Joseph Carey Merrick había nacido en Leicester el 5 de agosto de 1862. A la edad de cinco años le apareció una serie de extraños tumores que poco a poco fueron deformando su cuerpo. Merrick solía relatar que su madre había sido atropellada por un elefante durante su embarazo, aunque no existen registros de tal accidente en Inglaterra, donde los elefantes son, como todos sabemos, inusuales. Hasta los doce años Joseph pudo ir a la escuela, ya que cuando tenía once años murió su adorada y protectora madre. Poco después su padre volvió a casarse, y los muchos inconvenientes que surgieron con su madrastra lo empujaron a fugarse. Trabajó desde los trece años en una tabaquería, hasta que la deformación de su mano derecha le impidió continuar liando cigarros. Pensó en hacerse pregonero, pero su deformidad impedía a los probables clientes interesarse en los productos promovidos. Fue entonces cuando Merrick se percató del interés que suscitaba su aspecto y se le ocurrió cobrar por exhibirse; así fue que conoció a Sam Torr, un empresario circense, que inmediatamente vio en Joseph un gran negocio. Fue entonces cuando el doctor Treves tomó contacto con Merrick, al que estudió detenidamente para su presentación en la Sociedad de Patología de Londres. El doctor apenas cambió unas palabras con su paciente. En su opinión, Joseph era “el más horroroso ejemplo de naturaleza humana, una versión pervertida de la especie”.
A diferencia de lo que muestra la película, por ese entonces Joseph Merrick estaba muy feliz con su trabajo y por el cariño que todos le profesaban “Ahora estoy cómodo con lo que antes era incómodo para mí”, afirmaba. Durante su presentación Torr no se cansaba de repetir el desafortunado encuentro de su progenitora con un paquidermo para justificar el monstruoso aspecto de Merrick. “El Hombre Elefante no está acá para asustarnos, sino para iluminarnos” pregonaba durante su espectáculo.
Dos años más tarde, de la mano de Tom Norman —el Rey de la Plata—, cruzaron el canal para probar fortuna en Bélgica. Aquí comenzaron los problemas para Merrick, porque su exhibición fue prohibida por las autoridades justamente para evitar que a través de las impresiones maternas se reprodujera semejante monstruosidad. Librado a su suerte, Merrick comenzó a vagar, sin que se pueda precisar cómo y por qué apareció en la estación de Liverpool en un estado de completa enajenación. No hablaba ni parecía saber quién era o qué hacía allí. Lo único que encontraron entre sus ropas fue la tarjeta del doctor Treves. Convocado el doctor para asistir a Merrick, encontró al Hombre Elefante reducido a una masa que no dejaba de llorar. Lo hospedó en el Hospital de Whitechapel y, mientras lo trataba, Treves profundizó la relación con Merrick, descubriendo tras el monstruo a un hombre inteligente y de profunda sensibilidad, un amante de la lectura, un apasionado del arte. Conmovido, el doctor contó la historia de su protegido al Times, con la idea de permitir que se cumpliese el deseo de Merrick: ser alojado en un instituto para ciegos, para que de esta forma nadie pudiese verlo. Así creía que podría vivir en paz.
La opinión publica se conmovió con su historia y la ayuda económica que le llegó fue tal, que le permitió al poco tiempo disponer de una casa en las cercanías del hospital. Su deseo se había hecho realidad, no debía exhibirse y podía leer las novelas románticas que tanto le gustaban. ¿Qué más podía pedirle a la vida? El espíritu humano nace insatisfecho por naturaleza, y pese a su inesperado buen pasar, Merrick no lograba la felicidad por el rechazo del que era objeto, especialmente por parte de las mujeres.
Entonces fue que el doctor Treves preparó una entrevista con una hermosa viuda para que ésta sólo tomase de la mano a Merrick y le sonriera. Así ocurrió, y Merrick, sosteniendo la mano de su benefactora lloró de alegría. Este episodio se dio a conocer y entonces damas, actrices y hasta la Princesa Real pasaban horas y horas sentadas junto a Merrick departiendo románticamente tomadas de la mano. La Princesa fue varias veces a visitarlo y le dejó una foto autografiada por la mismísima Reina Victoria, que él guardó como un preciado tesoro. Curiosos seres las mujeres…