En aquel terremoto cultural que fue el Renacimiento, con sus virtudes y también sus defectos, pocas veces apreciados; emergió como renglón torcido y verso suelto Girolamo Savonarola, quien se hizo célebre por sus prédicas en la Catedral de Santa Maria di Fiore contra los poderes establecidos, así como por organizador las llamadas hogueras de las vanidades, donde los florentinos estaban invitados a arrojar sus objetos de lujo, sus cosméticos y libros licenciosos. Un reformador a la italiana, incitador de radicales, que predicó en el lugar y el momento equivocado. El propio Lutero diría de él: «Aunque el anticristo ha condenado a Savonarola, Dios lo ha canonizado en nuestros corazones».
Tras interrumpir sus estudios en la facultad ferrarense de Arte y Medicina, Savonarola, hijo de una importante familia de Ferrara, giró su vida hacia la teología de forma súbita. En esta vocación llegó por primera vez a Florencia, en 1482, para asumir sus responsabilidades como instructor principal y conferencista de las Escrituras en San Marco, el convento dominico que, al igual que numerosas iglesias y órdenes en la ciudad, estaba patrocinado por Lorenzo de’Medici, probablemente el personaje más influyente de todo el Renacimiento. Más allá de su erudición, el dominico no tardó en ganarse con sus sermones los «corazones de los hombres por encima de todas las cosas humanas» y hacer «arder con un gran amor por Dios», según dejó escrito uno de sus hermanos del convento.
El ascenso del fraile
Del convento saltó pronto a la iglesia más espectacular de Florencia. En 1484, Savonarola fue invitado a predicar los Sermones de Cuaresma en San Lorenzo, si bien la experiencia resultó un desastre y un escenario demasiado grande para el dominico. El acento de Ferrara fue motivo de burla entre los acaudalados y clasistas feligreses que frecuentaban el templo predilecto de los Medici.
Savonarola pasó varios años fuera de Florencia e impartió clases en la universidad de Bolonia tras su tropiezo. Fue Lorenzo de’Medici quien tuvo la ocurrencia –desafortunada para ambos a largo plazo– de que regresara a la ciudad. No es que Lorenzo guardara buen recuerdo del monje en su anterior estancia, simplemente se limitó a seguir la recomendación del Conde Pico della Mirandola, un humanista de ideas algo heréticas alojado en la ciudad bajo la protección la familia.
Un maduro y cambiado Savonarola se convirtió pronto en prior de San Marcos y sorprendió a todos los que le habían criticado con un discurso electrizante. Negándose a presentarse como un estómago complaciente y agradecido frente a Lorenzo, de hecho ni se presentó ante él («un monje extranjero ha venido a vivir en mi casa y ni siquiera se ha molestado en venir a visitarme», manifestó); se distinguió del resto de predicadores por un mensaje muy agresivo contra el poder terrenal en una serie de 18 sermones de Cuaresma dados en la catedral de Florencia en 1491.
En uno de los sermones, Savonarola proclamó que tanto los sacerdotes como los laicos habían convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones. Esta denuncia contra la inmoralidad del clero y la avaricia de los ricos, así como su éxito entre la plebe, demostró que mucho antes que Lutero había existido una crítica abierta hacia los aspectos menos honrosos de la Iglesia. Que Lutero triunfara en su Reforma tiene poco que ver con su talento o con el carácter supuestamente más crítico de los germanos, sino más bien con el contexto que vivió el alemán, empleado por los nobles alemanes para enfrentarse al poder castellano de Carlos V.
En este mismo sentido, Maquiavelo, testigo de excepción del ascenso y caída de Savonarola, apreciaba que los profetas armados triunfan, mientras que los desarmados terminan arruinándose. Además, el florentino tacharía a Savonarola de oportunista y de incapaz de construir algo durable, justamente porque no quiso afrontar la realidad.
«Los tiranos son incorregibles»
La legión de seguidores y simpatizantes de Savonarola fue creciendo poco a poco, e integrando a intelectuales y artistas de la talla de Della Mirandola, Marsilio Ficino, Botticelli e incluso Miguel Ángel. Del mismo modo crecieron sus enemigos, entre ellos el Duque de Milán, el Papa español Alejandro VI y la familia Médici. Lorenzo de Médici, que le había traído de vuelta, empezó a reclamar su expulsión de la ciudad después de que Savonarola le colocara en la diana del pueblo:
«Los tiranos son incorregibles porque son orgullosos, porque les gusta la adulación, porque no restituyen las ganancias mal habidas y dan carta blanca a funcionarios»
Junto a sus veladas, y no tan veladas críticas a los poderes florentinos, Savonarola empezó a profetizar la llegada de un nuevo Rey Ciro a Italia para poner orden en las costumbres de los sacerdotes y del pueblo. Claro que aquella profecía bebía, además de los tradicionales cantos apocalípticos que acompañan a cada final de siglo, de los rumores sobre una inminente invasión francesa de parte de Italia.
Inspirado probablemente por la obsesiva lectura en su infancia de libros de caballería, Carlos VIII de Francia aceptó el reto en 1495 que veladamente le fueron lanzando los muchos exiliados italianos que pululaban por la corte francesa pidiéndole intervenir en el corazón de Europa. Por entonces, Italia era un conjunto de ciudades-estado, entre las cuales brillaba por su importancia Milán, Venecia, Nápoles y Florencia. El detonante de su entrada en territorio itálico fuefinalmente la muerte del Rey Ferrante il Vecchio, de la dinastía aragonesa de Nápoles, en 1494, sin haber dejado atada su sucesión.
En su libro « Carlos V a la conquista de Europa» (Ediciones Nowtilus, 2015), Antonio Muñoz Lorente narra de forma apasionante como el Rey francés emprendió la invasión de Italia con un ejército de aproximadamente 40.000 hombres. Tanto a su paso por Saboya como por Florencia, Carlos VIII fue recibido como si ya fuera el soberano de toda la península. Una percepción que se debía más al miedo que a lo galante de su figura. De baja estatura, extraños andares y, entre la leyenda y el mito, un balanceo involuntario de su cabeza a modo de tic, el Monarca no causó buena impresión a los príncipes italiano, sino todo lo contrario. Fue estimado por un hombre «iletrado» y «descortés».
Por el contrario, Savonarola le consideró al instante un enviado del cielo para poner orden en el clero impuro. Muerto años antes Lorenzo el Magnífico, fue su primogénito Pedro quien debió hacer frente a la doble amenaza: la francesa, fuera; la del fraile, dentro. Inexperto e inseguro, el heredero de los Médici concluyó un acuerdo muy desfavorable con el Rey francés por el que las tropas francesas no ocuparían Florencia, pero les permitiría su paso en dirección a Nápoles y cedería al ejército francés las plazas fuertes ubicadas en las fronteras florentinas, así como las ciudades de Pisa y Livorno. Pedro cavó así su propia tumba.
La hoguera de las vanidades
Expulsados los Médici ante el descontento de las élites y del pueblo por el acuerdo, Girolamo Savonarola ocupó el poder durante la invasión francesa. Con un gobierno republicano fuertemente religioso, el monje persiguió ferozmente la inmoralidad. Savonarola ordenó confiscar tablas de juego, libros eróticos, peinetas, espejos, perfumes, cosméticos y vestidos femeninos demasiado escotados, para ser arrojados en la llamada «hoguera de las vanidades», una inmensa hoguera que ardía en la plaza principal de la ciudad.
En aquella vorágine destructiva ardieron obras de arte, libros de Petrarca y Bocaccio y obras de los antiguos escritores clásicos de la civilización romana y griega. Claro que la quema de lo mundano solo era una de las tres etapas para purificar Florencia: la primera instauraría el «paraíso mundano», la segunda la «Ciudad espiritual» y finalmente la «bienaven-turanza eterna. Porque al fin y al cabo, para Savonarola Dios era el único gobernante de Florencia. Y él, su profeta, no hacía otra cosa que transcribir su palabra:
«Siendo el presente gobierno más obra de Dios que de los hombres, aquellos ciudadanos que, con gran celo y respeto hacia Dios y el bien común, y observando los puntos mencionados, se esfuercen dentro de sus posibilidades a perfeccionarlo, conquistarán felicidad terrena, espiritual y eterna… En primer lugar, se librarán de la servidumbre del tirano, cuya crueldad hemos descrito… Vivirán en libertad, que es cosa más preciada que todo el oro y la plata… En tercer lugar, por todo esto, los ciudadanos no solamente merecerán la felicidad ultraterrena, sino que también aumentarán mucho sus méritos y crecerá su corona en el Cielo; porque Dios otorga el máximo don a quien gobierna bien una ciudad».
Frente a la república teocrática de Savonarola, se formó pronto como oposición la facción de los «arrabiati» (las grandes familias), los «palleschi (partidarios del regreso de los Médici) y un creciente número de ciudadanos decepcionados con los resultados de las reformas radicales del fraile. Apoyados por la orden de los franciscanos, las distintas facciones se organizaron para orquestar la caída de Savonarola.
Si bien hasta entonces la jerarquía eclesiástica y otras órdenes religiosas había evitado intervenir, la entrada en política del fraile cayó con estrépito en Roma, «crece, por todas partes, la animadversión contra Savonarola, en tal forma que resulta imposible defenderlo», recoge sobre el clima de opinión el escritor contemporáneo Ralph Roeder. El Papa español determinó hacia mayo de 1497, con las tropas francesas en retirada, «castigar a Savonarola por herético, cismático, desobediente al Papa y supersticioso».
La caída del profeta
En un claro pulso hacia la cabeza de la Iglesia, el excomulgado fraile volvió a subir al púlpito de Santa María del Fiore a principios de 1498 para arremeter con mayor violencia contra la Corte de Roma y el Papa. Savonarola se sentía protegido por Francia, si bien la muerte el 7 de abril de 1498 de Carlos VIII le dejó desarmado ante sus enemigos. El Rey francés, que había reducido su presencia militar a unos escasos reductos norteños, murió en el Castillo de Amboise al sufrir un golpe en la cabeza con el dintel de una puerta de una galería todavía en construcción. El Monarca se encontraba en los preparativos de una nueva expedición en Italia cuando le alcanzó el accidente mortal.
Sin temer ya al poder francés, Alejandro VI amenazó a todos los habitantes de Florencia con la pena de entredicho, que significaba prohibir los sacramentos para todos los ciudadanos e impedir que los muertos se enterrasen en cementerios bendecidos. De ahí que, a la entrada de tropas papales en Florencia, los declinantes seguidores de Savonarola hicieran poco por evitar su caída. A la orden de prender al predicador, las fuerzas romanas se abalanzaron sobre el convento de San Marco, en el que estaba atrincherado, prendieron fuego a las puertas, saquearon la enfermería y atropellaron a un muro de monjes fieles al de Ferrara.
El arresto del fraile produjo un pequeño enredo legal ante la dificultad de justificar legalmente su detención. A las preguntas de los interrogatorios, tanto orales como escritos, Savonarola se limitó a responder con incoherencias. Uno de los notarios encargados del proceso dimitió, no queriendo ser partícipe de lo que él definía como un asesinato. El fraile sería ejecutado el 23 de mayo de 1498 mediante garrote vil, antes de ser arrojado a la hoguera, junto a dos de sus colaboradores cercanos.
La familia Médici volvió a recuperar el gobierno de Florencia en 1512.