Mitre no quiso saber nada de seguir con Cipriano Catriel. Ya se imaginaba lo que dirían en Buenos Aires. “Un bárbaro entre bárbaros”, “Atila y los hunos”, “Un atentado a la civilización” y todas esas sandeces que se escriben en los diarios. Mejor dejarlos en Olavarría, desde allí podrían volver a las tolderías. Rivas se resignó a dejarlos ir. Sabía que las cosas no serían fáciles para Catriel. En eso andaban cuando llegó Hilario Lagos a las inmediaciones. Le salió al encuentro Juan José Catriel, medio hermano de Cipriano. Por él Lagos se enteró que Cipriano estaba acampando a pocas leguas.
Lagos le mandó parlamento, intimándole rendición. El enviado era hombre de Juan José, el capitanejo al que le decían Moreno. Le prometía que no le seguiría perjuicio alguno y que su hermano Juan José sería el próximo cacique general. No había terminado de decir esto, cuando el “trompa” Sosa, hombre de Cipriano Catriel, lo degolló a Moreno sin vacilar.
Al ver esto, la indiada se sublevó. El capitanejo Peralta se echó sobre Catriel. Un chuzazo lo dejó a medio camino. Junto al lenguaraz Avendaño[1] y miembros de su familia, Catriel pasó a un potrero llamado Quentrer, acompañados por varios vecinos de Olavarría. Permanecieron atentos a los indios, que mantenían una actitud hostil.
A eso de las cuatro de la tarde se acercaron algunos guardias nacionales del comandante Lagos, intimando la deposición de las armas. Así lo hicieron estos ciudadanos que solo querían las armas para defenderse de los infieles. Fue quedar desarmados y en ese preciso instante, tanto las guardias nacionales como los indios, pasaron a apoderarse de las mejores prendas y los caballos más vistosos. Intentó Don Serafio Rosas con su hijo Pastor huir, pero treinta indios se les echaron encima y los ultimaron a lanzasos.
Fue justo en ese momento cuando llegó Lagos con su escolta. Todos los desmanes cesaron instantáneamente. La tropa formó. Los indios se agruparon. Quietos, con la cabeza gacha. El comandante les prometió a los prisioneros que nada les iba a pasar. Poco después se dirigían al cuartel. Con ellos iban Catriel y su secretario Avendaño. Los habían amarrado con tientos de cuero que les cortaba la sangre. Avendaño, hombre acostumbrado al desierto, desde los tiempos de Baigorria y los hermanos Saá, no soportaba ese trato. Las manos y los pies estaban entumecidos por la falta de circulación. Catriel, a pesar de recibir el mismo trato, no se quejó en ningún momento.
Un rebencazo le surcó la espalda.
“¿Y entonces pa’ que te metés en revoluciones contra el presidente?… Déjelo estaqueado ahí nomás…”.
Así los dejaron día y noche, al sol y bajo la lluvia, miserablemente alimentados. El coronel Julio Campos, en nota al Ministro de Guerra, dejaba constancia que: “mi opinión es que si Catriel ha de se juzgado, debe serlo por los mismos indios, pues es práctica que así se haga. Entregándose los criminales a los caciques de la tribu, para que ellos procedan según sus usos”.
Nadie quiso cargar con esta culpa, sabedores de lo que les esperaba. No quedó papel o consigna, recuerdo o expediente donde alguien se responsabilizara por la muerte de este cacique que tanto había hecho por los cristianos y que ajeno a las veleidades políticas, había actuado por la convicción de la amistad.
El día 18 del mes de noviembre de ese 1874, Catriel, Avendaño y el “trompa” Martín fueron entregados a la indiada, atados de brazos. Los salvajes rugían en la cara de sus victimas. Blandían las lanzas. Alzaban cuchillos. Catriel les habló en su lengua. Nadie pudo escuchar que decía entre tanto griterío. La punta de una lanza rasgó su pecho. Un hilo de sangre surcó su piel cetrina. Catriel estalló de furia. En su esfuerzo supremo rompió sus ataduras y arrancó la lanza que lo había herido. Los salvajes se arremolinaron alrededor de Catriel. Como un puma agazapado daba zarpazos con el chuzo, girando sobre sus talones. Su cuerpo se tiñó de sangre. Catriel seguía con su lanza poniendo a raya a quienes ayer nomás le debían sumisión. Una herida surcó su espalda. Catriel cayó sin soltar la lanza. Siguió peleando desde el piso. “Vengan cobardes, vengan acá que a algunos me llevaré conmigo”. Una y otra vez el acero marcó su carne, hasta que ya no pudo defenderse. Las lanzas desgarraron la piel de Catriel, agonizando sobre el piso. Todos querían humedecer sus cuchillos en la sangre de un valiente. Gritaban y se arremolinaban sobre el cadáver de su jefe.
Un jinete pampa se acercó al paso. El silencio cayó sobre la tarde muerta. Juan José Catriel[2] bajó de un salto y avanzó hacia su hermano, mientras la indiada le abría paso. Por un momento miró con desprecio el cuerpo mutilado de Catriel. Lentamente sacó su facón de la cintura. Con la otra mano tomó la melena ensangrentada de su hermano y de un tajo rápido y seguro cortó la cabeza de Catriel. Un alarido salvaje brotó de todas las gargantas mientras Juan José arrojaba la cabeza de su hermano a una zanja donde yacían los cadáveres de Avendaño[3] y el “trompa” Martín.
A lo lejos, el coronel Julio Campos presenciaba la escena fumando. Ejecutado Catriel y expuesta su cabeza, el coronel Campos arrojó su cigarro y entró a su tienda sin decir palabra.
Al día siguiente los vecinos de Olavarría, que habían sido apresados con Catriel y permanecían atados e incomunicados, fueron asistidos por el comandante Estanislao del Campo[4] -oficial mayor del ministerio provincial- y conducidos a Buenos Aires, donde quedaron detenidos hasta cumplirse cincuenta días de prisión.
[1] Avendaño había sido cautivo de niño. Actuaba como secretario y traductor de Catriel.
[2] Medio hermano de Cipriano. Un año después, se alzaba en malón contra los pueblos de la frontera.
[3] Aunque se lo dio por muerto, se recuperó. En 1879 figuraba como teniente coronel de caballería siendo intendente general de indios. Santiago Avendaño escribió sus memorias como cautivo. Fueron publicadas por Estanislao Zeballos.
[4] El autor del célebre Fausto.
Texto extraído del libro 1874 – Historia de la revolución olvidada (Olmo Ediciones).