El 1ero de septiembre de 1902, en el teatro Robert-Houdin de París, George Méliès hizo historia cuando presentó por primera vez su película Viaje a la luna. Sin contexto, acercarse a esto como un hecho histórico puede resultar un extraño. Después de todo, ésta no era la primer película jamás hecha o exhibida. El cine, por lo menos en su forma primitiva, ya había sido inventado hacía casi una década y, desde que los hermanos Lumière habían sorprendido al público con sus imágenes de trenes y obreros saliendo de fábricas, ya se habían realizado centenares de filmaciones. La novedad de Viaje a la luna, entonces, tuvo mucho más que ver con el ingenio de su creador y con lo que ésta aportó a un medio que recién estaba dando sus primeros pasos.
El mismo George Méliès, por su parte, ya era un veterano del cine para cuando hizo la película. Nacido en 1861, cuando era joven su padre lo había enviado a Inglaterra para perfeccionar su inglés. Estando allí aburrido y resultándole difícil comprender el idioma cuando iba al teatro, se dejó seducir por el encanto internacional de la magia. Este hobby se le hizo profesión y, para 1888, ya era tan grande en su área que había adquirido el famoso teatro Robert-Houdin en París. Ahora como hombre reconocido dentro del mundo del espectáculo parisino de finales del siglo XIX, no sorprende que los hermanos Lumière lo invitaran a la proyección especial, el 28 de diciembre de 1895, de su primera película: L’arrivé du train en gare de La Ciotat. Como muchos de los presentes, Méliès quedó fascinado e intentó (sin éxito) hacer una oferta a los Lumière para comprarles su invención.
En este punto, obsesionado con el aparato, buscó una alternativa y consiguió hacerse de un proyector comercializado por su amigo inglés Robert William Paul, óptico y pionero británico de la realización cinematográfica. Rápidamente encontró la manera de adaptarlo para poder usarlo como cámara y, armado de su armatoste, Méliès salió a capturar el mundo a su alrededor. Como los hermanos Lumière, en un principio se dedicó a documentar escenas de la vida cotidiana, pero aparentemente un accidente con la cámara iluminó las posibilidades que el medio podía ofrecer. De acuerdo a su anécdota, probablemente apócrifa, un día mientras Méliès estaba capturando imágenes en la Plaza de la Ópera se le trabó la cámara. Resolvió el problema rápidamente y siguió filmando, pero en el minuto que le había tomado desatascar la película las cosas a su alrededor habían continuado moviéndose. Cuando proyectó la cinta, al llegar al punto en el que se había producido la pausa, los objetos de repente cambiaron como por arte de magia y un carruaje se transformó en un coche fúnebre.
Este truco, que hoy se conoce simplemente como stop trick, ya había sido usado por Thomas Edison un año antes y Méliès probablemente estaba al tanto de su existencia, pero eso no eliminó la novedad para el francés. Con su amplia experiencia como prestidigitador, él se entusiasmó y empezó a pensar nuevos “trucos” que no podía hacer en un escenario. Así, en pocos años Méliès fue expandiendo su arsenal de herramientas visuales para incluir también sobreexposiciones, fundidos y decorados elaboradísimos que, aunque todavía empleados para un registro típicamente teatral, le sirvieron para dar los primeros pasos en sus cortos de ficción.
El epítome de este desarrollo, desde ya, fue Viaje a la luna (1902). Para ese punto Méliès ya era conocido como el “mago de Monteuil” por el estudio – una construcción tipo invernadero hecha de cristal para aprovechar la luz al máximo – que había construido en el suburbio parisino. Allí, acompañado de sus actores amateurs y de acróbatas de Folies-Bergères había capturado (y producido, escrito, dirigido y protagonizado) cientos de peliculitas hechas para impactar, como El castillo encantado (1896), El sueño del astrónomo (1898) o El hombre de la cabeza de goma (1901), por solo nombrar algunas. En todas ellas él había dado muestra de su creatividad y su ingenio a la hora de usar sus trucos cinematográficos, pero Viaje a la luna se destacó de esas otras por su propuesta ambiciosa.
En principio, la película costó mucho más que cualquier otra que se hubiera hecho entonces: entre 10 y 30 mil francos, según las diversas fuentes consultadas. La mayoría de la plata fue a parar a vestuarios y a decorados que, según se preciaban las publicidades, servían para diseñar treinta “cuadros” o “vistas” distintas. A lo largo de los, para la época, impresionantemente largos 10 a 15 minutos – dependiendo de la cantidad de cuadros por segundos con la que se lo mire – Méliès construyó un relato visual coherente e impactante.
Esta historia de ciencia ficción de fuerte subtexto colonialista en la cual un consejo de científicos viaja a la luna e interactúa (negativamente) con sus nativos, los selenitas, sólo para volver victoriosamente a la Tierra, desde ya, tenía asegurado su éxito por las reminiscencias con la cultura de la época. Para hacerla, Méliès había tomando bastante prestado del teatro y la literatura, basándose fuertemente en las novelas de Julio Verne, De la tierra a la luna (1865), y de H.G. Wells, Los primeros hombres en la luna (1901), además de usar mucho de una ópera bufa famosa en la época llamada Viaje a la luna, de la cuál sacó la idea de incluir coristas.
Con todo esto, sumado a su interesante propuesta visual, no sorprende que la película fuera un éxito. En cuestión de semanas, en una época en la cual no había medios consolidados de distribución, públicos de ferias y teatros en los lugares más alejados entraron en contacto con las imágenes de Méliès en su versión original o en su versión coloreada por las pintoras del taller de Elizabeth Theuiller. El triunfo, igualmente, no se tradujo en una ganancia concreta para su creador ya que – especialmente en Estados Unidos – florecieron las copias pirateadas.
La decadencia para el “mago de Monteuil”, de todos modos, todavía no estaba a la vuelta de la esquina. Famoso en todo el mundo, a lo largo de la siguiente década continuó filmando películas, hasta que en 1913 Pathé se transformó en el distribuidor exclusivo de las películas de Méliès, pudiendo ejercer control editorial. Famosamente, él dejó el cine y diez años después, en 1923, él mismo, en un rapto de locura, habría quemado la mayoría de sus negativos.
Viaje a la luna, a pesar de todo, por su fama (e irónicamente por los cientos de copias piratas) se salvó de la destrucción y mantuvo su aura de misticismo y atracción. Fue recuperada, como gran parte de la obra de Méliès, por los surrealistas y de ahí en más se transformó en un ícono que habría de influir en la creación cinematográfica por los próximos cien años.