Bela Lugosi es un nombre que es imposible de separar del cine de terror dentro de la historia de Hollywood. Con su cara pálida, sus gestos asertivos, su hablar pausado y su acento tan particular, cualquiera que alguna vez haya estado expuesto a sus actuaciones (o a alguna de sus miles de imitaciones) es capaz de figurarse al hombre que se adueñó del rol de Drácula. Y, sin embargo, es también común pensar en Lugosi con pena, dada lo patética y trágica que se terminó volviendo su vida.
Él había llegado al mundo con el nombre de Béla Ferenc Dezső Blaskó el 20 de octubre de 1882 en la ciudad húngara de Lugos, hoy parte de Rumania. De su infancia y juventud se sabe muy poco, dado que toda su vida él mintió muchísimo sobre sus años en Hungría, pero parece ser que sus padres eran personas humildes y trabajadoras que, para la época en la que nació Bela, habían logrado pasar de tener una panadería a ser dueños de un banco. Más allá de eso, Arthur Lenning, autor de una de las biografías más completas del actor, asegura que lo único que se puede sacar realmente en limpio respecto a sus motivaciones laborales es que, teniendo 17 o 18 años, él tomó la decisión de ser un actor y comenzó a abocarse a ello. Seguramente apareció en obras locales dentro del circuito provincial ya para 1901, pero su primer crédito teatral (con el nombre de “Lugossy”) data de 1903. De ahí en más – excepto por un intervalo entre 1914 y 1916 en el que fue a pelear al frente contra los rusos en la Primera Guerra Mundial – Lugosi fue ascendiendo en el mundo del teatro. En estos años, que él luego recordaría como los mejores de su vida, sin ser un actor de gran calibre y contando básicamente con un aspecto agradable y una voz potente (eficaz, especialmente, en el mundo de la opereta), llegó a participar de obras importantes en Budapest y de alguna que otra película.
Ya con cierto renombre, con el advenimiento de la revolución y la instalación de la República Popular de Hungría en la inmediata posguerra, él – que siempre había tenido simpatías izquierdistas – se dejó llevar por el entusiasmo y participó activamente de los esfuerzos por organizar un sindicato de actores. La caída del gobierno de Béla Kun, sin embargo, implicó el desterramiento de Lugosi, que escapó a Alemania por vía austríaca. Instalado en Berlín, tuvo nuevos roles menores en películas, pero, con la creciente competencia que representaban los actores alemanes, terminó decidiendo que lo mejor era abandonar Europa.
En diciembre de 1920 desembarcó en Nueva Orleans, Estados Unidos como parte de la tripulación de un barco mercante y, algunos meses después, llegó hasta Nueva York. Allí se contactó con las comunidades húngaras locales y empezó a actuar en compañías de inmigrantes, eventualmente ganado el suficiente reconocimiento como para tener su primer rol en inglés (que se aprendió por fonética) en 1922 con The Red Poppy. Apareció en algunas películas (todavía mudas) a partir de 1923, pero su principal interés era actuar en el escenario. Así, batallando contra el idioma, pero – a diferencia de lo que se suele creer – eventualmente dominándolo, Lugosi logró crecer en el mundo del teatro, realizando interpretaciones que, aunque menores, llegaron a ser celebradas por la prensa.
Ya en la década del cincuenta – excepto por películas que buscaban explotar su celebridad, como Bela Lugosi meets a Brooklyn Gorilla (1952) – sólo podía conseguir trabajo en las giras teatrales veraniegas y, durante el resto del año, complementaba sus ingresos con algunas apariciones televisivas y personales. Así, luego de que lo dejara su mujer de veinte años, casi al borde de la pobreza y presa de sus adicciones, Ed Wood – director cinematográfico y fanático de Lugosi – lo encontró y le dio una suerte de segunda vida en sus películas de bajo presupuesto: Glen or Glenda (1953), The bride of the Monster (1955) y lo que luego se transformó en Plan 9 from Outer Space (1959), llamada “la peor película de la historia.
En un desesperado intento por ganar la atención de un mundo que había dejado de interesarse por él, en 1955 Lugosi tuvo el triste privilegio de convertirse en una de las primeras estrellas de la historia que admitieron públicamente internarse en rehabilitación y que, de paso, llamó a la prensa a ver los progresos de su cura. El caso conmovió a personalidades como Frank Sinatra que, según Kitty Kelly, accedió a pagar las cuentas del hospital sin siquiera conocer a Lugosi, pero el acto no tuvo resultados concretos en la carrera ni en la vida del actor.
Poco tiempo después de ser dado de alta, participó en una última película – The Black Sheep (1956), en la que interpretó a un mudo – y el 16 de agosto de 1956 murió de un paro cardíaco en su departamento de Los Ángeles. Como si no hubiera tenido suficiente de eso en su vida, su familia decidió enterrarlo con la capa de Drácula.
Eventualmente ese personaje, esa identidad que él había ido forjando en casi todos los roles que tuvo en el cine norteamericano, terminaría destacándose y siendo redescubierta por toda una nueva generación de televidentes. Lugosi, lamentablemente, no pudo ser partícipe de esa resurrección de su carrera ni de su transformación en un ícono inmortal, pero su historia sobrevive como una variante de las historias de horror que Hollywood nos ha dado por fuera de la pantalla.