Sarmiento pidió que lo acercaran a la ventana de su cuarto en Asunción del Paraguay, para ver la luz de la aurora antes que sus ojos se cerraran. Después de eso, fue fotografiado.
Ya estaba muerto, pero entonces se cumplía este rito de iconografiar al occiso. Las costumbres parecen irracionales, pero suelen obedecer a impulsos ancestrales, como los que tenían esos hombres de las cavernas, que dibujaban a sus presas en las paredes de las grutas que habitaban. Quizás entonces quisieron capturar el alma que escapaba del maestro inmortal, en el momento en que el bronce lo invadía. El embajador García Merou condujo a Manuel San Martín con la intención de fotografiar el cuerpo inerte del sanjuanino. Después tres médicos que lo atendieron procedieron a embalsamarlo. Había que preservarlo de la corrupción para que llegase a Buenos Aires, a la tumba que lo esperaba y que el mismo Sarmiento había preparado con esmero. Ya lo había hecho con la columna truncada que albergó a su hijo del alma (¿fue “Dominguito” también su hijo carnal? No lo sabemos…).
Le tocaba diseñar su monumento mortuorio con la certeza que un pueblo entero habría de honrarlo, peregrinando a su tumba recoleta, venerando sus textos y dejando más bronce en su recuerdo.
Sabiendo de sus discrepancias con la Iglesia, había tomado la precaución de que —ante cualquier impedimento para ser sepultado en Buenos Aires— su cadáver fuese llevado a Chile, “donde no hay hombre ni mujer de 50 años que no haya aprendido a leer”.
En Asunción se decretaron tres días de duelo, el presidente Escobar y sus ministros asistieron a despedirlo en el velatorio que se hizo en su casa.
Después de este rito fúnebre su cadáver fue acompañado con las honras militares hasta el vapor San Martín. El presidente de la Cámara de Diputados del Paraguay, Juan G. González, fue el encargado de acompañar el féretro hasta Buenos Aires. Su descenso por los ríos mesopotámicos fue lento; en cada puerto una multitud salía a despedirlo. Eran sus alumnos, los que lo admiraban y ¿por qué no? sus enemigos. El mismo Ricardo López Jordán, aquel que había impulsado tres revueltas armadas en su contra, fue testigo de esa procesión. Como tantos argentinos enfrentados por su forma de ver al país, no llegaron a reconciliarse y llevaron a la tumba su enemistad. Una historia que se repite.
En 1902 Salvador Debenedetti, por entonces presidente del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, propuso esa fecha como “Día del Estudiante”, homenaje que recibió el visto bueno de las autoridades y pasó a generalizarse en la Argentina, un país que a pesar de disensos y controversias lo venera como ejemplo por “su pluma y la palabra”.