a Rivera lo esperaba una última misión. Su cuerpo debía llegar a Montevideo. ¿Cómo llevarlo sin que su cadáver zozobrase a la descomposición? El calor ya arrancaba miasmas de los restos mortales del general, ¿cómo hacer para preservarlo en ese paraje perdido de la mano de Dios?

Una caja de lata con caña pareció ser la única opción para conservar el cadáver. En ella sumergieron el cuerpo del general Rivera y de esta forma continuaron su camino hacia Montevideo. Como Nelson después de Trafalgar, el general Rivera iniciaba su retorno heroico sumergido en alcohol.

Los paisanos se iban sumando a la procesión a medida que la voz se extendía por las cuchillas. ¡El general ha muerto! ¡Don Frutos ha muerto! Todo parecía increíble. La mala estrella se había ensañado con los orientales. Primero fue el compadre Manuel, ahora le había tocado a Don Frutos. Los sentimientos se encontraban, las dudas los asolaban, pero en algo todos coincidían: nada volvería a ser como antes. Con su muerte nacía un mito, el mito de Don Frutos. La función esencial de los mitos es implantar, mantener y reforzar las creencias y los valores de una sociedad y la muerte de Rivera fue un claro ejemplo de esa consagración mítica, del caudillo valiente, viril y campechano.

El carretón que conducía su cuerpo se detuvo frente a la Iglesia de la Villa de la Unión. Los paisanos, los gauchos de Rivera detuvieron su marcha, sumidos en los recuerdos.

Como guiados por una voz interior, sin mediar palabras ni gestos, los hombres del general bajaron el pesado tonel y lo llevaron a pulso hasta el altar. Allí le quitaron la tapa y contemplaron el cuerpo del general Rivera, pálido, enjuto, como cansado de este póstumo trajinar.

Fue entonces que cada uno de los presentes repitió un rito perdido en los umbrales del tiempo. Una fuerza ancestral los empujó a mojar sus dedos en el aguardiente para humedecer sus labios, y después persignarse. Ellos, que habían bebido la sangre de Cristo y comido su cuerpo transubstanciado, ahora ingerían el alma ardiente del general Fructuoso Rivera.

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El último adiós

Enterada de la infausta noticia, Bernardina se adelantó a recibir el cadáver del general. En Cerro Colorado se produjo el terrible encuentro. Los cien hombres de la escolta, cien hombres duros como el quebracho, hechos en guerras y campañas, curtidos por la indiferencia, lloraron al ver el desconsuelo de esta mujer habituada al dolor y los desencuentros. Entonces Bernardina no sabía que le esperaban diez años de penas y litigios, perdiendo en juicios las pocas pertenencias que habían sobrevivido a la prodigalidad de su Rivera.

El 19 de enero, en la Iglesia de San Agustín fue velado el cuerpo del general. Los coroneles Labandera y Possolo, sus ayudantes de siempre, se unieron al cortejo que lentamente atravesó las calles de Montevideo, hasta depositar el féretro en la casa grande de la calle Rincón.

Venancio Flores, el general Paz, el ex presidente Suárez, el Almirante Murature y el indio Medina se hicieron presentes para la inhumación de los restos en la Iglesia Matriz. Allí fue enterrado, al lado de su compadre Lavalleja.

Una vida de distanciamientos terminaba con la vecindad en la muerte.

El general Melchor Pacheco y Obes, el mismo que se había abrazado con el contrincante de otros tiempos, el mismo que pensó en elevarlo una vez más a la máxima conducción de la patria que tantas veces había ejercido, escribió: “Hoy el general Rivera está más alto que las miserias de la humanidad”.

 

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Extracto del libro La Patria Posible de Omar López Mato.

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