Chéjov nació en 1860 y empezó a escribir para sostenerse económicamente mientras estudiaba medicina en Moscú.
Muchos de los cuentos escritos en sus años de estudiante se han extraviado porque los publicaba con distintos seudónimos y en diversos medios. Generalmente eran relatos breves y humorísticos sobre campesinos. Su abuelo había sido un mujik -un campesino pobre- que ahorró toda su vida para comprar su libertad y la de sus hijos.
Una vez recibido y mientras ejerció la profesión, Chéjov continuó escribiendo en prestigiosos periódicos, y su labor fue reconocida con el Premio Pushkin. En confianza, solía decir que la medicina era su esposa y la literatura su amante.
En 1887 comenzó a percibir los signos y síntomas de la enfermedad que condicionaría los últimos años de su vida: la tuberculosis.
Para mejorar su precaria salud visitó distintos balnearios sin abandonar su actividad artística. Sus obras de teatro se destacaron bajo la dirección de Konstantín Stanislavski. Tío Vania, Las tres hermanas, y El jardín de los cerezos fueron éxitos resonantes. Durante el ensayo de esta última obra, conoció a la que sería su esposa, la actriz Olga Knipper.
Aunque en algún momento Chéjov afirmó que “después del matrimonio las personas dejan de ser curiosas”, no fue su caso: aún después de contraer matrimonio, el autor solicitó autorización para viajar a la remota prisión en la isla de Sajalín, de las más orientales del Imperio Ruso. Llegar hasta allí le demandó 82 días. En ese lugar conoció los horrores del sistema carcelario y sus injusticias.
El extenso viaje y las condiciones extremas del clima resintieron su ya frágil salud, sin embargo, este deterioro no fue escollo para continuar su obra literaria en la que se destacaban estos personajes grises y opacos, sino que también supo donar los medios para dar de comer a miles de campesinos, víctimas de la pérdida de cosechas en Samara.
Intentos de recuperación
Como buen médico, Chéjov hacía caso omiso a sus colegas. A pesar del diagnóstico lapidario de su amigo, el doctor Schurovsky, el escritor continuó con su intensa vida asistencial y literaria.
Realizó un viaje a Ufá, en los Urales, lugar donde se producía una leche fermentada de yegua llamada koumiss. Esta bebida, la preferida de los mongoles, obró milagros en el cuerpo minado de Chéjov, quien ganó unos kilos gracias a las virtudes de esta leche cuajada, conocida en Estados Unidos como el champagne de las leches.
A pesar de su aspecto lozano, la tuberculosis continuaba su macabra tarea. “Nada hay más aburrido y menos poético que esta lucha prosaica por la existencia que destruye el goce de vivir”, decía el autor mientras su vida se acortaba, razón por la cual se le recomendó pasar largas temporadas en climas más templados, la única terapia efectiva que se conocía a principio del siglo XX.
Chéjov y su esposa viajaron hasta Badenweiler en Alemania, balneario donde se sometía a los pacientes a una dieta de cacao. Nadie sabrá si fue por el clima o por el cacao pero lo cierto es que su salud mejoró notablemente.
Parecía que Chéjov tendría más tiempo para dedicarse a su actividad literaria, cuando una noche del 29 de junio de 1904 un fuerte dolor desgarró su pecho. Era un infarto.
Por los siguientes quince días guardó reposo y parecía recuperarse, hasta que una noche -el 15 de julio- despertó a su esposa acosado por el mismo dolor. Esa noche un médico que lo atendió le recomendó tomar champagne, y aunque obedeció, cuando se acostó con el gusto de las burbujas en su paladar, cerró sus ojos y no los volvió a abrir.
Su cuerpo fue enviado a Moscú en un vagón refrigerado que decía “ostras frescas”. Quizás de haberlas tenido a mano, hubiese acompañado su último brindis con estas ostras que estuvieron a su lado en este trayecto póstumo. En Moscú, Chéjov está enterrado en el cementerio de Novodèvichi.
Esta nota también fue publicada en Clarín