Para los muchos que creían literalmente en la historia de “la creación” relatada por la Biblia, la teoría de la evolución diseñada y propuesta por Charles Darwin en 1859 resultaba blasfema, y su aceptación era una prueba de la decadencia y la degradación de la sociedad. Algunos estados sureños, en los que el fundamentalismo religioso estaba más arraigado, aprobaron leyes que prohibían la enseñanza de la teoría darwinista.
En Tennessee se había instaurado la Butler Act, según la cual en las escuelas públicas no podía enseñarse ese “engendro del demonio disfrazado de teoría científica” que era la teoría de la evolución. La única historia verdadera era la de la Biblia, la de Adán y Eva, moldeados por Dios desde el barro y una costilla respectivamente. Cualquier profesor que se atreviese a predicar las atrocidades que sostenía Darwin en lo referente al origen del ser humano debería atenerse a las consecuencias. Eso sí: si se hablaba de insectos, por ejemplo, la cosa cambiaba. La “lógica” decía que un mono o una cucaracha pueden descender de donde les de la gana, ya sea un protozoo o una rama; pero el hombre, solo de Dios.
Y ocurrió que un joven maestro de la ciudad de Dayton, John T. Scopes, decidió en la clase de ciencias explicar ese tema citando el libro “Civic Biology: Presented in Problems” de George William Hunter, un biólogo norteamericano contemporáneo que dedicaba buena parte del texto citado a explicar la teoría evolutiva y mostrar ejemplos prácticos de la misma. El maestro fue denunciado por infringir la ley y eso derivó en un mediático juicio, que la prensa, siempre rápida para crear títulos rimbombantes, dio en llamar “El juicio del mono“.
Y así se llegó al juicio, que fue una verdadera batalla entre el dogma y la razón. Creacionismo por aquí y evolucionismo por allá. La fiscalía estaba representada por William Jennings Bryan, exsecretario de Estado demócrata y excandidato presidencial en tres ocasiones. En defensa del acusado actuó Clarence Darrow, considerado uno de los mejores abogados del país.
La cosa empezó de manera extraña, ya que de entrada el juez le advirtió a Darrow que le prohibiría discutir o cuestionar la validez de la teoría de la evolución. Darrow, astuto, igual se las arregló para llevar las cosas al terreno en el que sabía que lograría imponerse: llamó a declarar al mismísimo fiscal Bryan. Obligado a defender su creencia en la “verdad literal” de la Biblia, Bryan se mostró evasivo e inconsistente, como esperaba Darrow. Su testimonio, en medio de un calor sofocante, hizo parecer ridículos a los “creacionistas”, y no faltaron críticas al abogado Darrow por sus “despiadadas” interrupciones a Bryan.
El juicio duró ocho días, pero al final del mismo el jurado tardó solo nueve minutos en dar su veredicto. El resultado: Scopes fue declarado culpable. Su castigo fue una multa de cien dólares (luego la multa se redujo a un dólar) porque al fin de cuentas admitió haber impartido enseñanzas sobre la evolución, pero se libró de la pena de cárcel, que era lo que había pedido el fiscal. A pesar del fallo, el resultado del juicio fue interpretado como un triunfo de los evolucionistas.
Apenas terminó el juicio, William Jennings Bryan repartió entre los periodistas copias de su alegato final. Dicho alegato no fue leído por él mismo en el juicio (en el que su colega y adversario Darrow logró ponerlo en aprietos) en forma completa, pero el fiscal quiso hacer públicas a través de la prensa sus conclusiones, que eran en realidad una declaración creacionista que apelaba al aspecto moral y la fe.
Estas son algunas partes del texto entregado por el fiscal:
“La ciencia es una fuerza impresionante, pero no sirve como guía moral. Puede perfeccionar la maquinaria, pero no añade filtros éticos capaces de proteger del uso abusivo de la máquina. También es capaz de construir gigantescos navíos intelectuales, pero no construye timones morales que controlen a los humanos que viajan en ellos sacudidos por la tempestad.”
“Está en manos de la voluntad del jurado determinar si este ataque contra la religión cristiana debe ser permitido en las escuelas públicas de Tennessee por maestros empleados por el Estado y pagados con los fondos del erario público. Este caso ya no es local, el defendido ya no es una pieza clave. El caso ha alcanzado proporciones de una batalla épica en la que los no creyentes intentan hablar a través de la llamada ciencia y los defensores de la fe cristiana, a través de los legisladores de Tennessee. Es de nuevo una elección entre Dios y Baal.” (!!)
“Una doctrina sangrienta y brutal – la evolución – demanda, como lo hizo la turba hace mil novecientos años, que Él sea crucificado. Esta no puede ser la respuesta que dé este jurado que representa a un Estado cristiano y que ha prometido cumplir las leyes de Tennessee. Vuestra respuesta se escuchará a través del mundo; una multitud la espera con ansia. Si la ley es anulada habrá regocijo en donde Dios es repudiado, el Salvador burlado y la Biblia ridiculizada. Todos los no creyentes, de cualquier clase, estarán felices.”
El escrito finalizaba con una expresión de fe: “Fe de nuestros padres, viva aún, a pesar de la mazmorra, el fuego y la espada; oh, cómo nuestros corazones laten fuerte con alegría al escuchar esa gloriosa palabra. Fe de nuestros padres. Fe sagrada; ¡te seremos fieles hasta la muerte!” Uau.
El fiscal William Jennings Bryan fallecería de un ataque cardíaco, a los sesenta y cinco años, cinco días después de finalizado el juicio.
La ley de Tennessee sobrevivió, pero sin ser aplicada (suena conocido), hasta 1967. Lo que se enseña hoy en muchas escuelas en Estados Unidos sigue, casi un siglo después, dando vueltas entre el creacionismo y el evolucionismo. En los estados de Texas, Oklahoma, Dakota del Sur e Indiana, por ejemplo, están estudiando la implantación de leyes para poner ambas opciones al mismo nivel de enseñanza.