El glorioso retorno de don Bernardino

Clara y Gertrudis Michelena, dos sobrinas a las que cobijaba bajo su techo, le estaban robando lo poco que le quedaba como si fuese un niño tonto. Don Bernardino Rivadavia las echó de su casa y, sin más, las desheredó. Tanta mala sangre le fue carcomiendo lo poco que le quedaba de vida. Murió pobre y olvidado en la España contra la que él había luchado en esos gloriosos días de 1810. Sus honras fúnebres no pudieron cumplirse porque Juan Michelena, el padre de las sobrinas desheredadas, promovió un tumulto popular acusando a Rivadavia de ser uno de los responsables de la pérdida de las colonias americanas. Por años, su cuerpo languideció en el cementerio de Cádiz, sin esperanza de volver a su patria natal, que le había sido tan ingrata. “Ni del polvo de mis huesos podrán gozar”, había escrito el gran Escipión y don Bernardino se hacía eco de esas palabras.

En esta “ingrata” patria que él había ayudado a construir, sus seguidores vencían tanto en las batallas como en las lides políticas. Sus ideas de progreso se imponían sobre la barbarie. Sus sueños tomaban cuerpo, los trenes cruzaban la pampa, donde hasta ayer nomás irrumpía el malón. En los campos pisoteados por montoneras, ahora crecía el trigo y la cebada, y se multiplicaban los tarquinos. Una generación de gringos se acriollaba siguiendo su idea de promover la inmigración. Al final, comprendían su prédica. Lo que no le reconocieron en vida, querían agradecérselo cuando ya estaba muerto.

Sus seguidores pidieron que los restos de don Bernardino descansaran en esa Argentina y así fue como su frío cadáver cruzó el mismo mar que antes él había sabido surcar con lágrimas en los ojos y desazón en el corazón.

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Dominga Rivadavia de Rivadavia decía ser su sobrina, y quizás lo fuera. Bien sabía don Bernardino de las locuras de su hermano Joaquín. Hija impensada de una aventura sentimental, Joaquín la educó como a una señorita de la sociedad. Hasta a Francia la envío, no tanto para pulirla en las lides mundanas, sino para evitar situaciones embarazosas y comentarios maliciosos. Dominga volvió de Europa y Joaquín murió sin reconocerla. Los vericuetos legales le permitieron a ella lucir apellido tan ilustre y gozar de la fortuna paterna que, si bien no era colosal, comparada con la de otros magnates locales, no era cosa de despreciar.

Al apellido Rivadavia, Dominga le agregó el Iriarte por el enlace con un joven coronel, quien debió abandonar Buenos Aires y a su joven esposa para salvar su pellejo de la furia mazorquera. Esta aprovechó su forzada soltería para destacarse entre la sociedad porteña. Más de un joven suspiró por sus encantos y dicen que hasta Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, rugió en su cama.

El coronel Iriarte le hizo el favor de morirse prontamente para que ella pudiera gozar de una alegre viudez. Aseguran las malas lenguas que el Restaurador la usaba como informante, valiéndose de su encumbrado apellido, respetado por los salvajes unitarios de Montevideo. Allí recogía preciada información sobre los opositores al régimen, que más tarde refería a los esbirros de don Juan Manuel.

Entre estas idas y vueltas, conoció a un sobrino de su padre, que quedó cautivado por su belleza. Al parecer, Dominga tenía alguna fijación con los Rivadavia, pues pronto se casaron y agregó otro Rivadavia al que ya había conseguido, no sin esfuerzo. De allí el Rivadavia de Rivadavia que lucía con más orgullo que el menos ilustre Iriarte.

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Como podemos imaginar, no era mujer de fácil convivencia y, al poco tiempo, el matrimonio naufragó entre discusiones y escenas de celos. Dominga volvió a Buenos Aires a criar las dos hijas que había tenido con el malogrado coronel, que siguió con su triste vida de exiliado.

Mas Dominga era dueña de un corazón inquieto y pronto quedó prendada de un joven llamado Barboza. Este encendió las cenizas de una pasión que creía extintas para siempre.

A su conducta, de por sí escandalosa, debía agregar la embarazosa diferencia de edad que la separaba del joven, varios años menor que ella. Para evitar las habladurías, tan propias de la gran aldea, hizo que el joven amante se casara con su hija Hortensia, una joven algo corta de luces –por no decir tonta–, a fin de poder vivir todos en un alegre ménage à trois, como le decían allá en Francia, lugar donde toda conducta inmoral es rotulada con términos elegantes.

Este matrimonio dispar amenguó las habladurías de la calle, pero encendió un infierno en el hogar. Su otra hija, Edelmira, no consentía tamaña desvergüenza y a viva voz ventilaba su desaprobación. ¿Cómo podía ser que su madre y amante viviesen tal vez una aventura? La casa de Cinco Esquinas, donde habitaba esta peculiar familia, se había convertido en una sucursal del averno. A toda hora, se suscitaban escenas de dudoso buen gusto, peleas apoteósicas, griteríos escandalosos y terribles amenazas hasta que, después de una noche especialmente tormentosa, todo volvió a su antigua quietud. Reinaba la paz en la quinta de Cinco Esquinas, como el silencio que precede a las tempestades.

Días más tarde, a orillas del río, se encontró el cuerpo semidesnudo de Edelmira con una pica clavada en la frente. “Suicidio”, dictaminó la policía después de una primera y somera inspección. Debió haber sido esta muy somera, porque nadie podía imaginarse forma más incomoda de morir por mano propia. Pronto, los ojos de todos se tornaron hacia Dominga y su amante, y los vecinos recordaron esa noche tormentosa. Toda la ciudad conjeturó, dedujo, opinó y a priori condenó a la mala madre. No había excusa ni coartada que impidiera el encarcelamiento de Dominga y Barboza. Eran ellos, sin duda, los culpables. El futuro de ambos parecía ominoso, la condena segura y la vergüenza completa… si no hubiera sido por el tío Bernardino. Sí, este tío que tanto lustre le había dado a su apellido y al que ella solo conocía de mentas, ahora volvía de su muerte gloriosa a salvarla con su apoteósico retorno.

La ciudad se vistió para recibirlo. Todo debía ser perfecto para saludar su vuelta: las bandas, los discursos, los carruajes… pero “¿cómo podía ser que la sobrina del primer presidente de los argentinos estuviese presa mientras se honraba la memoria del prócer?”, se preguntaban las damas de la Sociedad de Beneficencia, que don Bernardino había fundado cuarenta años antes. Los seguidores de Rivadavia también se preguntaban lo mismo, al tiempo que sesenta mil personas[1] se volcaban a las calles para recibir los restos del patriarca ideológico de la Nación.

La presión pública, sumada a las habilidades del doctor José Roque Pérez, el abogado más prestigioso de la ciudad y jefe de la masonería vernácula, obraron el milagro. Mientras los restos de don Bernardino eran puestos a buen reparo en el cementerio de La Recoleta[2], necrópolis que él había fundado casi cincuenta años antes, Dominga y Barboza volvían a la casa de Cinco Esquinas, exonerados de culpa y cargo.

Desde entonces, los postigos permanecieron cerrados y el silencio reinó en la casa, solo quebrado cuando cada uno, y a su debido tiempo, fue a habitar la bóveda familiar en el mismo cementerio que su tío había creado y en el que ahora duerme su sueño de gloria.

Estatua_Rivadavia_Plaza_Miserere.JPG

[1]. Casi la mitad de la población de la ciudad.

[2]. Bernardino Rivadavia fue trasladado años más tarde al monumento que el escultor Rogelio Yrurtia diseñara para él, ubicado en Plaza Miserere (popularmente conocida como Plaza Once). Aún existe el espacio donde estuvo la tumba de Rivadavia en el cementerio de La Recoleta, hoy ocupada por el general Riccheri, Bernardo Monteagudo, el coronel O´Brien y otros ilustres huéspedes de esta necrópolis. Sus funcionarios llaman a este mausoleo “el hotel”, con un dejo de humor negro, propio de personajes acostumbrados a estas lides.

Extracto del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS: A veces la muerte no es el final, sino el comienzo de la historia de Omar López Mato (Olmo Ediciones).

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