Todo habría comenzado en enero del mismo año, cuando la administración Reagan aprobó el plan de Robert McFarlane de emplear a Michael Ledeen como intermediario para venderle armas a Irán a cambio de la liberación de los rehenes. Las ganancias serían utilizadas para financiar a los Contras de Nicaragua, la guerrilla de derecha que se oponía al Frente Sandinista de Liberación Nacional que gobernaba aquel país centroamericano. El apoyo de los Estados Unidos a los Contras anti-comunistas en Nicaragua se hizo público cuando el gobierno sandinista (comunista) nicaragüense derribó un avión norteamericano que transportaba suministros y capturó a uno de los miembros de la tripulación.
Las negociaciones eran ilegales y violaban los principios de Reagan de no negociar con terroristas y de aislar a todo aquel organismo o país que los apoyara. Unas semanas más tarde, el fiscal general Edwin Meese confirmó públicamente que los funcionarios norteamericanos involucrados habían utilizado los ingresos por la venta de dichas armas para financiar a los “Contras”. Esto iba contra la enmienda Boland, que prohibía la ayuda militar a esa agrupación paramilitar.
El fiscal Meese afirmó en su denuncia que el teniente coronel Oliver North, miembro del Consejo de Seguridad Nacional (CSN), había sido el responsable de la operación y había actuado por su propia cuenta. North fue despedido y su jefe, el consejero John Poindexter, renunció. Pero la cosa se complicó: investigaciones posteriores llevadas a cabo por el Congreso, por la Comisión Tower y por el fiscal especial Lawrence Walsh, desmintieron la versión del fiscal Meese: según ellos, Oliver North no había actuado solo; la CIA, el CSN y algunos miembros del gabinete de Reagan, entre ellos el vicepresidente George Bush, estaban implicados. Con la operación de venta de armas a Irán se habían recaudado más de 47 millones de dólares, dinero que fue gestionado por Oliver North mediante un entramado de cuentas bancarias en Suiza. Y eso no era todo.
Al ir descubriendo los entretelones de la trama, se confirmó que una tarde lluviosa en Londres, en el lobby de un lujoso hotel se habían reunido el general panameño Manuel Antonio Noriega y el teniente coronel Oliver North. North le hace una propuesta a Noriega: convertir el territorio panameño en un “descanso para los Contras”. (léase “centro de operaciones Contras”). North quería mantener una base contrainsurgente conformada por los adversarios al régimen sandinista de Managua. El mítico comandante Edén Pastora, ahora líder de los Contras que habiendo sido un antiguo líder sandinista renunció decepcionado por el “excesivo acercamiento al comunismo” de sus compañeros (¿qué esperabas, Edén?), no lograba convencer para nada a los halcones de Washington, que no confiaban en él y buscaban un “hombre fuerte de confianza” en la zona.
Para evitar problemas de política interna en su país, Noriega rechaza la propuesta de North. Además, Noriega sostenía que la solución en Nicaragua no era a través de la presión militar. La respuesta negativa a North traería consecuencias nefastas para Noriega, pero eso es otra historia.
La confianza pública en Ronald Reagan se vio seriamente afectada al destaparse la olla. En el mejor de los casos, había sido negligente; en el peor, había sido cómplice de un delito. Reagan, mientras tanto, afirmaba desde su despacho en la Casa Blanca que su propósito era “enviar la señal de que los Estados Unidos buscan sustituir la enemistad entre ambos estados (en referencia a EEUU e Irán) por una nueva relación… Al mismo tiempo que emprendimos esta iniciativa, dejemos en claro que Irán deberá oponerse a todas las formas de terrorismo internacional como condición al progreso en nuestra relación. La medida más significativa que Irán debería tomar es utilizar su influencia en Líbano para asegurar la liberación de todos los rehenes”. Una declaración zaraza, digamos.
En 1987 Reagan modificó algo su discurso, admitiendo haber fomentado ayudas privadas de diversa índole a los “Contras”. Sobre haber aprobado la venta de armas a Irán, dijo “sencillamente no me acuerdo”.
Oliver North, por el contrario, no había perdido la memoria. Admitió que tanto él como su secretaria Fawn Hall habían destruido documentación importante y, en audiencias ante el Congreso que fueron televisadas, convenció a muchos con su retórica patriótica describiendo toda la cadena de mandos, que llegaba bastante alto. “Yo pensaba que tenía el permiso del presidente”, llegó a decir.
La investigación determinó que Ronald Reagan y George Bush estaban al tanto de lo ocurrido y lo encubrieron de alguna manera; sin embargo, nunca pudo establecerse su grado de responsabilidad. McFarlane, North y Poindexter fueron condenados, pero los dos últimos consiguieron un acuerdo de inmunidad por su testimonio. Los procesos a otros funcionarios se prolongaron hasta 1992. Para entonces, George Bush, ya presidente (sucesor de Reagan) indultó a los seis últimos involucrados.