El culto a los árboles

El lingüista y mitólogo alemán Jacob Grimm dice que es probable que, entre los germanos, los más viejos santuarios hayan sido los bosques naturales. La palabra “templo” viene del latín “templum”, que era el espacio del cielo en el que los augures hacían sus observaciones del vuelo de las aves y luego sus vaticinios. Esos augures delimitaban un espacio cuadrado de observación en el cielo; en los bosques se “abrían” esos espacios incluso talando árboles para mantener las dimensiones de los espacios a observar. Esos lugares fueron considerados sagrados y se practicaban en ellos ritos religiosos; así que, de alguna manera, los santuarios más antiguos en Europa fueron los bosques naturales, y el culto a los árboles está comprobado en todas las grandes familias europeas del tronco ario.

Entre los celtas, es conocido el culto al roble y la palabra gaélica que se usa para designar “santuario” es “nemeton” o “Nemed”, palabra muy cercana a “nemus”, que es un tipo de bosque abierto que aún se conoce con el nombre de Nemi y que eran lugares en los que practicaban rituales sagrados bajo la dirección de los druidas. Entre los galos, el roble era el árbol sagrado por excelencia, sobre todo si llevaba adherido el muérdago (phoradendron leucarpum), que era objeto de particular veneración, y su recolección y uso da lugar a variadas ceremonias y leyendas.

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Entre los antiguos germanos fueron muchos los bosques sagrados y aún hoy el culto al árbol no está extinguido. En las antiguas leyes germánicas existían severas penas para quien se atreviera a descortezar un árbol vivo: cortaban el ombligo del culpable y lo clavaban en la parte del árbol que había sido dañada, obligando luego al infractor a dar vueltas alrededor del tronco hasta que sus intestinos quedaran enrollados al mismo: vida por vida, la de un hombre por la de un árbol.

En la antigua Grecia también estaba asentado el culto a los árboles: en Cos, cortar un ciprés implicaba una multa de mil dracmas. En pleno centro de Roma se rendía culto a la higuera sagrada de Rómulo hasta la época del imperio, y cuando el tronco se secó, la ciudad entera quedó consternada. En la colina palatina crecía un arbusto, el cornejo (familia de las cornus) que era considerado una de las cosas más sagradas de Roma; si alguien percibía que a algún cornejo le faltaba riego avisaba a los gritos a la gente, que acudía en cantidad con baldes de agua para regar el arbusto.

Entre las tribus del tronco fino-ugrio (Hungría, Estonia, Finlandia, etc), el culto a los árboles se celebraba en pequeños claros de bosques sagrados habitualmente protegidos por una valla. Entre las tribus del Volga, el objeto central de los bosques era el árbol sagrado; ante él se congregaban los adoradores y el sacerdote, se hacían sacrificios y no se podían cortar ramas ni madera.

Tanto para el salvaje como para el antiguo, las plantas y árboles formaban parte del mundo vivo y tenían almas como la suya. Su superstición no terminaba con los animales sino que llebaga al mundo de las plantas. Siguiendo esa línea de pensamiento, imaginar a los árboles o a las plantas como seres animados daba como resultado tratarlos como machos y hembras que pueden unirse, en el sentido real de la palabra; en referencia a eso, había ceremonias que teatralizaban esa unión.

Existía la idea de que el espíritu estaba incorporado al árbol: el árbol no es el cuerpo y nada más, sino la morada del espíritu arbóreo, que puede entrar y salir de él. Pensar de esta manera es avanzar en el “pensamiento religioso”, pasando del animismo a la tendencia del pensamiento primitivo a llevar a la forma humana las formas arbóreas de las deidades y los espíritus. Sin embargo, la esencia animista del espíritu arbóreo se mantuvo; los lituanos, por ejemplo, impidieron que talaran sus bosques sagrados aduciendo que si destruían los bosques destruirían la casa del dios que les proveía la lluvia y el buen tiempo.

También los espíritus arbóreos hacían prosperar las cosechas, multiplicar los rebaños y bendecían con hijos a las mujeres. En Baviera se ponían ramas en las casas de los recién casados, y esa costumbre sólo se omitía si la esposa estaba cercana a dar a luz; costumbres parecidas se observaban entre los eslavos del sur.

También estaban (y lo están aún hoy) muy extendidas en Europa las costumbres relacionadas con el “árbol mayo”, una antigua tradición que representa originalmente el símbolo de la fertilidad de la primavera y envuelve muchas tradiciones. El mayo es un tronco o palo alto (árbol de mayo) que se emplaza en un lugar público durante el mes de mayo y alrededor del cual se llevan a cabo festejos, danzas y ceremonias. El tronco era traído de un árbol cortado en el bosque y llevado al pueblo, y sus ramas se ataban a las casas del pueblo. La intención era atraer al pueblo y a las casas las bendiciones que el espíritu del árbol otorgaba a sus adoradores. Esto se hacía en la península ibérica, en Inglaterra, donde los jóvenes iban al bosque tras los festejos a buscar más ramas para obtener sus favores, en Baviera, donde el árbol de mayo solía ser un abeto. En cada pequeña aldea los rituales se adaptaban a las formas locales, en las que los rituales alrededor del árbol de mayo derivaban en muchísimos otros (guirnaldas, uso de coronas de flores, rituales amorosos y de emparejamiento, quemas, disfraces, cultos a santos, representaciones de reyes y reinas cubiertos por hojas, etc.).

Los países del norte de Europa, donde los bosques son abundantes, siempre han sentido adoración por los árboles y las mitologías han hecho sagrados a muchos de ellos: el roble de Thor o roble Donar, el Irminsul (un tronco de roble que representa el pilar que unía cielo y tierra), el árbol sagrado de Upsala, el Yggdrasil, un fresno considerado el árbol que une “los nueve mundos”, desde Asgard en lo alto hasta Helheim en el mundo de los muertos, etc.

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Son muchos los árboles asociados al culto sagrado en el ámbito europeo antiguo:

El abeto, que representa a la santísima Trinidad por su forma triangular; el laurel, árbol sagrado en Grecia; el ciprés, cuya madera era considerada sagrada y es con la que se construyó el arca de Noé y la puerta de la basílica de San Pedro; las higueras sagradas cuyas hojas taparon las partes pudendas de Adán y Eva y protegieron al Buda mientras meditaba; el abedul, asociado al dios Belenus de los celtas y a la diosa Frigg de los nórdicos; la espina de Cristo, una especie de espino del que se dice se hizo la corona de espinas de Jesucristo; el avellano, árbol del saber y de la justicia para los celtas y de la fertilidad en la mitología islandesa; el manzano, símbolo de Afrodita en la antigua Grecia; la encina, sagrada en el Mediterráneo, de la que se dice que el mismo Zeus se recostaba en ella a meditar; el álamo, el árbol de los muertos y, en algunos casos, de la resurrección; el olivo, sagrado en Atenas, árbol de la inmortalidad, la resurrección y la esperanza; el espino, árbol de duendes y druidas que marca la entrada al otro mundo en la mitología celta; el fresno, árbol de la justicia divina en la antigua Grecia; el olmo, asociado por los griegos a la muerte y el renacimiento; el pino, consagrado a Dionisio en Grecia y Roma y benévolo en la mitología celta; el sauce, asociado al infierno entre los griegos y a la muerte entre los celtas.

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Finalmente vale la pena detenerse en el roble, considerado el árbol de los dioses: en Roma estaba consagrado a Júpiter, en la mitología báltica relacionado con el dios Perkunas, en la mitología eslava asociado al dios Perun. Los robles sagrados eran comunes entre los druidas celtas, que los usaban en sus rituales. Y entre los galos, que adoraban los árboles y los bosques, el roble era objeto de veneración, más aún si tenía muérdago. La recolección de muérdago implicaba un ritual especial (la hacían los druidas con una hoz especial, a veces de oro). El muérdago se recogía en una gran ceremonia el sexto día de la luna, día en que comenzaban para ellos sus meses y años. Entre los druidas nada era más sagrado que el muérdago y el árbol donde se encontraba, sobre todo si se trataba del roble. Consideraban al muérdago como un enviado celestial y al árbol que lo portaba como elegido por Dios. Plinio el Viejo, el gran historiador, describió el ritual druida concerniente al roble y al muérdago: “tras haber preparado los sacrificios y los banquetes bajo los árboles, traen dos toros blancos cuyos cuernos han sido vendados. En su túnica blanca, un druida sube el árbol para cortar el muérdago con su hoz de oro, y otros vestidos de la misma manera lo reciben. Después sacrifican a los animales invocando para que el dios les recompense esta ofrenda con sus dotes“.

Y Panoramix usaba ese muérdago para hacer la poción mágica para Astérix y la aldea de galos indomables…

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