Bajo el sol riojano se enfrentaron los hombres fuertes de la provincia. Ellos dos habían decidido batirse a lanza para evitar el derramamiento de sangre. Después de todo, debían velar por sus hombres. No eligieron sable, ni pistola, sino la lanza para medir sus fuerzas, el arma de sus ancestros castellanos, el arma que ha esgrimido en los combates y entreveros donde pusieron en juego su vida y su autoridad, que a veces es tanto o más importante que la vida misma, porque de esa autoridad dependen sus negocios, el ejercicio del poder y emana la fuerza con la que dominan a sus hombres.
A ambos contendientes, el coraje les ha ganado prestigio y respeto entre sus seguidores.
Los Dávila – Brizuela Doria eran los hombres fuertes de La Rioja desde los tiempos de la conquista. Era la única familia en territorio del virreinato donde se ejercía el mayorazgo. Solo el mayor de los hijos heredaba la tierra para evitar que esta se disperse entre cientos de descendientes. Hasta los tiempos de la Revolución, la familia ejerció distintas funciones encumbradas en la administración colonial, pero con el advenimiento de la Independencia otras familias les disputaron el poder, como los Ortíz Ocampo, los Villafañe, y, ahora, los Quiroga.
Desde los veinte años, Facundo Quiroga había participado en los negocios familiares arriando tropillas desde los llanos a distintas partes del país, capitaneando hombres rudos, desafiando bandoleros y hacienda chúcara. Había ganado fama de valiente cuando enfrentó a las prisiones españolas en San Luis. Apenas munido de una quijada de burro (un arma bíblica, propia de Sansón) derrotó a los insurgentes.
Vuelto a su tierra, heredó el título de jefe de milicias que había ostentado su padre por años. Ahora los Dávila lo desacreditaban, arrebatándole los galones. La afrenta no podía quedar impune pero, en lugar de hacerlo en batalla, Quiroga y Dávila eligieron cruzar lanzas para saber quién era el hombre fuerte de la provincia. Fue un duelo, un due bellum, una guerra de a dos que los llevó a enfrentarse bajo el sol de marzo.
Facundo montaba a “Piojo”, el moro que se convertiría en leyenda, con el que hablaba frente a la tropa antes de entrar en batalla. Llevaba el pecho descubierto y una vincha para contener su melena. El primer choque fue brutal. Miguel Dávila alcanzó a esquivar la lanza de Quiroga e hirió el muslo de Facundo. No hubo lamentos ni gritos, la sangre estaba muy caliente y el odio escapaba por los ojos de Quiroga, quien hizo girar su moro y encaró al enemigo. Era ahora o nunca, pensó Facundo, mientras su lanza se astillaba contra el pecho de su contrincante. Dávila cayó fulminado y sus soldados empujados por el honor más que por la razón, atacaron a los hombres de Quiroga. La lucha se generalizó en duelos singulares. Los cuerpos de 240 riojanos quedaron tendidos en el campo. El hermano de Dávila debió huir para salvar su pellejo.
Sin embargo, y a pesar de su victoria, Facundo nunca lució su cicatriz que, en última instancia, era reconocer su vulnerabilidad, confesión inadmisible para un caudillo argentino.